Número 97, junio 2018

Los poetas suelen cuidar sus manuscritos con más esmero que a sus amigos. La pequeña iluminación escrita en los papeles más deleznables es su gran tesoro. Pero hay poetas desjuiciados, riegan sus versos, los abandonan sin despreciarlos, los olvidan con sus pastillas para la cordura. Raúl Gómez Jattin pertenece a este tipo de escribidores. Les presentamos la historia de unas páginas rescatadas y una selección con algunos poemas inéditos.

 

Perder los papeles
Joaquín Mattos Omar. Fotografía: Juan Fernando Ospina
 

Fotografía: Juan Fernando OspinaEn marzo de 1988 caminaba por una calle del barrio La Candelaria en Bogotá en compañía de algunos amigos poetas, de pronto, atisbé a unos cuarenta metros delante de nosotros, la grande y sólida figura de Raúl Gómez Jattin que avanzaba en sentido contrario al nuestro. Para mí fue una sorpresa, pues lo había conocido apenas unos meses atrás, en diciembre de 1987, en Barranquilla, con ocasión de un recital que él había ido a ofrecer al teatro Amira de la Rosa de esa ciudad. De allí partió para Cereté o Cartagena, no recuerdo bien, ya que residía en uno de estos dos lugares. Así que lejos estaba yo de pensar que pudiera hallarse entonces en Bogotá.

Pero era él, sin duda. Lo era con tanta certeza que los jóvenes poetas que me acompañaban, bogotanos, se alarmaron, empezaron a expresar el temor o la incomodidad que les producía el encuentro inminente con el poeta cartagenero, arguyendo que, debido a su locura, este era “pesado” o “peligroso” o “intimidante”, o todo eso a la vez, razón por la cual cada uno tomó la vía lateral que más se prestaba para su escape. Les manifesté mi gran extrañeza por esa actitud y les dije que yo, en cambio, sí quería saludarlo, pues, además de ser un poeta que admiraba mucho, no me parecía que fuera esa persona amenazante que ellos pintaban, sino, por el contrario, un tipo cordial, risueño, de agradable conversación, de acuerdo con la impresión que tanto a mí como a mis amigos barranquilleros nos había dado aquella vez en el Amira.

De modo que seguí marchando por aquella calle, rumbo a su encuentro, y no había dado cinco pasos cuando Gómez Jattin me reconoció. Nos saludamos con efusión y a grandes voces. Estaba acompañado por una mujer joven y bonita que, según me informó enseguida, era su enfermera. Entonces supe la razón por la que, cuando debía hallarse en la Costa Caribe, se encontraba en Bogotá.

Sucedió que, al poco tiempo de su recital en Barranquilla, sufrió una de sus ya más o menos frecuentes crisis mentales y su hermano Rubén lo había hecho internar en una clínica psiquiátrica de la capital. Ya estaba terminando el tratamiento y se hallaba bastante mejor, pero todavía no lo habían dado de alta. Le permitían, sí, algunas salidas por la ciudad, pero siempre en compañía de la enfermera que le habían asignado para cuidarlo.

Esa mañana nos sentamos en un café cercano, bebimos cada uno un tinto, charlamos un rato y nos despedimos. Quedé invitado al acto de lanzamiento de su nuevo libro, titulado Tríptico cereteano, que iba a tener lugar en los próximos días en la Biblioteca Luis Ángel Arango. La obra estaba siendo editada por la Fundación Simón y Lola Guberek, a instancias del poeta Darío Jaramillo Agudelo. Gómez Jattin irradiaba felicidad por ese hecho.

En efecto, a los pocos días, en marzo o a primeros de abril, asistí al acto de lanzamiento. El evento se llevó a cabo hacia las 6:30 de la tarde, en la sala de conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, a pocas cuadras de la calle donde se había producido nuestro reencuentro, en el entrañable barrio de La Candelaria. Recuerdo que el poeta estaba acompañado de la misma enfermera.

Luego de aquel suceso — que fue uno de los más importantes de la historia de la poesía colombiana, aunque entonces ni él ni yo éramos conscientes de ello—, volví a verlo con bastante frecuencia cuando ya había salido en definitiva de la clínica, casi siempre en distintos lugares y calles de La Candelaria: en la casa que yo compartía con otros dos jóvenes poetas (Rafael del Castillo y Robinson Quintero Ossa), situada en la carrera Segunda con calle 12, cerca de la plaza del Chorro de Quevedo; en la casa de Nubia Cubillos, en la calle 12F con la carrera Segunda; en la Casa de Poesía Silva, en la calle 12C con carrera Tercera; en las cercanías de la Universidad Externado de Colombia, donde Gómez Jattin era bastante conocido; en la plazoleta de la Universidad del Rosario, y en diversos cafés y restaurantes del histórico barrio. Recuerdo que Gómez Jattin, durante todo el resto de aquel año y hasta que se marchó de Bogotá (lo que ocurrió más o menos en octubre o noviembre), vivió en el Grand Hotel, un hotel viejo y barato situado en la calle 16 con carrera Quinta, frente al Museo del Oro, y que años después sería demolido.

Gómez Jattin no bebía entonces alcohol alguno; en lugar de ello, se fumaba toda la marihuana que fuera posible, faena en la cual éramos varios quienes lo acompañábamos. Una vez me invitó a la inauguración de la sede de la colonia de sus “coterráneos” cordobeses residentes en Bogotá. Su intención era vender ejemplares del Tríptico cereteano, que, además de los recitales de poesía, era la única “actividad económica” que él ejercía, y vaya que lo hacía bien. “Vamos y la pasamos del carajo”, me dijo. “Va a haber comida y trago gratis, y además voy a vender muchos libros”. “¿A cómo vas a vender cada ejemplar?”, le pregunté. “¡Eso depende del marrano!”, me contestó, y soltó su estruendosa carcajada.

En efecto, nos divertimos mucho, y él más que nadie, conversando aquí y allá con muchos conocidos, algunos de ellos famosos, como el cantante Noel Petro y el entonces presidente de la Cámara de Representantes, Francisco José Jattin, quien era pariente suyo y que fue el marrano a quien le vendió la copia más costosa de la noche.

Fueron aquellos unos ocho meses de largas y continuas conversaciones, casi todas en torno a la poesía y a la literatura en general. Gómez Jattin se mantenía muy poco tiempo sentado; solía pasearse por la estancia donde estuviera, hablando con una locuacidad y elocuencia admirables. Mientras lo hacía, eran muy cortos los períodos en que no tenía entre los dedos un pitillo de marihuana, pues era un fumador insaciable. “¡Préndete el tabaco, Joaco!”, era una amable orden que yo oía cada rato cuando charlaba con él; acabé notando que lo decía tanto por necesidad, pues era en mí en quien recaía la tarea de desmenuzar la hierba, limpiarla de semillas y liarla en un fino papel de arroz, como por chacota, pues era evidente que le divertía la rima que formaba con la frase.

En cierta ocasión, anunció que lo habían invitado a una lectura de sus poemas en Cartagena. Lo hizo con gran alegría, pues le iban a pagar los tiquetes de ida y vuelta en avión, el hospedaje y unos buenos honorarios. Sería aquel el comienzo de su travesía por varias ciudades de Colombia en plan de poeta reconocido y celebridad.

Pasaron los días y el poeta no daba señales de regreso. No se tenía la menor noticia de él. Entre los amigos comunes, llegamos a preguntarnos con extrañeza qué sería de la vida de Raúl. En vista de que pasaron semanas sin que apareciera, fui a buscarlo una mañana al Grand Hotel. Al llegar, encontré al dueño bastante alterado porque, según se quejaba, el señor Gómez había dejado sus efectos personales en la habitación que tenía alquilada y ya habían transcurrido varios días después de la fecha en que se había comprometido a regresar. “Ya no puedo esperarlo más, necesito desocupar la habitación para poder alquilarla a otro huésped”, me dijo. Me preguntó si podía hacerme cargo de las pertenencias del poeta y prometerle que se las iba a entregar cuando este regresara. Yo no le era del todo desconocido al hospedero y él sabía que de algún modo era amigo de su desaparecido huésped. Le dije que sí, de modo que subimos a la habitación en la segunda planta, con una amplia vista hacia el Museo del Oro y el parque Santander, y recibí los efectos de Gómez Jattin. Se trataba de un bagaje perfectamente portátil. No recuerdo que hubiera nada de ropa u otro tipo de bienes: todo se reducía a un exiguo montón de libros, revistas y papeles manuscritos y mecanuscritos. Con gusto me llevé aquel material para mi casa.

Mi memoria ya no es capaz de establecer con precisión el inventario del tal material. Sé que unos seis meses después, cuando volví a encontrarme con el poeta en Cartagena (se había quedado residiendo en esa ciudad, primero por fuerza mayor, debido a que, cumplido el recital para el que había ido desde Bogotá, sufrió otro episodio de locura, en razón de lo cual fue internado en el hospital de San Pablo; y luego, una vez dejado el hospital, por decisión propia), digo, le devolví la mayor parte de sus pertenencias, entre las cuales figuraban algunos libros, cartas (había una que le había escrito el expresidente Alfonso López Michelsen para excusarse por no poder asistir a un recital suyo en la Casa Silva) y el manuscrito de una novela que había empezado a escribir en Bogotá, en el Grand Hotel. Recuerdo palabra por palabra su título: Los pájaros del verano. Precisamente el destino de esa novela tuvo que ver con mi decisión de no devolverle el resto del material.

Apenas una o dos semanas después de habérsela devuelto (lo que le causó una feliz sorpresa, pues ya se había olvidado de ella), le pregunté por sus páginas y no supo darme la menor razón al respecto. En otras palabras, me dio a entender claramente que la había perdido en alguna parte de la que su mente no guardaba indicio alguno. La pintora Bibiana Vélez, por entonces su amiga más cercana, me confirmó el torpe revés. Si le devuelvo el resto de los documentos, pensé, los botará igual más pronto que tarde. Así que, por precaución, decidí conservarlos.

¿Qué eran esos documentos con los que me quedé? Aparte de dos libros, una antología de poesía de uno de sus poetas preferidos, Antonio Machado, en la que estaban subrayados títulos de poemas, largos pasajes de estos y versos sueltos, y una edición de Alianza Editorial de El collar de la paloma, el tratado sobre el amor del siglo XI del gran escritor andalusí Ibn Hazm, de Córdoba; se trataba de los originales de un conjunto de poemas que no se hallaban incluidos en ninguno de sus libros publicados, y en los cuales se distinguían bien dos grupos: uno compuesto por diecisiete poemas escritos a máquina y otro por 31 poemas escritos de su puño y letra en un recetario de Leponex, un antisicótico dibenzepínico. Este último tenía un título en la carátula del cuaderno: Acerca de OEdipo (y no Acerca de OEdipus, como escribiría siempre en las páginas interiores), y estaba firmado, en el campo destinado para poner el nombre del médico, por RAUL GÓMEZ JATTIN, así, todo en letras mayúsculas, y sin tilde en la palabra Raúl. Dejo en sus manos, como si fuera una receta póstuma, una selección de esos versos de hotel salvados a la locura.

No te acerques demasiado

No te acerques demasiado Eusebio
al conocimiento y la virtud
porque te quemas en un fuego
prematuro y agobiante
ni pretendas mi amistad
antes que yo mismo la depure
y te la entregue en una forma
saludable y eterna
Escríbeme

El padre (cualquiera sea su
Categoría espiritual)
a quien consultamos lo importante
nos destruye –nos aniquila
Se alimenta de lo nuestro:
fuerza
talento
belleza
y ni siquiera se da cuenta


 
 

Saber que solo he amado a mi madre
y que estaba prohibido
He ahí el terrible dolor


 
 

Pensando en mis hijos
que me han defraudado siempre
Quise a varios de ellos
Y ninguno supo corresponder
a mi deseo inmoderado
de que ellos fueran
mejores que yo


 
 

***


 
 

En las clínicas mentales
lo peor son las monjas
más violentas
que agujas hipodérmicas
que la fiebre y la locura
La monja es una energúmena quieta
En las clínicas mentales
cuando lloro casi ríe
Podría decir que la monja
No es mala ni es buena simplemente odia
todo lo que se mueve
todo lo que vive
todo lo que palpita
todo lo que no sea
su dios muerto


 
 

Oh Dios
tú que no existes
eres afortunado
de no tener que cuidar
todo el género humano
En cambio yo
muero cada día
con el dolor del loco
que destruyen los otros
con el mendigo muero
con en el enamorado triste
sufro
con la mujer confinada
en un bar musical
lloro
y vuelvo a estar solo
a comer el agrio pan
del exilio
entre tanta gente
que a veces amo

El infierno son los otros
Rimbaud

Cuando saben que viviste entre ellos
a pesar de que no tenías su entraña
y tu tiempo era trascendente y bello
se preguntan qué llevabas en tu pecho
tan callado –tan serio– tan verdadero
cuando parecías no existir para la vida
Esos libros los perturban –los asedian
¿Por qué los nombras tan oscuros?
¿Por qué no figuran como héroes?
Cuando saben que viviste entre ellos
tal vez se preguntan: ¿Por qué no lo matamos
cuando aún no era conocido? ¿Por qué?
Tal vez digan: ¿qué hace tu miseria
tu tristeza –como símbolo de un pueblo?
Nunca es tarde para hablar de ellos
Para recordarles que tú no eras el tonto
Para revivir algo que el arte siempre
le ha tenido a la bruta vida: odio


 
 

Son hombres de dinero
no de alma y cuerpo
Son hombre de alta posición
no de delicados sentimientos
Son hombres de plata
no de carne y hueso
Son hombres de automóviles
no de corazón tierno
Son hombres de mansiones
donde no hay libros
cuadros ni canciones
Son acaudalados hombres
de inversión
en la bolsa de valores
Son hombres de crucifijo
no de espíritu cultivado
Son hombres
que se hartan de manjares
y no saben cocinar
Son hombres dueños
de campos y plantíos y animales
y no aman la naturaleza
¿Serán hombres? UC


 
 
 
 

Acerca de OEdipus.Acerca de OEdipus.
Poesía inédita de
Raúl Gómez Jattin

Joaquín Mattos Omar
Collage Editores
2018

 

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