Distrito San Ignacio
Santiago Gamboa. Ilustración: César del Valle
¿Cuál es el lenguaje que impregna este lugar? Los muros del distrito San Ignacio, en el corazón de Medellín, están repletos de palabras al azar, como si fueran viejas páginas en blanco en las que la ciudad reflexiona, aúlla y se interroga, verbaliza, propone, insulta. Algunas provienen de remotas publicidades que fueron quedando en los muros, lavadas por la lluvia u oscurecidas por el esmog; o de propagandas electorales de años anteriores ya cubiertas por las nuevas, especie de collage que hace ver las arcaicas y probablemente vanas aspiraciones de otros años. “Belisario es necesario”, dice una, desde muy atrás en el tiempo. También hay ofertas, anuncios, sencillas palabras escritas con aerosol, insultos o llantos desesperados, o declaraciones de amor: “Freddy, te amaré por siempre”, y una extraña firma que parece acabar en una lágrima negra, porque escribir en un muro es también gritarle a la noche, decir una plegaria en un mundo abandonado y ya sin dioses. Ay, Freddy, ¿estarás aún entre los vivos? ¿Seguirás por acá o te habrás ido a Estados Unidos, o al Poblado, o estarás en Bellavista, lejos de estas palabras que te buscan?”. Cada combinación es una vida posible, escrita o leída. “Divorcios a 600.000, Sucesiones a 1.000.000”, dice otro anuncio pegado sobre uno más viejo que ofrece “Habitación amoblada”, con diez años de experiencia (¿cómo es eso?). “Se tiñen toda clase de artículos de ropa y cuero”, dice otro, más adelante. El mismo caos de la realidad, pero impreso y decolorado por el tiempo hasta formar imágenes que podrían ser obras cubistas, de Braque o de Picasso. Los nombres flechados o en un corazón también expresan, como en el arte, un deseo de ser o de existir, y tal vez de perdurar. Expresiones de amor que son talismanes para los solitarios o los vagabundos, o frases vacías para los seres felices. Nada más banal que ser feliz.
En las zonas abigarradas cada puerta es una vitrina de la que cuelgan productos, la mayoría traídos de China: balones de plástico, muñecas, cubos de Rubik, espejitos, artículos para el hogar, ropa interior de colores, camisetas, ganchos para el pelo, estuches de celular. El ojo no alcanza con todo lo que está a la vista. Subiendo por la calle Ayacucho, al frente de los rieles del tranvía, el arte callejero decora lo que antes eran paredes desnudas, amarillentas por la lluvia y los orines y el humo crudo de los buses. Ahora tienen caras, personajes. A veces se sobreponen los mismos grafitis de otros muros que son los tatuajes íntimos en la piel del Centro, la más delicada y expuesta del barrio.
De vez en cuando cruza algún náufrago de ojos perdidos por el bazuco, flacos y sucios, incluso descalzos. Los Robinson Crusoe que quedaron atrapados en algún espejismo remoto. Cada uno es una isla desierta. Se mueven despacio y miran con avidez. Hace un instante pasó uno frente a mi puesto de observación: pelo rubio muy largo y enredado en nudos de mugre y grasa, barba en similar estado, un zapato abierto por delante que hace clack en cada paso, flacura alámbrica, ojos saltones. Parece extranjero, pero lo oigo pedir limosna y es local, una especie de Jesucristo paisa que evoluciona entre la gente moviendo las manos en el aire, como si jugara con un hilo o hiciera extraños cálculos. En Calienticos nadie lo mira, tan acostumbrados estarán a su presencia o a la de otros que provienen de su mismo planeta. En las mesas hay pocillos de café y la gente conversa. De nuevo estudiantes, mensajeros, obreros que hicieron un alto, vendedoras de las tiendas en permiso, madres de compras por los locales de baratijas. En el televisor retumba la telenovela turca de la mañana y de vez en cuando se oyen frases. “Dime si es verdad que me amas, si tu respuesta es no, me iré de aquí”. Algunos alzan la vista hacia el televisor y ven a una mujer lánguida. ¿Son así las turcas?, se preguntan.
En el centro del Parque San Ignacio hay una estatua de Santander. Es curioso que no se llame Parque Santander, pero en esta ciudad la gente es devota y el nombre del parque, me dicen, viene del antiguo colegio San Ignacio. En últimas son los curas, los jesuitas en este caso, quienes se encargan de los bautizos. Entonces, en medio de ese empedrado y esas palmeras, veo una de las tribus urbanas que más me atrae: la de los ajedrecistas. Una mujer que vende tintos y tiene un carrito con varios termos alquila los tableros y las piezas. La gente juega en los bordes de las jardineras y en las bancas. Y lo hacen con gran pasión. Por eso en horas de la tarde el Claustro de Comfama saca mesas y organiza partidas, ofreciendo instructores para los novatos. El silencio del ajedrez convive con los pitos de los carros, las voces sueltas, los ruidos que chocan entre sí. Sobre los tableros uno puede ver increíbles transformaciones: un simple obrero o mensajero de droguería se convierte en mariscal, dirigiendo complicadas estrategias. Hombres y mujeres abstraídos por el silencioso avance de las piezas, debajo de las palmeras del parque.
El otro gran edificio es el Paraninfo, vieja construcción republicana que hoy ha sido remodelada. La historia de la poesía, que en ocasiones es también la historia de la locura, recuerda que en esos muros se vivió uno de los primeros actos subversivos del nadaísmo. Fue el 5 de agosto de 1959, durante el Primer Congreso Nacional de Pensamiento Católico, en el que participaban figuras como Otto Morales Benítez y Eduardo Carranza. Cuando los piadosos escritores estaban en plena jornada, tratando asuntos de gran calado espiritual entre la intelectualía y la cristiandad criolla, el poeta Gonzalo Arango, Eduardo Escobar, Amílcar Osorio y Humberto Navarro irrumpieron con bombas fétidas y repartieron entre los asistentes su Manifiesto Antiacadémico, creando una gran zozobra y, de paso, fundando el movimiento revolucionario a través de ese primer acto de desobediencia estética y piadosa que, entre otras, le valió un carcelazo a Gonzalo Arango. Esto lo cuenta Víctor Bustamante en su extraordinaria biografía del nadaísta Darío Lemos, donde queda consignado que fue Alberto Aguirre quien sacó al poeta Arango de la cárcel de La Ladera, detenido por sabotear el congreso católico en nombre del nadaísmo.
Así fue, así es recordado, pero tal vez haya sido el espíritu del lugar el que propició estas ideas a los jóvenes insolentes. Porque este distrito, desde sus orígenes, cuando era conocido como el barrio de Guanteros, tuvo la tradición de ser un lugar aguerrido, desobediente e incómodo. Así lo describe don Tomás Carrasquilla: “El Camellón se fue empatando con una calle que iban haciendo a la buena de Dios, y me tiene usted el principio de Guanteros, de tétrica historia. A mediados de aquel siglo, principiaron los frailes de San Francisco su convento e iglesia, y, a poco, una dama ilustre principió a levantar a sus expensas en local donado por ella misma, el monasterio de las Madres Carmelitas. Levantar convento e iglesia es como tocarle cuerno a la peonada: todos quieren vivir junto a lo grande. Así fue que antes de que los monasterios se terminasen ya estaban casi edificadas, por gentes de pro, la Calle de las Monjas, con todo y su barranca (Palacé hacia el sur hasta el Barrio Colón); la Calle San Roque (Pichincha, desde la plaza de este nombre hasta la de José Félix de Restrepo); y la Calle de la Amargura (Ayacucho, desde una cuadra antes del río hasta la misma plaza)”. Tiempo después, en el año 2000, Jorge Mario Betancur lo describe en estos términos: “Era el barrio de los Guanteros un hervidero de gentes populares. Trabajadores, pequeños comerciantes, artesanos, campesinos, músicos, vagabundos y vividores se fundieron en una masa compleja, que en el día laboraba de sol a sol y en la noche le robaba hasta los últimos destellos a la luna, derrochando placeres alrededor de tiples y damajuanas de aguardiente. En las noches muy pocos se arriesgaron por esos parajes. Si algunos visitaron los famosos bailes de Guanteros, se despidieron antes de que, como era usual, las luces de las decenas de velas chorreadas se esfumaran, por mano conocida, y comenzara el célebre zafarrancho de garrotes y gritos”.
Sigo tomando café en Calienticos y observo, tomo notas, espío.
¿A qué huelen las ciudades y sus gentes? Me lo pregunto con frecuencia. Las urbes están repletas de olores que luego se quedan en la memoria y las definen, y su recordación puede sumirnos en la alegría o en la más profunda tristeza. Pueden incluso ser el inicio de una gran obra. ¿Cuál es el olor de este distrito del Centro? La temperatura es importante. El calor sube el nivel del esmog y parece llevar más lejos los aromas. Los andenes de las calles son estrechos y están poblados de ventas informales. Los fritaderos tienen las cocinas abiertas. Huele a cerdo aceitado, pero también a fruta. Piña y naranja. Los aguacates no huelen a nada, pero sí la guanábana y la chirimoya. Todo convive con las emanaciones de los exhostos. La peluquería unisex deja en la acera un olor a laca, a aerosol y ambientador. La gente suda al caminar y hay un constante intercambio de fragancias. Olor a pino, a desodorantes de menta, a lociones herbales. A algo que recuerda el célebre Menticol, esa colonia a la que le decían “el aire acondicionado del pobre”.
Hay también olores rancios, como de humanidades revueltas.
Más tarde camino por El Palo y voy viendo las casas con esa arquitectura utilitaria de clase media de los años cincuenta: balcones con tubos y cemento, ventanas con marcos de hierro en forma de rectángulo. La mayoría de este sector se gana la vida imprimiendo, haciendo reprografía, copias. Se ven los aparatos de impresión desde la calle, huele a papel de esténcil, a tinta fresca y recién planchada. Las busetas pasan rozando las tapias, van y vienen. Un poco más adelante aparece El Huevo, con su arquitectura de cemento pintado y baldosas. Hay belleza en esa forma de hacer las casas de un modo artesanal, sin idea arquitectónica precisa, siguiendo un patrón, imitando algo visto en alguna lámina. Casas hechas por maestros de obra que saben hacerlas así: con Eternit, esas tejas onduladas de fibrocemento, y baldosas en formaleta brillante de color gris jaspeado. Le doy la vuelta al óvalo y paso por un punto de venta de droga. Una jovencita de quince años, muy bella, está sentada en una moto y alarga las piernas. Su novio entrega las papeletas en la mano y recibe las monedas. La clientela está conformada por otros Robinson Crusoe, hombres y mujeres que comen de las basuras, cuidan carros o simplemente piden limosna en los semáforos. De ahí van al chaflán de la avenida a fumarse su dosis y escapar; por eso llega hasta esas calles un olor dulzón, mezcla de carburante y pasta base.
Busco librerías, como en todos los lugares que visito. Me dicen que había muchas en otra época, pero se han ido retirando. La Anticuaria, por ejemplo. Algo queda en un segundo piso, con ofertas a diez mil pesos. Se llama Librería Plutón y tiene gran parte del fondo de La Anticuaria. Sus dueños son Alonso Bedoya y Dora Inés Toro. Bedoya trabajó dieciocho años en las ventas de libros de saldos con el mítico Mocho Giraldo, más conocido como el “Pablo Escobar de los libros”. Tienen la colección completa de Selecciones del Reader’s Digest en varios tomos, las viejas novelas de Vicki Baum en edición de Bruguera. Libros empolvados y hermosos que son como la última trinchera de ese grandioso negocio. Del otro lado del distrito, sobre la avenida La Playa, está lo que queda del imperio del Mocho: una casa repleta de libros puestos en torres y estanterías. Una cueva que parece también una mazmorra o un túnel. En realidad, una covacha de papel impreso y un hombre en el patio, al fondo, rasgando volúmenes con un tapabocas para venderlos como papel al peso.
En los bajos de las Torres de Bomboná está el teatro Ateneo. La cultura no siempre es subterránea, pero aquí lo parece. Ideas, debates, música. Toda la cuadra es el templo del rock, del punk y la literatura desobediente. Néstor López es el director y cuando voy está por estrenarse una obra de Jacqueline Domínguez. Me regalan la biografía Darío Lemos y un disco de rock paisa de los ochentas y noventas. “Yo vi la ciudad arder” es el himno del Ateneo y, tal vez, la banda sonora de esas calles que rodean el edificio y en la noche se vuelve hogar de la bohemia letrada. Letra herida. Desde el Teatro Matacandelas, más abajo, en cuya cartelera se anuncia La chica que quería ser dios, de Sylvia Plath, hasta La Pascasia, entre Maturín y Bomboná, o la Casa del Tango. Un conglomerado humano que busca su propio rostro en la cultura. Y la pregunta: ¿es todo esto una identidad? Lo tendrán que responder caminando hacia adelante con lo que tienen en sus muros y calles; o tal vez en el anhelo o puede incluso que en su imaginación.