Número 97, junio 2018

La vida erótica de los filósofos
Roberto Palacio
 

Lino sostiene un papiro ante su alumno.Es común suponer que ese algo irreverente y amorfo llamado “progreso” demanda que las nuevas generaciones sean menos morrongas que sus predecesoras en materia sexual. La historia de la filosofía y el sexo, hay que decirlo, arranca con el pie derecho. A los antiguos filósofos griegos no se les hubiera ocurrido la pacatería cristiana de disociar el placer sexual y el saber, que solían aflorar en los mismos momentos e incitados por los mismos objetos. En un diálogo llamado El Critias, Platón pinta a Sócrates en medio de los argumentos desarrollando una erección al observar a través de un pliegue lo que el más bello de los atenienses llevaba entre la túnica. El filósofo y mendigo Diógenes el Cínico, por los mismos tiempos, llevó a cabo una demostración que Pierre Bayle veinte siglos después, con toda la lógica de la escuela de Port Royal no pudo refutar: la mejor manera de liberarse del poder del sexo era practicándolo, motivo por el cual Diógenes solía hacer en el ágora lo que nosotros en la ducha; sacarse el miembro para librarse de los efectos incandescentes del semen. Alguna vez afirmó que ojalá se calmara el hambre frotando la barriga como se calma el deseo frotando el pene, poniendo de manifiesto un tema que llegaría hasta Freud: la compleja relación que hay entre el apetito sexual y el objeto del deseo.

Pero la estupidez humana se resiste a leyes históricas y el progreso a menudo se comporta más como la alarma de un auto, histérica, regresiva, disparando en todas las direcciones, que como una flecha ascendente de reporte trimestral. El caso más patente es el de Agustín de Hipona. Reflexionando siete siglos después de Platón, sintió repudio por la ligereza con la que sus predecesores hablaron de sexo. Fue conocido en la Edad Media por encarnar la experiencia íntima del pecador. A los 26 años se convirtió a la fe católica. Como tantos otros filósofos, su inmersión en la filosofía marcó el fin de la capacidad de mantener relaciones de pareja normales y conducentes.

En medio de los trinos de una revelación racional, comprende que de la caída del hombre deviene toda su lujuria, instaurada en su historia desde el pecado original. ¡Maldito momento accidental, la tentación, la aceptación por parte de Adán que en su condición de debilidad humana saborea la manzana de Eva! Los sueños mojados, los deseos incontrolables, las imágenes sexuales que se nos cruzan sin quererlo son para Agustín como el traslucirse de esta caída en nuestras vidas.

En la Ciudad de Dios sostuvo la ridícula concepción —inspirada según el filósofo colombiano Pablo Arango por actores que había visto en burdeles capaces de cantar por el ano— de que el precio que pagamos por la caída es que no estamos en control de nuestros órganos sexuales. No podemos tener una erección a voluntad, y de la misma manera esta se nos presenta cuando no la deseamos, exponiéndonos a la vergüenza. En el estado de gracia del paraíso, la mente era la que estaba en control y el hombre podía comandar una erección. Así, podía sostener relaciones que no fueran incitadas por el ciego deseo. Adán no sufría de lo que hoy llamaríamos disfunción eréctil. Ciertamente podía levantar su miembro como nosotros levantamos un brazo (Confesiones, libro 14, cap. 16) y en ese orden de ideas, sus erecciones no fueron incitadas por la vista de Eva desnuda ni por su olor (libro 14, cap. 10).

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A diferencia de lo que se pudiera pensar, con el advenimiento de la Ilustración, el sexo no volvió a recuperar del todo su lugar respetado dentro de la filosofía. Kant por ejemplo, ese pequeño erudito que el escritor inglés del siglo XIX Thomas de Quincey llamara una “momia académica llena de pecados”, fue incluso más radical en su repudio del sexo que Agustín. Se inventó una frase para lograr que jamás se nos pare. Dice: “Cada vez que estés frente a una mujer, recuerda que fue una mujer la que te trajo al mundo”. Es decir: cuando ella esté ahí, sobre tu cama, jadeante, capturada solo por la luz, vistiendo apenas un poco de Chanel, en ese preciso momento… piensa en tu madre. Mírala a ella con el rostro de la vieja. No asombra que siguiendo esta “técnica”, en su lecho de muerte Kant confesara no haber tirado jamás, ni haberse masturbado ni haberse visto la pija. Bueno, las dos últimas categorías las añado, aunque no es desatinado pensar que los rígidos preceptos morales del imperativo categórico recomendaran, como el Manual de Urbanidad de Carreño, no mirarse desnudo nunca. De hecho conjeturó que la masturbación era peor que el suicidio: cuando nos quitamos la vida cometemos una falta, que pagamos con la vida; al masturbarnos cometemos la falta y salimos gratificados. En sus diatribas contra el sexo se alcanza a percibir un atisbo del tono del que se burla de una moda con amigos que son cómplices. En ningún otro lugar de su obra hay esa explicitud, esa licencia nacida de la convicción de que criticaba algo desdeñable, pasajero. He acá algo de lo que dice en su conferencia “Acerca de los deberes para con el cuerpo relativos a la inclinación sexual”:
“…cuando una persona se deja utilizar por mor de algún interés como objeto para satisfacer la inclinación sexual de otra, dispone de sí mismo como una cosa, hace de sí mismo una cosa mediante la que otro sacia su apetito, de igual modo que sacia el hambre con un cochinillo asado”.

Valga decir que no todos los ilustrados vieron en el sexo algo tan prosaico como la deglución de un porcino. Voltaire lo concibió como una plataforma para lanzar los dardos emponzoñados de una forma de crítica que no tiene nombre; aquella de insistir que no somos ángeles caídos, que el mundo no es el mejor de los mundos posibles, que la revelación jesuítica era nada más que una forma de locura. Cuando se consulta su Enciclopedia Filosófica bajo la entrada “ignorancia”, se verá que allí Voltaire señala una de las piedras angulares de esa invectiva: las grandes obras de la humanidad no han sido erigidas por dioses, por ángeles o siquiera por buenas intenciones. Han sido monumentos a dos cloacas, el anus y el cunnus. Adriano erigió muros que se perdían en la distancia a la primera de esas cloacas; Troya fue destruida por la segunda.

Íñigo de Vizcaya, o Ignacio de Loyola, cuya vida retrata Voltaire en toda la crudeza de su locura, simplemente tuvo una revelación según la cual si no podía dejar en la mente de sus seguidores el honor que se debía a su culo, debía al menos implantar en su imaginación el respeto que se debía a su santidad. Así, bajo los vapores fustigadores del deseo sexual, fundó la Compañía de Jesús, que cuenta actualmente con dos espaciosas universidades en Bogotá y Medellín.

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El siglo XIX le da aún otro giro a la tuerca con su rechazo explícito a los valores del siglo XVIII. Tómese a Marx. Marx vivió el sexo como un hombre de su tiempo. El sexo era entonces parte de una categoría social que solo se mencionaba en los espacios del desenfreno. Es comprensible cómo H.G. Wells llegara a conjeturar en el siglo XIX que la humanidad terminaría dividida ya no en clases sino en dos grandes hordas, una que vivía en el subsuelo y otra en la superficie. La Europa decimonónica parecía señalar en la dirección de esa profecía. El sexo era propio del subsuelo; para los habitantes de la superficie era el sistema del matrimonio, del tedio. La vida marital era parte de una sociedad benéfica que hacía progresar.

La profanidad del sexo descarnado debía vivirse en los callejones de Londres, en las tabernas en donde se desintegraban las inhibiciones. O en la intimidad de la habitación. Marx, y este dato ha sido elusivo, señalado por algunos y negado por otros, logró dejar preñada a la nana de sus hijos viviendo en un apartamento de cuarenta metros cuadrados. Ya lo dicen los luchadores de su causa: el marxista debe moverse en la sociedad como un pez en el agua. Para preservar el matrimonio, aterrado de lo que el melodrama victoriano pudiera imprimirle a la figura del más puro de los comunistas, se dice que Engels, quien yo pensaba había asistido a Marx solo en sus ediciones y con préstamos irrecuperables, asumió la paternidad del niño sin las pruebas de un reality. No había problema, Frederick Demuth —nombre dado al niño adoptando el apellido de su madre— fue dado a un orfanato para proletarios en donde aprendió el uso de herramientas, siguiendo la tradición de Rousseau según la cual los hijos debían donársele a las instituciones que uno alabara en sus escritos. Rousseau cumplió lo propio como un augurio ya que tuvo cinco hijos con su criada Thérèse Levasseur, los mismos que terminaron en el hospicio de París. Pueden afirmarlo los marxistas a viva voz aún en otro sentido; hay mucho de Rousseau en Marx. Al parecer, había también mucho de Marx en su criada.

Los Estados del siglo XIX, siguiendo el sentido precepto católico de que la vida privada era insoportable precisamente por su privacidad, intentaron llegar al interior de las habitaciones que era el lugar en donde se desenvolvían las verdaderas escenas de ese sexo gótico tan propio del XIX. Recuérdese que Oscar Wilde fue condenado por crímenes de indecencia privada; profanar el culo de otro hombre era un “nono” incluso si se hacía alejado de la vista de los demás. Uno de los textos más olvidados en la historia de la filosofía es el ensayo que escribió el utilitarista Jeremy Bentham, Sobre la pederastia, argumentando que lo peor en el mundo es el dolor evitable. Castigar una acción que en últimas no afecta más que a los involucrados es causar un sufrimiento sin necesidad. La criminalización de la homosexualidad era un exabrupto. En efecto, ¿a quién diablos le importa que dos hombres o dos mujeres se penetren, o acaricien o se juren amor en la intimidad de su habitación? Lo más asombroso es que el ensayo de Bentham, si bien había sido escrito a finales del siglo XVIII o comienzos del XIX, no vio la luz pública hasta 1978 y llegó más o menos 150 años tarde para Wilde a quien por mucho tiempo lo penetraron, acariciaron y juraron amor contra su voluntad en la cárcel de Reading.

Pero lo que alguna vez dijera G. K. Chesterton respecto al liberalismo, que era indudablemente real aunque los liberales fueran un mito, pareciera augurio con los marxistas. Si bien Marx puso el ojo, y otros órganos en la praxis, los marxistas fueron tan disgregados, intonsos y necesitados de aumentar un sistema, que lanzaron al mundo algunas de las estupideces más férreas que no se habían visto desde Agustín de Hipona.

El filósofo marxista Wilhelm Reich, queriendo darle al marxismo un piso más sólido y por cierto más húmedo que la economía, intentó relacionarlo con el sexo. Nuestras desgracias, la enfermedad, la homosexualidad (Reich la incluye como una suerte de degeneración) eran producto del orden corrupto y corruptor del capitalismo. El problema es que el sistema, como un pulgón en la almohada, nos priva de nuestra esencial energía sexual u “orgón”, como la llamó. No se trataba de una metáfora; Reich creía que el orgón era tan real que expedía una coloración azul y de hecho le presentó la idea a Einstein para que lo estudiara como una fuerza de la naturaleza. Einstein dijo que no tenía ni culo de idea de qué hablaba Reich, y que por cierto con la gravedad ya tenía. Pero claro, si uno se masturba en la oscuridad podrá ver un aura de añil que sale de la mano y el miembro, solo que nunca lo observamos por estar distraídos masturbándonos. A pesar del absurdo, Reich no abandonó su rara metafísica. Como en la película de Woody Allen, Sleeper, construyó casetas para que la gente recargara su orgón. Quién sabe de dónde diablos sacaba la dichosa energía renovable (¿alguien muy deseoso al otro lado de la línea? ¿El mismo Reich masturbándose?). El caso es que era una panacea que se proyectaba al futuro. En el paraíso comunista, los camaradas Adan y Eva no tendrían problema para que el martillito del asalariado transformara materialmente la hoz de la asalariada. Serian puros, impolutos y sexuales, tal como se imaginaba dieciséis siglos antes Agustín el Jardín del Edén.

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En tiempos más recientes… ¿qué decir? La filosofía, al igual que en la Ilustración, cuando ya era lícito hablar de sexo, simplemente no lo ha hecho. O no lo suficiente. Algunas incursiones valientes han alejado su mirada ahora sobreespecializada de los problemas técnicos para volver a centrarla en los temas vitales. Foucault, con el método genealógico de Nietzsche revivió el tema para la contemporaneidad. Mi mirada favorita desde los sesenta, sin embargo es una menos conocida: la de Thomas Nagel que se dio a la tarea de examinar qué diablos era lo que se entendía por perversión sexual, un concepto endiabladamente difícil de definir y que no se había tocado desde Tomás de Aquino, quien había definido la perversión como todo acto que no fuese conducente a la reproducción. Si bien el concepto aún pervive en Colombia mantenido vivo por el uribismo, con el advenimiento de las naranjas de Monsanto pareció perder toda vitalidad a precio de tener que declarar que sus semillas estériles eran perversas.

Trazar líneas imaginarias será siempre una de las tareas de los filósofos, y cerrar círculos y torcer pensamientos como vigas y acostar alguna verdad para interrogarla. Tiesos y arrevesados tienen mucho que decirnos sobre método, imaginación y rigor. La vida erótica de los filósofos como lectura estimulante. UC

La vida erótica delos filósofos. 
La vida erótica de los filósofos

Roberto Palacio F.
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