A Gabriel García Márquez lo salvó la Palabra de un sacerdote. O, al menos, una palabra que dijo un sacerdote. Tenía apenas doce años y paseaba despreocupado, los ojos llenos de imágenes y vidas. Tan abstraído iba que no vio cómo una bicicleta se le echaba encima. Lo hubiese atropellado de no ser por el grito de un cura. “Ya vio lo que es el poder de la Palabra”, dice García Márquez que le dijo. Y jamás iba a olvidarse de tal afirmación, aunque a veces gustase de restar la mayúscula, por aquello de quitarle solemnidad al asunto.
Al García Márquez adulto se le caían las bicis por entre las letras a menudo. Eran toques tiernos, soñadores, con un puntito irónico, como ese recuerdo de adolescencia que dibujaba futuros. Pero hubo una vez en que los verbos se le hicieron ruedas, y dedicó una pieza extensa, dulce y delicada, al deporte ciclista. Claro que el protagonista de la misma lo merecía.
Cuando Gabriel García Márquez entrevista a Ramón Hoyos en 1955 está claro quién es la estrella y quién el temporero de la gloria. El antioqueño lleva ganadas ya tres Vueltas a Colombia (solo se habían disputado cinco), y puede ser definido fácilmente como el mejor ciclista colombiano del momento. Es una figura, alguien a quien paran por la calle. Un rostro reconocible que preside los salones de muchas casas en Medellín, en Bello, en Rionegro. Allí, cuentan, se colgaba una estampa de la virgen local y, al lado, otra de Ramón Hoyos. El “santo de todos los ciclistas” lo llama el autor en un pasaje de esta maravillosa charla por entregas.
Porque no estamos ante una biografía usual. El entrevistador, el periodista, es un joven de Aracataca que trabaja para El Espectador haciendo crónicas de todo tipo. El mismo año en que habla con Hoyos, García Márquez alcanzará la popularidad de la manera más dura: su Relato de un náufrago revela irregularidades en la Marina colombiana y el literato, que se encuentra en Europa haciendo una serie de reportajes, es invitado a no volver a su país. La dictadura de Rojas Pinilla no podía consentir que hubiera dudas sobre el sacrosanto ejército. Así que Gabo entra en la fama antes como exiliado que como escritor.
Pero, eso sí, escritor ya era. En 1955 publica La hojarasca, su ópera prima. “¿Cómo hizo usted para aprender ortografía?”, llega a preguntarle un atribulado Ramón Hoyos tras enterarse del hecho. Y Márquez responde, guasón: “Eso no se aprende nunca, mis errores los corrige el linotipista”. En aquella obra aparece por primera vez Macondo, y se dejan sentir ya muchos de los grandes temas de García Márquez. Los mismos que van a salpicar las páginas de la biografía de Hoyos, porque Gabo siempre fue narrador glotón, omnisciente en forma y fondo, que dibujaba realidades sobre las realidades de los demás, que paladeaba el adjetivo suave y cadencioso para que el mundo sonase como a él le gustaba escucharlo. En otras palabras, el escritor que conversa con Ramón Hoyos es ya el deicida que más tarde alumbrará todo un universo mientras derrumba a cuantos dioses se le pongan por delante. Menos a uno, supongo. La Palabra.
(Por cierto, lo de deicida se lo puso a García Márquez su primero amigo y después enemigo irreconciliable Mario Vargas Llosa. Y quizá haya una enseñanza en que esa sea la mejor definición que jamás se ha hecho del cataquero. La que le regala un rival a todos los niveles).
Pero hablábamos de García Márquez, y de su conversación con Hoyos. Esa en la que se le cuelan las frases laberínticas que más tarde serán de Premio Nobel. El orfebre de la lengua se muestra ya aquí. Quizá dubitativo, a lo mejor conservador en la forma, pero intuido, potencial. Y encuentra para expresarse una historia maravillosa, una que, veremos, funde lo real y lo mágico como más tarde ocurriría cada atardecer en aquel Macondo de Buendías y venganzas. Una biografía que más parece cuento de hadas. La de Ramón Hoyos.
Aquellas primeras Vueltas a Colombia poco tienen que ver con la competencia moderna y consolidada que existe hoy. La idea de la Vuelta rondaba desde la década de los años cuarenta del pasado siglo, pero hasta 1951 nadie tendrá la locura suficiente para llevarla a cabo. Será el periódico El Tiempo el que logre convocar a 35 ciclistas para que recorran, con salida frente a sus propias oficinas, la primera de las diez etapas que tenía la inicial Vuelta a Colombia. En total, 1233 kilómetros. El campeón pionero será Efraín ‘el Zipa’ Forero, que saca 2 horas y 19 minutos a Roberto Cano, el segundo clasificado. El cuarto y primer extranjero, un ecuatoriano llamado Luis Galo Chiriboga, queda a 4 horas y 48 minutos. Ya solo las diferencias nos hablan de otro mundo, de otro país, diferentes carreteras, distintas circunstancias. Por cierto, mientras informó de aquella exitosa primera edición, el cabezote del periódico organizador aparecía orgullosamente presidido por un “Este periódico se publica bajo censura oficial…”.
Esa Vuelta “imaginaba” Colombia como nadie antes había osado hacer. Las noticias en prensa, los boletines en radio… todo contribuía a crear una sensación nacional. Escuchando las hazañas de los pedalistas, los colombianos aprendían la geografía de su propia tierra, imaginaban paisajes ajenos, en ocasiones inconcebibles (pensemos que era una época anterior a la llegada del televisor). A lomos de la bicicleta de sus ídolos todos iban dibujando en su mente la verdadera imagen de un país que sentían cada vez más como el suyo.
Y en esos tiempos de héroes más que de deportistas destaca la figura egregia, santo laico, casi icono de catedral, de Ramón Hoyos. Ramón Hoyos, que fue auténtica leyenda. Ramón Hoyos, que subía de manera desgarbada, con las piernas muy separadas del cuadro de la bicicleta, con el tronco muy inclinado sobre el manillar. “Parece un saltamontes”, pensó de él Jorge Enrique Buitrago, Mirón (aunque otros dicen que fue Carlos Arturo Rueda). “Parece un saltamontes”, pensó, pero como no brotaba en su mente la palabra concreta se confundió de insecto. “Parece un escarabajo”, fue lo que finalmente dijo. Un escarabajo. El error que bautiza a una raza diferente de pedalistas. El primer escarabajo: ese fue Ramón Hoyos.
De sus victorias, de sus récords, de sus increíbles demostraciones por los puertos de todo el país, podemos hablar en otra ocasión. El palmarés no es lo que nos interesa ahora. Las sensaciones, los símbolos, las metáforas. Las palabras. Eso anhelamos. Las que Gabo pone en boca de Hoyos y Hoyos pintarrajea en la mente de Gabo.
Porque la figura de Ramón Hoyos, su devenir vital, se le antoja sabroso material al escritor en ciernes. Nada menos que un ídolo absoluto, un hombre que a veces parece que fuera todos los hombres, un personaje que aglutina en sí los grandes temas que luego darán fama inmortal a García Márquez. Porque por los recuerdos de Hoyos circulan, en pedaladas furiosas, las sombras que más tarde van a habitar Macondo.
Lo telúrico, por ejemplo, que aparece como si fuese símbolo recurrente durante toda la carrera de Hoyos. La tierra en Santa Elena, corriendo hasta sepultar su hogar, llevándose por delante a su madre y a su hermana. O cuando está en mitad de una competición, cubierto completamente de polvo, cegados los ojos, avanzando a ciegas. Polvo amasado con sudor que forma costra de cieno sobre su piel brillante. O el barro en la boca después de una caída en su primera Vuelta a Colombia. Saliva marrón, aliento a petricor. Como la Rebeca de Cien años de soledad, que comía tierra cuando el mundo la golpeaba. O el festín de hierba fresca en La hojarasca. La vida de Hoyos y la obra de García Márquez se entrelazan sin remedio.
A aquella II Vuelta a Colombia, la primera que él corrió, llegó Hoyos casi por casualidad. Apenas llevaba unos meses compitiendo como amateur cuando Ramiro Mejía, un prohombre de Antioquia, le comunicó que lo quería en el equipo que iba a representar al departamento. Camisolas sin publicidad en una época donde cualquier ayuda era buena para poder conseguir el objetivo. Años más tarde a Cochise Rodríguez lo patrocinará en la Vuelta una eterna enamorada suya, quizá buscando ablandar su corazón de ciclista indomable. Lo de Luis Alfaro fue bastante distinto: en el pecho de su maillot se podrá leer la expresión “Virgen del Carmen”.
El debut de Ramón Hoyos es toda una odisea, y no resulta difícil imaginarse a García Márquez estremecido de puro placer ante la historia que le iba brotando ante los ojos. El mundo disfrazado de literatura. Y, al fondo, el novelista en ciernes que hace y deshace con las herramientas que la realidad le otorga. Que son preciosas. Que son puras, bellas, imposibles de mejorar con el fallido mecanismo de la ficción.
En la primera etapa pronto queda Hoyos solo a cola del pelotón, perdiendo cada vez más y más tiempo hasta que, en un momento, ningún otro competidor se atisba en el horizonte. Entonces ocurre. Una piedra, una pedalada en falso, un quiebro. Ramón Hoyos cae, y su frente choca contra una roca. La ambulancia de la carrera acude a auxiliarle, el enfermero consigue que recupere el conocimiento, lo pone de pie, lo ayuda a subir al vehículo para que abandone. “Total, los demás ya están demasiado lejos”. Pero Hoyos se niega, vuelve a montar en la bicicleta, empieza a pedalear lentamente, sintiendo dentro de su cabeza como si un animal palpitase. Uno de sus ojos está ciego a causa del golpe. Aun así, logra llegar a la meta de Honda. Desierta. Todos, ciclistas, organizadores y aficionados, se han marchado hace rato. Tanto sufrimiento para nada.
La ambulancia, que nunca se ha separado de Ramón, insiste en llevarlo a un hospital de Honda atendido por religiosas. Allí lo ingresan... solo para que el ciclista se escape a la mañana siguiente para continuar con la competición. Hay un pequeño problema: está descalificado por llegar demasiado tarde en la primera etapa. Pero otro de los eliminados se apellida Ramírez, y es sargento del ejército, así que los organizadores reciben presiones para que sean benévolos con el cierre de control. Acorralados, dejan que Ramírez, el militar, continúe en carrera. “Yo también quiero”, dice Ramón Hoyos. “Pero usted, ¿podrá correr con ese ojo?”, le preguntan. Y el antioqueño, flemático y genial, responde: “Para lo que hay que ver con un ojo me basta”. Y uno puede atisbar a García Márquez regodeándose en su suerte, paladeando una historia como aquella, de tragedia y héroes, de humor y acción.
Al final Hoyos convence a todos y sale unos minutos después que el resto del pelotón… con su maleta aún en la mano. Eso sí, al día siguiente dará la primera muestra de su valía, ascendiendo el majestuoso Páramo de Letras en cabeza. El Páramo es el puerto más alto de Colombia, un monstruo de más de cincuenta kilómetros de ascenso que separa a Fresno de Manizales, el templo más prestigioso, más sagrado, de la Vuelta a Colombia en aquellos años. Y allí Hoyos, el ojo aún hinchado, una enorme costra sanguinolenta cruzándole la frente, resurge. A su estilo natural, ya de por sí tosco, hay que añadir el dolor de las caídas, que no le permite pedalear con normalidad. Así que asciende de forma rara, como si fuese un hombre contrahecho. Es en aquella pendiente eterna cuando Buitrago lo ve, cuando le recuerda a un saltamontes, cuando, por error, lo llama escarabajo. La leyenda, una que dura hasta nuestros días, ha comenzado.
Aunque quedarán emociones fuertes en aquel su debut en la Vuelta. Por de pronto, el amargor de quedar último en otra etapa, de llegar cuando el público ya se está retirando, de sufrir, incluso, un botellazo lanzado por algún desalmado que quería divertirse a costa del pedalista desgraciado. El golpe vuelve a abrirle la herida de la cabeza, así que Ramón Hoyos detiene a un campesino que llegaba cargado del mercado y le pregunta: “¿Tienes algo para el dolor de cabeza y una naranjada?”. Y así, dolorido y refrescado, continúa. Siempre continúa. Días después, en la llegada a Sevilla, logrará ganar la etapa. Es su primera gran victoria, la más inolvidable. Al año siguiente, piensa, podrá volver para imponerse en la general.
Otro de los aspectos fundamentales de la literatura de García Márquez que aparece en esta crónica (que, como vemos, excede en mucho al habitual reportaje periodístico y más parece experimento metanarrativo que otra cosa) es el costumbrismo. El costumbrismo en los orígenes humildes de Hoyos, en sus primeras carreras con carros de madera allá en Marinilla. En su rutina, casi maniática, de limpiar una vez a la semana todos sus trofeos. “Lo hago con agua de colonia, gasto un frasco cada poco tiempo”. En las Vírgenes de maillots y premios, en las muchedumbres que abarrotan las cunetas. Cada rostro una historia, cada cara un secreto, parece decirnos García Márquez.
Cada secreto un mundo.
La primera victoria de Ramón Hoyos en la clasificación general de la Vuelta a Colombia es buen ejemplo de esto. Llega en la tercera edición de la prueba, solo un año después de su rosario de emociones durante el debut. Pero su dominio absoluto (saca una hora y cuarto al segundo clasificado) no hace más tranquilo el éxito. Durante la última etapa, con meta en Bogotá, Hoyos teme que los aficionados lo linchen a golpes, expresando así su descontento porque un antioqueño haya dominado la prueba de principio a fin (ganó ocho etapas, más de la mitad de las disputadas). Así que Ramón hace venir de Antioquia a cuatro amigos en sendas motocicletas que lo irán custodiando durante todo el trayecto de esa jornada final. Revólver en mano, por supuesto. La imagen es suficientemente pintoresca como para retenerla en la memoria. Y aún no hemos llegado al final… Porque entrando como vencedor en Bogotá de nada sirven guardaespaldas ante la inmensa muchedumbre que espera a los ciclistas. Empiezan a llover golpes, y Ramón entra corriendo en un camioneta. “Arranca, arranca”, dice al conductor, pero es inútil, porque unas manos anónimas lo han sacado de la cabina y lo están pateando en el suelo. Al final es el mismo Hoyos quien toma el volante y, atropellando algunas docenas de pies, consigue salir de aquel tumulto. Cuando se calma se da cuenta de que su bicicleta no está con él. Le han robado la máquina con la que ganó su primera Vuelta a Colombia.
El más puro realismo mágico surge también por doquier en la narración del joven Gabriel García Márquez. Porque, ¿qué puede ser más maravilloso, más deliciosamente fantástico, que la misma realidad? Es por eso por lo que la biografía de Hoyos aparece salpicada aquí y allá por hechos que pasarían por habituales en Macondo, incluso en, deliciosa iconoclastia, Comala. No es ficción, porque no hace falta la ficción cuando se relatan vidas extraordinarias.
Y así vemos al narrador paladear hechos apenas anecdóticos de la vida del escarabajo, que van conformando un crisol aterciopelado de su personalidad y de su tiempo. Como aquella Virgen del Carmen de 75 centímetros de altura que le regalaron tras ganar su tercera Vuelta a Colombia y que el campeón cuidaba con mimo. O recuerdos de su infancia, de su juventud. La primera vez que vio a alguien subido en una bicicleta y le preguntó que cómo hacía para no caerse. “Es con secreto”, le contestó el desconocido. Con secreto. O cuando era carnicero y entraron a robar en su comercio mientras él estaba ausente. La refriega se hizo violenta y hubo muertos. Cuando Ramón volvió a su trabajo encontró la carnicería rodeada de curiosos. “¿Qué ha pasado?”, interrogó a uno. “Nada, que mataron a Ramón Hoyos”, le contestaron.
La muerte siempre rondó cerca de Hoyos, como lo hacía con todos los ciclistas en aquella época de carreteras infames y escasas asistencias. Pensemos que durante la V Vuelta a Colombia los corredores amenazaron con retirarse de la prueba debido al estado en que se encontraban sus máquinas tras recorrer durante horas y horas senderos que no merecían tal nombre, pedregales montañosos, ríos que vadeaban a pie con la bicicleta al hombro, cenagales fangosos donde se hundían los tubulares…
Pero cuando la muerte golpea con fuerza a Ramón Hoyos la escena vuelve a tornarse simbólica, vuelve a disfrazarse de realismo mágico dentro de la tragedia, se remueve el poder telúrico que reclama lo suyo como propio. Ocurre mientras Ramón está alistado en el ejército. Defendiendo sus colores logrará imponerse en su tercera Vuelta a Colombia consecutiva. García Márquez no deja pasar la oportunidad de señalar de forma irónica, casi inapreciable, las ventajas que tenía la Armada en este tipo de situaciones, el abuso que suponía arrancar a los mejores deportistas algunos años sin remedio alguno. Pero en el ejército conocerá Hoyos además del éxito los mayores sinsabores de su vida. Se rompe las dos manos, debe guardar reposo mientras se recupera. Y entonces ocurre.
Hoyos está leyendo en su cama una carta de su madre. En ella la mujer le cuenta banalidades de su día a día, le dice que está bien, y termina con una admonición: “Cuídate mucho, hijo”. A esa misma hora, a muchos kilómetros de distancia, un cerro cerca al corregimiento de Santa Elena, en Medellín, empieza a moverse. Cada vez más rápido, cada vez más violento, devorando cuanto encuentra a su paso en un derrumbe que pronto se viste de tragedia. En el ascenso a Santa Elena venció Ramón su primera competencia en bicicleta. Ahora esa montaña entierra a los suyos, se lleva la vida de su madre y de su hermana… Pero él todavía no lo sabe. Esa misma noche, ignorante de la noticia, sueña con la mamá. En el sueño ella está postrada en la cama de un hospital, con la pierna quebrada. “Tranquilo, Ramón”, dice con esa voz que en las madrugadas oníricas es la de todas las voces, “todo está bien, es solo una pierna”. A Hoyos lo despierta otro soldado y le da la noticia. Recuerda la carta, recuerda el sueño. El verbo de García Márquez parece estremecerse, se hace más moroso, cálido, mira con ternura a quien perdió lo que más amaba. El deicida no puede evitar ponerse del lado de la criatura. El realismo mágico está brotando en una crónica periodística…
Cómo lo hacen, preguntamos al narrador; también, claro, al ciclista.
Es con secreto, nos pueden contestar.