El éxito que tenía Súper Conciertos JIV Limitada había llegado al punto de manejar dos emisoras, una columna en uno de los diarios más reconocidos del país y tener a todos los grupos locales a su favor. Después del histórico concierto de Argus, Raúl Velásquez tuvo la idea que marcaría la historia tanto para ellos como para el rock paisa en general. Raúl, Jairo Álvarez, Carlos Alberto Acosta y Vicky Trujillo comenzaron a idearse el concierto La Batalla de las Bandas.
La idea inicial era tratar de abarcar todos los grupos locales y géneros posibles para promocionarlos y posicionarlos, pues se miraba mucho hacia el ámbito internacional pero no se tomaban en serio los grupos locales. Un gran concierto que uniera a los rockeros en la Plaza de Toros La Macarena, lugar que ya tenían como referente.
“Empezamos el proceso, comenzamos a hablar de eso en el programa de radio y aparecieron muchas bandas interesadas en participar”, recuerda Jairo Álvarez. “Nos dimos a la tarea de ir a visitar todas las zonas donde ensayaban, todos los barrios donde estaban las bandas para seleccionar las que iban a participar”.
Jairo y Vicky eran los encargados de las audiciones y de calificarlos. Un día, cuando ya estaban seleccionadas la mayoría de las bandas, apareció un grupo de punkeros que se sentían relegados. Raúl Velásquez, como representante del evento, luego de hablar con ellos les dio la razón, por lo que abrió dos espacios más de los que tenía planeados.
Jairo Álvarez, quien fue el primer vocalista y mánager de Kraken, así lo recuerda: “Kraken era como el gran referente en ese momento y la mitad de los rockeros los adoraban y la mitad los odiaban, entonces se creó un ambiente muy curioso alrededor de La Batalla porque más allá de una manifestación cultural era una manifestación social. Había muchas bandas de punk, de metal, de hardcore, y que al final fueron seleccionadas, luego de más o menos seis meses de preparación y selección, les escogimos salas de ensayos donde les dimos instrumentos un poco más adecuados para que pudieran practicar y tener una mejor calidad a la hora de la presentación”.
Era la primera vez que se vinculaba un medio de comunicación como copatrocinador de un evento de rock. El periódico El Mundo fue, además de algunas empresas privadas, el que impulsó la realización del concierto. Era una apuesta segura, por lo que dineros privados y algunos personajes políticos se mostraron interesados en colaborar en algo realizado para los jóvenes. Así lo recuerda Carlos Alberto Acosta: “Esos personajes políticos salieron muy aburridos porque casi los linchan apenas se montaron al escenario y comenzaron a hablar. La verdad es que los odios entre los distintos géneros musicales, sobre todo los más radicales como los metaleros y los punkeros, hacia otros géneros como el rock heavy, el rock estándar y el pop, eran muy fuertes, entonces ahí no hubo ninguna convivencia. Fue una real batalla entre los seguidores de unos géneros tratando de matar a los otros”.
Como organizadores, el hecho de haberle puesto La Batalla de las Bandas a un evento que pretendía fomentar la convivencia sí les llamó la atención, al punto de querer cambiarlo días antes del evento por Encuentro de Bandas. Era demasiado tarde, la mayoría de la publicidad ya estaba impresa.
El mito decía que el concierto se iba a acabar cuando tocara Spol o cuando tocara Kraken, que eran los grupos “caspa”, los que la mayoría de la gente de los barrios populares no quería escuchar.
El cartel
Fueron ocho agrupaciones en total, y la dinámica del concierto era generar una votación para que las bandas más populares entre dos categorías, expertos y novatos, ganaran un disco. Además, se esperaba sacar un videoclip de los grupos ganadores y un registro completo del concierto para ser transmitido en televisión nacional.
El orden pretendido para esa tarde era Spol, Glostergladiattor, Danger, Mierda, Excalibur, Parabellum, Lasser y Kraken.
A diferencia de Ancón, los pormenores técnicos ya estaban listos: una tarima de dieciséis por ocho metros, cincuenta personas de logística controladas por Javier Betancourt, quien había trabajado anteriormente con Alice Cooper. La boleta se podía comprar en el almacén de JIV Limitada y en otros seis puntos de la ciudad. Todo estaba listo para aquel sábado 23 de marzo de 1985, el día de La Batalla de las Bandas.
Primeras horas
Como si de un presagio se tratara, la temperatura en Medellín aquel sábado estaba en uno de sus puntos más altos. Treinta grados acompañaban a la ciudad en aquellos tiempos sin fenómeno de El Niño. Mientras las personas del común buscaban la sombra y se abanicaban con lo que tuvieran a la mano, los jóvenes rockeros aguantaban el sol mientras hacían la fila afuera de la Plaza de Toros La Macarena.
Algunos, como en Argus, llegaban ebrios a la requisa antes de entrar, pues si el policía les detectaba la bota o el litro de cualquier licor lo vaciaba en un considerado río de vicios. El capitán Acevedo se aseguró de que toda persona que pasara al recinto fuera requisada hasta en las partes más íntimas con el fin de buscar productos non sanctos, tal como lo relató el periódico El Mundo que reseñó el concierto días después en el artículo “Una expresión de libertad… ¡vigilada!”: “En aprietos se vieron los uniformados para revisar todos los bolsillos y los bolsillitos, todas las billeteras y todas las mochilas de todos los rockeros asistentes. En un rincón de cada entrada empezó a crecer el cúmulo de periódicos, cadenas, navajas, botellas, chapas, al lado de una que otra bola de marihuana. La muchachada solo esperaba cumplir con la humillante requisa para correr desenfrenada hacia las graderías, y regresar más rápido a buscar la arena de la plaza, porque era allí que se vivía la vida. Los más ‘serios’ se quedaron en los tendidos, disfrutando el espectáculo con el vino que llevaron en una bolsa plástica, o en una bota que no les decomisaron porque le repitieron cincuenta veces al agente, en la puerta, ‘somos una parejita sana’. En el ruedo, centenares de jóvenes se jugaban la vida, como toreros. Le hacían el quite a la rutina, agarraban a estocadas los convencionalismos y entraban a matar todo lo que estorbara su libertad. Otras veces parecían gladiadores venidos de otros circos y otras Romas, semivestidos, pletóricos de taches y de hebillas y de colores. (…) Y al final de cada intervención, miles de manos alzándose hacia el cielo, coronadas con una ve y ambientadas con gritos como descargas de infernales artillerías. Por no hablar de las bandas. Alguien imitaba a alguien en el fervor y en la mística del rito-rockero-musical-vital”.
Con el ambiente pesado y los nervios del primer gran concierto, Spol se apoderó de sus instrumentos y se encargó de abrir el concierto. Los altoparlantes, hasta ese momento utilizados para dar indicaciones, se llenaron de un rock suave que levantó nuevamente las silbatinas. Era un público difícil, y al notar que la primera canción del grupo no sería la estridencia que fueron a escuchar, comenzaron a volar las primeras piedras y cúmulos de arena.
Más que una presentación musical lo de Spol fue un acto circense, pues la gran atracción fue ver a su cantante tratar de cantar mientras se defendía de los objetos voladores. El acto duró una canción, precisamente hasta que una pedrada en el ojo le avisó al vocalista que debía bajarse de allí, en medio del abucheo y el grito generalizado: “¡Caspa, caspa, caspa!”.
El segundo en escena fue Glostergladiattor, que usó las palabras mágicas para que el público comenzara a bailar: “Sigue el metal”. No importó el ritmo sincopado, la arritmia musical ni la estridencia, el público por fin estaba feliz. El vocalista no paraba de alentar con frases como “el heavy es la solución” y “que seamos polvo”. Algo de poder tuvieron sus frases, pues el polvo tomó vida propia y la arena de la Plaza se volvió una nube que tapó a todo el público de abajo.
“Hubo muchísimo calor, y cuando la gente empezó a brincar se levantó un arenero de tal magnitud que la gente no veía el escenario, y nosotros desde la tarima no veíamos la arena, del polvero que había”, recuerda Jairo Álvarez. “Tocó llamar a los soldados para que mojaran la arena, y la gente aprovechó para mojarse, se volvió una gran fiesta, pero mientras se armó todo ese desorden siguió el concierto y el caos no se hizo esperar”.
Danger se encargó de volver a caldear la plaza. Aunque el sonido era malo, y la voz del grupo se escuchaba gangosa, un cover de Judas Priest hizo delirar al público, al punto de que uno de los aficionados se subió a darle un abrazo al cantante. “Gracias Medellín por ponerle sangre”, gritó el líder de la banda, despidiéndose, sin imaginar lo que se vendría unos cuantos minutos después.
El error clave estuvo en el momento en que se le permitió subir al escenario a un grupo llamado Mierda, cuyo propósito, según ellos mismos, no era ni el amor, ni la armonía, ni la belleza. Representante del ultra metal, el vocalista subió maquillado con sangre e incitando a la gente a insultar, a ser irreverentes y a no dejar nada en pie. “Crucificadme” y “Satanás está entre nosotros” fueron algunas de las frases que desde el micrófono tentaron a la suerte.
El ambiente se volvió tan tenso que tras la presentación de Mierda hubo un receso no programado. Mientras algunos se abrazaban, otros trataban de limpiarse la polvareda, buscar a los amigos e hidratarse, pues la temperatura seguía por las nubes.
Excalibur, aunque era metal, pecaba por no ser del grupo ultra metal. Tal y como le pasó a Spol, fueron apedreados una vez se subieron al escenario, por lo que decidieron bajar sin dar todo su potencial. Una parte del escenario ya había sido reventado, lo que auguró que la presentación de Kraken, el verdadero “florero de Llorente”, sería una catástrofe. Sin embargo, antes del grupo de Elkin Ramírez se debía presentar Lasser, y antes de estos dos el turno era para el grupo más esperado por el público. No había terminado Excalibur y ya se oía el grito generalizado de “Parabellum, Parabellum”.
La visión de Parabellum
Aunque Ramón Restrepo, vocalista de Parabellum, sabía que ellos representaban el género musical del ultra metal, hoy día cree que en la presentación de ese día hicieron lo que tenían que hacer.
Estaban tras bastidores, y ya había llegado el rumor al camerino de que el ambiente afuera estaba pesado. Tal situación no les era indiferente ni extraña, pues el público que asistió a La Batalla de las Bandas ese día era su público habitual.
Sus letras eran fuertes, pero no creyeron nunca que fueran un detonante incitador para acabar con el concierto. Querían hablar sobre la lucha contra el comercio musical, contra la música caspa, vendida al mejor postor, contra aquellos que para ellos no hacían nada significativo con las canciones que creaban, pero eran las letras de sus canciones, era la forma con la que interactuaban con su público, era su filosofía de vida.
“Parabellum, en esas épocas, confrontando lo que era la religión, la política, la misma existencia, la guerra y el comercio musical, hizo que la gente entendiera y se saciara hasta un punto máximo. Quedaron a gusto, al punto que no querían escuchar más. Después de que la banda tocó la gente no quería más concierto, ya no necesitaban más sonidos en sus oídos, se generó un caos. Además, luego venían unas bandas que en ese momento, por el pensamiento radical de la gente, no eran aceptables, porque los consideraban muy comerciales. Bandas locales, bandas nuestras, que en esa época eran consideradas caspas y que ahora son respetadas y se reconocen como parte de la historia de nuestra música, pero en ese momento no lo eran. Se supone que nosotros ganamos La Batalla de la Bandas y merecíamos el disco. Igual el sentido no era ese, el propósito no era ganarnos esa grabación, al fin y al cabo el ultra metal o el metal de esa época era muy underground; preferíamos hacer las cosas por nuestros propios medios encima de que nos la regalaran, aunque si nos la daban tampoco la íbamos a rechazar”, cuenta Restrepo recordando ese día de tarima.
Parabellum se montó al escenario gritando que había llegado el metal, que se prepararan todos para la presentación más impactante de la tarde. Hasta los policías dejaron de bostezar para ponerse alerta tanto con el grupo como con aquellos que desde la arena comenzaban a tirar guijarros a los de las graderías que, se suponía, eran los que no querían estar en el alboroto.
El público enardecía, y las paredes maltratadas a lo largo del día ya se habían astillado. La pared del escenario era negra, de cuatro metros de alto y con los cantantes de Parabellum en su cúspide, lo que no fue obstáculo para uno de los asistentes que, ayudado por otro, escaló con el único fin de abrazar a Ramón.
Ricardo Aricapa, en su crónica “Rock y Anarquía”, así lo reseñó: “Subterráneo, como herido de muerte, surge de las esquinas de los barrios populares de Medellín ese grito hondo y desgarrado del cantante del grupo Parabellum; un alarido como el de un degollado que se riega airoso y contagioso por la plaza estremeciendo cuerpos y levantando polvareda, a pesar de los bomberos, que con sus mangueras no pudieron sofocar del todo ese incendio juvenil”.
Faltaban por tocar Lasser y Kraken, pero como Parabellum era el último grupo representante del ultra metal, para algunos, el concierto había terminado.
“Y llegó Lasser. Ahora los ánimos tenían el mismo volumen de los altoparlantes. En los tendidos seguía el entusiasmo, pero dosificado, la gente en general tiraba juicio. Buena parte de los de la arena ya andaban volando. Y volando bajo”, escribió Aricapa ese 1985.
Lasser tuvo la misma suerte que Excalibur y Spol, pues lo poco que estuvo en tarima fue para luchar por su vida. Las piedritas comenzaron a volar por todo lado con mayor frecuencia, y la tarima, con los golpes en la pared que la sostenía, ya no era un lugar seguro.
Juan Fernando Trujillo había decidido desde el principio del concierto ir al balcón, pues no era allegado al metal ni al ultra metal. Necesitaba un espacio sin congestión y donde pudiera ver el fenómeno tranquilamente: gente en la arena bailando, corriendo, pogueando y gritando cualquier cantidad de cosas a los que estaban cerca de él.
Ya se habían tirado diferentes tipos de objetos desde abajo hacia las gradas, pero quizás el primer gran motivo de la guerra que se formaría fue un baile de una persona en las graderías. La gente lo recuerda de muchas maneras: que fue un tipo que empezó a bailar de forma homosexual, que los de las gradas comenzaron a gritarle cosas a los que estaban tirando cosas, que nadie bailó nada, que todo empezó con Spol, que todo empezó con Lasser. En todo caso, Juan Fernando Trujillo asegura haber estado diagonal a la mujer de pañoleta roja que empezó a bailar con pasos de Jhon Travolta. En las tribunas, desentendidos del concierto, comenzaron a animar a la mujer, hasta que el alboroto fue tal que los que estaban en la arena se dieron cuenta, y le lanzaron a aquella mujer de pañoleta todo lo que tuvieron al alcance: chitos, papitas, guijarros, arena y bolsas llenas de quien sabe qué cosas.
Como es natural, las personas de arriba comenzaron a responder, y el evento perdió el poco sentido que le quedaba. Cada uno de los involucrados en la guerra comenzó a despicar piedras de las estructuras con las botas y las comenzaron a tirar. Los dos hombres que manejaban el sonido se tuvieron que refugiar en los tornamesas mientras se cubrían con los bafles y las telas negras del escenario.
Ricardo Aricapa terminó su reseña así: “Era una verbena robada a esta ciudad voraz donde ya no quedan resquicios para los sueños, la que sin embargo no se aprovechó plenamente porque lo que se había anunciado como un grito de libertad de las bandas y de los súbditos del rock de Medellín; lo que se esperaba que fuera una batalla fraternal entre metaleros, terminó en una batalla de guijarros entre el público. Y fue así como el altar del rock fue profanado por esa minoría sin dirección que parece empeñada en masacrar todos los valores; por esa franja marginal de la cultura urbana que el sábado asistió masivamente a La Macarena. Confieso que sentí temor por mi vida cuando el ruedo y las tribunas se desocuparon en estampida; cuando ya había varios heridos. Fueron diez minutos mudos en los que cualquier cosa pudo haber pasado en La Macarena. La gente pedía música y paz, pero los vándalos hacían la guerra. Todos queríamos que el concierto siguiera, pero no había por dónde porque se había desatado una situación absurda que ya no tenía reversa. En esas estábamos cuando llegó la policía, que bolillo en mano desocupó la plaza en cinco minutos. En el tráfago de la salida precipitada, pude ver otra vez al joven de la foto. Iba más trabado y ausente, sin darse cuenta de que en el fondo del callejón sin salida en el que se encuentra él y esa juventud que no quiere ver perjudicada está la policía esperando”.
El capitán Acevedo y sus 48 hombres se adentraron a la gradería donde estaba Juan Fernando Trujillo y la chica de la pañoleta. Mientras unos iban de manera pacífica a calmar el alboroto, otros, con bolillo en mano, aumentaron la tensión.
La mayoría de esos catorce mil asistentes habían salido de la Plaza de Toros en los diez minutos posteriores al suceso. Los cuerpos descompuestos, empolvados, con ropas desgarradas y botas raídas, en su mayoría, buscaban una forma de regresar a su hogar, mientras otros se dedicaban a seguir la pelea y esparcirla por todo el barrio El Naranjal. Tanto fue así que la mujer de la pañoleta roja tuvo que salir corriendo del lugar y montarse al primer bus que pasó por el lugar. Todos vieron partir a aquella mujer en un Floresta San Juan, mientras dejaba atrás todo el caos que, en parte, había provocado.
Muchos, como Juan Fernando, se quedaron en los alrededores de la Plaza por el resto de la tarde. Desprogramados, silenciosos, aletargados, pensativos con lo que había sucedido allí adentro, una parte de ellos quería terminar el concierto, aunque esa opción ya era más que imposible.
¿Y Kraken?
En el camerino aún permanecían Vicky Trujillo, Raúl Velásquez, Carlos Alberto Acosta y Jairo Álvarez, quienes despacharon a los músicos y les ofrecieron disculpas anticipadas a los miembros de Kraken.
Hugo Restrepo, de Kraken, todavía recuerda ese tiempo en el camerino: “No logramos tocar en La Batalla de las Bandas porque todo se terminó antes con el tipo de desorden público que hubo, entonces Kraken no se pudo presentar. No nos vimos en peligro, porque estábamos atrás en el camerino. No fue porque estaban en peligro nuestras vidas, sino que la gente, el público, se estaba agrediendo entre ellos. No siento que hubiera una resistencia a Kraken, lo que se detectó es que fueron riñas personales: la gente que estaba en las tribunas empezó a agredir o a hacer cosas que disgustaron a los de abajo, pero no había una rencilla con ningún grupo. Rencilla después, en un concierto en el teatro al aire libre Carlos Vieco, ahí sí fue una rencilla. Esa del Carlos Vieco fue una experiencia muy negativa, mucha gente salió muy malherida, el concierto no se pudo terminar, fue un fracaso para la banda tener que terminar así, escoltados y todo”.
La Batalla de las Bandas se convirtió en una expresión violenta, pues ya había un problema social más grande. Lastimosamente, toda esa música pesada se filtró ahí en el mundo del sicariato, lo que volvió a la época en sí misma un periodo muy oscuro.
Luis Grisales, quien también asistió al evento, aún no es capaz de hacerse una idea de la lógica que tuvo la gente para ocasionar tal grado de destrucción. “En ese instante me di cuenta de algo muy triste, que en realidad la ciudad estaba pasando por un momento muy crítico, un momento de violencia, que uno no lo tiene en la cabeza. ¿Hasta dónde una masa es capaz de agredir a otra? Era un despertar, era ver que las masas eran, y son, idiotas. Si a mí no me gustaba una banda me iba para otro lado o la escuchaba a ver si ahora sí me gustaba, pero yo no tenía esa dimensión, el querer agredir a alguien por música. Con el tiempo es que uno aprende que hay unos problemas de fondo, como se viven ahora esos problemas con las barras futboleras que es algo que no tiene que ver con el fenómeno del fútbol. Si el parqués fuera deporte nacional también nos daríamos bofetadas por el color de las fichas”.
Los reclamos por parte de los contradictores del rock no se hicieron esperar, y, como lo dice Carlos Alberto Acosta, al día siguiente de La Batalla de las Bandas se sabía que se tenía que empezar de ceros. “A partir de eso todo se fue para atrás: ya la Plaza de Toros no la querían prestar, los medios no querían saber nada de rock y los enemigos del género se aprovecharon de eso para difundir más eso de que el rock era satánico, que el rock era promotor del vicio, y lo escribían desde las secciones editoriales. Todos se vinieron encima de La Batalla de las Bandas, y el golpe fue duro”.
El golpe se podía notar desde las mismas reseñas al concierto. Una vez más el texto Rock y Anarquía, de Aricapa, mostró lo que se le vendría encima al género musical más adelante: “Cuando el reportero gráfico de El Mundo se acercó a fotografiar la escena de un muchacho desmayado por exceso de rock y estupefacientes en pleno ruedo de la plaza de toros La Macarena, en el paroxismo de la efervescencia que vivió el sábado la juventud rockera de Medellín, uno de los dos jóvenes que, tan trabados como su compañero caído trataban inútilmente de ayudarlo, enfrentó sin alientos al reportero y con una voz droga y cansada le pidió el favor de que no tomara la foto porque con ella iba a perjudicar la juventud. En su ensueño artificial el jovencito por lo menos logró captar que semejante foto iba a ser el más triste testimonio de una generación extraviada a la cual está atado por manoplas de cuero negro y correas anchas tachonadas con estoperoles; una juventud que se resquebraja en un nihilismo sin brújula; al ritmo metálico del rock y en plácida traba de metacualona, la cocaína de los pobres, porque el rock en Medellín se bajó de clase social y anda regado como una epidemia por los barrios populares de la ciudad. Por eso, los que tuvimos el privilegio de asistir el sábado a La Macarena para ver lo que hace la juventud más atravesada de Medellín cuando tiene un espacio físico para su ritual de rock y droga, vimos en esas miradas hundidas y en esos atuendos insólitos la avidez de la pobreza. Y bajo esos maquillajes estrafalarios vimos también las muchachas más lindas de Medellín danzando sin uno en pleno ruedo”.
El problema del radicalismo se agravaría posteriormente, pues el odio que había hacia Kraken por una parte del público sabotearía un par de eventos más en los años posteriores. El radicalismo llegaría a su punto máximo y su caída en los años noventa, cuando la apertura económica y la llegada de mayor oferta musical volverían absurdo el hecho de pelear por gustos musicales.
Como ocurrió con Ancón, luego de La Batalla de las Bandas se vino una época oscura donde tímidamente los grupos volverían a sus zonas de confort: parches pequeños, notas con amigos, cada uno dedicado a lo suyo y los conciertos de garaje que serían pieza clave para el resurgir del género en los noventa.