Número 83, febrero 2017

Las campanas de La Candelaria cedieron
su supremacía. Los telares sonaban todo el
tiempo y el Edificio Fabricato se convirtió en el
“rascacielos”. Era el acuario del momento y su
vitrina merecía el peregrinaje. Pero la caja del
ascensor marcó su historia. Un crimen entre otros
oficios varios. Mitos, sudor y sangre.
 

Fotografía: Archivo BPP

Arquitectura del Crimen
Alfonso Buitrago Londoño. Fotografías: Archivo BPP y Juan Fernando Ospina
 

Las calles tenían que seguir ampliándose. La ambición y el capital disponible para invertir de la Medellín industrial de los años cuarenta del siglo pasado parecían desbordados y demandaban una palabra que pasaría a formar parte del habla popular: ensanche. A partir de 1940, de alguna manera a todos “nos llevó el ensanche”, pero en particular a muchas casas del siglo XIX y principios del XX que reposaban en el Centro, adormiladas sobre el curso de la futura avalancha. Casas que “estorbaban” al paso arrollador del progreso —“hombre- estorbo” llamaba Ricardo Olano a quien osaba salir en defensa de una que otra muestra de lo que pudiera considerarse un patrimonio digno de conservar para las generaciones venideras—.

Ese año de 1940 la ciudad inauguró el Hotel Nutibara, moderno y sofisticado para la época, a la altura de los anhelos de estrellato de la elite local. Diseñado por Paul Revere Williams, un arquitecto californiano con glamur hollywoodense, es quizás el edificio que mejor marca el inicio del cambio de decorado y de un nuevo look ensanchao para paisaje urbano de la ciudad.

Por su parte, a Ricardo Olano, prominente líder de la Sociedad de Mejoras Públicas (SMP), le parecía inconcebible que una ciudad tan importante como Medellín no tuviera una vía amplia, arborizada y con andenes espaciosos, que condujera a visitantes y turistas desde la estación del ferrocarril hasta las joyas arquitectónicas del momento: el Hotel Europa y el Teatro Junín.

Así pues, con la ampliación de la carrera Junín a partir de 1942, una especie de Milla de Oro de la época y la primera promovida por la SMP —proyectada desde la avenida La Playa hasta la avenida San Juan— comienza el relato de un edificio que marcaría la historia de la ciudad y que más tarde quedaría tatuada de forma trágica y en diminutivo en el imaginario citadino.

El edificio Fabricato, construido hace setenta años en la esquina de la carrera Junín con calle Boyacá, justo en la trastienda de la iglesia de La Candelaria, sería el símbolo del esplendor textilero de la región hasta los años setenta —cuando se levantó el edificio Coltejer— y casi veinte años después de construido se convertiría en el escenario de un crimen horrendo con visos de thriller sentimental, que involucró a dos humildes trabajadores, atrapados en el reluciente casco de la edificación.

Desde el “tenebroso y sangriento” crimen del Aguacatal, cometido el 2 de septiembre de 1873, Medellín no tenía una historia criminal que acaparara tanto su imaginación. Por primera vez dos obreros, empleados rasos de una fábrica, se robaban las luces, las grabadoras y las primeras páginas de la película industrial de la Medellín de finales de los años sesenta.

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“Todos estos edificios que hay en este sector, La Bastilla, La Naviera, el Bemogú, lo mismo que todos los de la zona bancaria, de los cuarenta e inicios de los cincuenta, tienen que ver con la ampliación de calles”, dice Luis Fernando González, arquitecto constructor y docente de la Universidad Nacional, mientras almuerza en el restaurante El mirador gourmet, ubicado en la terraza del edificio Fabricato.

La emoción que siente Luis Fernando al hablar y contemplar desde lo alto esos edificios que rodean el Parque de Berrío es similar a la de un adolescente nerd en un museo de ciencia y tecnología. Una emoción rejuvenecedora, como si él mismo se sintiera un Ignacio Vieira —arquitecto de La Naviera, Bemogú, La Bastilla, entre otros— o un Federico Blodek —arquitecto de los edificios de Fabricato, Banco de Colombia y Suramericana— en esos años cuarenta, cuando las condiciones conceptuales y constructivas estuvieron dadas para transgredir el límite impuesto por las cúpulas de las iglesias.

Fotografía: Juan Fernando Ospina El edificio Fabricato, cómo no, sería el más alto en su momento. Dejaría a sus pies, como a una niña cogida de la mano, a la iglesia de La Candelaria, y se igualaría en pundonor con el Teatro Junín. “Valorización de lotes más ensanche de vías, igual edificios en altura. Esa formulita se aplicó en los cuarenta y empezó a formar el nuevo paisaje del Centro de Medellín. Esa formulita traía la condición de progreso, Olano hacía las cuentas de lo que se invertía por metro cuadrado y de las ganancias. Progreso era plata y también una arquitectura moderna, que significaba edificios en altura y solo se hacen en los cuarenta cuando entró el concreto armado”, agrega González, cada vez más práctico y reflexivo.

“Sereno, estricto. Transparente. Alejado del ruido. Arquitecto de pocas palabras… de estatura mediana. El movimiento de sus manos y su andar, pausados. Precisos, sus gestos y palabras. Sus ojos… son claros. Su cabello blanco”, así describe la periodista Margaritainés Restrepo a Federico Blodek en un libro dedicado a su obra. Este arquitecto austríaco, nacido en Viena en 1905, responsable de concebir el edificio Fabricato como la caja de una gran planta eléctrica, aportó su visión de la arquitectura y sus construcciones a ese estilo ecléctico, a manera
de salpicón tropical, que abunda en Medellín. “El esplendor de la arquitectura moderna austríaca se manifiesta en Medellín a través de la obra del arquitecto en numerosos proyectos de edificios de apartamentos y oficinas en el centro de la ciudad”, dice Mercedes Vélez White en Arquitectura contemporánea en Medellín. Con Blodek se afianza la entrada de un modernismo que bebía de múltiples influencias.

El profesor González aclara las particularidades: “En la arquitectura llamada moderna cabe todo. Cuando uno habla de moderno, ¿habla de funcionalista, expresionista, racionalista? Blodek había bebido de todo ese modernismo. En Medellín hace parte de una arquitectura que no es racionalista, una transición entre modernista y los inicios del funcionalismo en la ciudad, no es la simplificación extrema, porque hay elementos redondeados, del Expresionismo alemán, por eso el edificio de La Naviera es redondeado, como una proa, es una modernidad temprana, toda la modernidad no es racionalista, no es funcionalista, bebe del art nouveau y el art déco franceses, el Style belga y holandés, la Secesión vienesa, la Bauhaus y el Expresionismo alemanes”.

Sobre la ampliada y valorizada Junín se sembraron los cimientos de ese modernismo y lentamente se convirtió en ese “rendez-vous de lo más elegante de la sociedad de Medellín”, como dice Pedro Rodríguez Mira en su Significado histórico del nombre de algunas calles y carreras de la ciudad de Medellín.

Fue en esa “milla” de vitrinas lujosas y fachadas de piedra bogotana con destellos dorados que el domingo 13 de octubre de 1968, en la entrada del edificio Fabricato, el portero y encargado de oficios varios Abel Antonio Saldarriaga Posada, de 36 años y conocido como Posadita, vio por última vez con vida a la ascensorista Ana Agudelo Ramírez, de 23 años de edad.

Fotografía: Juan Fernando Ospina La cabeza putrefacta y partes del cuerpo descuartizado de Anita, como le decían sus compañeros de trabajo, fueron encontradas doce días después escondidas en el buitrón y el ducto de ventilación del edificio y en el techo de un local contiguo. “De las cien partes en que teóricamente dividieron los médicos legistas el cuerpo de la víctima, solo fueron halladas 81, pues algunas porciones fueron posiblemente arrojadas por los inodoros, o sacadas del edificio”, escribió el cronista judicial Alfonso Upegui, Don Upo, en El Colombiano, en 1971.

En la primavera eterna del 68, de las nobles entrañas de un edificio emblemático, brotó un reguero de sangre. “El crimen ocurrió en un momento en que Fabricato era la textilera más importante, patrimonio de los antioqueños. Era el rascacielos de la ciudad, el más elegante, en su vitrina se mostraba la moda del momento. Todo eso hizo que un crimen así generara mucha conmoción y curiosidad, y con el paso del tiempo se fue convirtiendo en leyenda. Todavía hoy nos preguntamos cómo inauguró un periodismo judicial, una noción nuestra de los crímenes. Después vendrían las masacres terribles de los narcotraficantes y los paramilitares. Este crimen fue inaugural de muchas cosas que pasaron después con la criminalidad en Medellín”, dice Luz Ofelia Jaramillo, periodista y autora de El caso Posadita: un crimen contado dos veces, en una entrevista para el periódico Centrópolis.

Los despojos de Anita reposan en el cementerio de San Pedro, y de Abel Antonio, cumplida su condena hace ya varias décadas, dicen que pasa los días de sus 85 años, casi ciego, sentado en una banca de un parque de un barrio popular. Una imagen inquietante que serviría como escena de apertura de una película que esconde más de un crimen y la duda terca de una conspiración de clase para inculpar a un inocente pobre. Una película como la que el director Víctor Gaviria quiso hacer.

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Al mediodía de un día cualquiera de semana, horas en las que está abierto el restaurante de la terraza, uno puede encontrarse en la entrada del edificio sobre la calle Boyacá a David Gutiérrez Rojas, con uniforme azul, de pelo cano, piel blanca tostada por el sol y el rostro afable de campesino nacido en Santa Elena. Durante 35 años fue el vigilante en el turno de la noche y desde 2012 es el encargado de oficios varios. El heredero de la estela dejada por Posadita.

Desde las siete de la mañana trapea los pisos y sacude los tres ascensores Westinghouse, ahora automáticos, pero que conservan el forro de los vestíbulos en mármol rojo del levante italiano. En el primero era donde Anita subía y bajaba la gracia y dulzura que decían que tenía, desde donde transportaba las ilusiones de sus pretendientes —porque Posadita no fue el único que se quedó atrapado en ese ascensor llamado deseo—.

Luego David limpia los zócalos y las instalaciones de las escaleras en mármol de Carrara y los baños forrados en vitrolite importado de Inglaterra, que todavía cuentan con algunos inodoros de pedestal y lavamanos blancos originales de marca Standar, “de procedencia extranjera”, como se lee en el reglamento de propiedad horizontal y que emocionan a Luis Fernando González cuando recorre los pisos después de terminar su almuerzo.

Fotografía: Juan Fernando OspinaUn edificio con una estructura en concreto reforzado diseñado con normas y códigos internacionales; con materiales y acabados resistentes al fuego; puertas, ventanas, chapas y cerrojos de primera calidad; con chut de basura y de correo y un sistema de ventilación con extractores en varios pisos. Las condiciones conceptuales y constructivas estaban dadas para que Medellín contara la historia de su primer gran crimen moderno. Arquitectura al servicio de una leyenda.

“Esto era arquitectura de calidad, tiene setenta años y se conserva original, con halls amplios en cada piso, cielorrasos con iluminación indirecta y luz natural que entra a través de los ventanales del cubo de las escaleras, carpintería metálica importada, decoración en las formas y en los materiales”, dice Luis Fernando y se adentra por un pasillo hasta un ventanal de aluminio y vidrio —también de “procedencia extranjera”— para enseñarme el mecanismo de cierre y apertura con bisagras corredizas que nos lanza como en un viaje en el tiempo.

Hasta aquellos años en que portero y ascensoristas vestían uniformes con quepis, delantales y guantes blancos, cuando en la vitrina afuera de la entrada principal —donde hoy se muestra información del Banco Agrario— se exhibían las colecciones de Fabricato y desde la entrada se veía al frente el lujoso almacén Parisina –donde hoy está Ragged—.

La vista desde el ventanal nos trae de vuelta al abigarrado presente de la aglomeración de locales comerciales y ventas estacionarias con sombrillas de colores que convierten a Boyacá en una especie de galería de plaza de mercado. Desde la calle hay que esquivar venteros para apreciar el acceso principal y la vitrina en forma de pasaje peatonal que componen una “esquina magistral del centro de la ciudad”, al decir de Mercedes Vélez White.

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Encerrados en un pequeño cuarto de utilería, ubicado en la terraza, con la vista de las cúpulas de La Candelaria a nuestras espaldas y el Centro de Medellín que parece al alcance de la mano, David me cuenta de su llegada al edificio el 10 de septiembre de 1977, cuando tenía 21 años. Había acabado de prestar servicio militar y le ofrecieron el puesto de portero nocturno donde ya trabajaba su hermano Gerardo como portero en el día. No tenía idea de que allí había ocurrido el sonado crimen del sótano. “Llevaba como una semana cuando me dijeron que una tal Mona espantaba, que habían matado a una muchacha. No sé si Anita era mona o qué. Mi trabajo ha sido normalito, nada raro, mucha especulación, pero en estos años no he sentido nada o soy muy de malas que ni siquiera un espanto me ha salido. Por eso digo que es un mito. No se sabe dónde la mató, si fue él, porque pagó cárcel y sigue diciendo que no fue”, dice David.

Fotografía: Juan Fernando Ospina Quizás por de buenas no se dio cuenta cuando durante su turno mataron a un fotógrafo en la oficina 706. “Alguien dijo que había estado secuestrado y que era periodista. Tenía aparatos de filmación para eventos y los alquilaba. A este señor le gustaban los pelaos y ponía un aviso en la prensa y venían bastantes jóvenes. Eso fue como en 1989. Él había venido en el día, la última vez que lo vieron fue antes del mediodía. Volvió tipo 11:30 de la noche. Había unas decoradoras de las vitrinas de Fabricato en la 716 y 717 y ese día se quedaron hasta la 1:30 de la mañana. Ellas salieron y yo subí a revisar las puertas y apagar las luces. Todas las puertas estaban con llave. El señor era casado y no llegó a la casa. Lo buscaron en las estaciones de policía, en Policlínica, y no lo encontraron. Mucho más tarde vinieron al edificio a buscar en la oficina. Lo encontraron degollado y con puñaladas en las manos. Llegué a recibir el turno temprano y encontré a mi hermano asustadísimo y me contó. Al momentico bajaron el cuerpo en una carretilla para mover mercancía, bañado en sangre, descubierto, y lo montaron en una patrulla. Ahí sí me asusté. ¡Yo había amanecido con él! Esa noche me quedé en la puerta sentado, sin nada de sueño, impresionado. Fue uno de esos muchachos conocidos”, dice David sentado tras un escritorio viejo.

Crímenes pasionales que por alguna razón se desataron al interior de la edificación; hilos de un telar macabro que empezó a tejerse incluso antes de que alguien desperdigara la humanidad de Anita y rompiera el manto tranquilo que cubría a la ciudad. Un alto ejecutivo de Fabricato ya había matado a su esposa en el sótano del edificio.

Y digo “alguien” porque el mito se resiste a condenar a Abel Antonio. Todavía hay quienes insisten en la inocencia de Posadita y cuentan historias que deleitarían aún más a la crónica roja. Hay una versión, con canibalismo involuntario, que inculpa a la esposa del gerente de ventas de Fabricato de ese momento. David me la cuenta con la serenidad de un campesino que ve una puesta de sol: “Él y su esposa tenían discusiones por celos con Anita. Me lo contó un juez que estuvo en el juicio. Se dice que la esposa hizo el almuerzo y que le dio al marido un pedazo de la vagina de Anita de carne. Cuando el hombre terminó de almorzar, la esposa le dijo: ‘¿Te la querías comer? Ahí te la comiste’. Eso lo escuchó la empleada del servicio. Él no supo a qué se refería la esposa. En ese entonces se hacía la siesta, se levantó, se duchó, y saliendo del garaje lo mataron. A Anita la desaparecieron el domingo y eso fue al martes, porque era puente. Entonces la gente relaciona una cosa con la otra”.

Para el momento de la llegada de David a Fabricato, a finales de los setenta, la pompa del edificio iba en retirada y se anunciaba la decadencia venidera. La aguja del Coltejer ya tejía su sombra sobre la competencia. Con los años y las crisis financieras por las que atravesó Fabricato en los ochenta y noventa —que la llevaron a firmar un concordato y acogerse a la ley de quiebras—, las oficinas pasaron a manos de particulares, en su mayoría abogados, algunos contadores, prestamistas, una venta de pantalones, una empresa de trabajos temporales, el Banco Agrario, que hoy constituyen una propiedad horizontal con ocho locales comerciales, 132 oficinas y un restaurante en la terraza. UC

 
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