Hará como cinco años que escribí la historia de mis dos jardineros, don Leonel y don Azael, aunque a este, para extremar la atmósfera literaria del relato, lo llamé el Entelerido. Era largo, mustio y tembloroso como una caña al viento o como un espantapájaros abandonado, mientras que el otro era pequeño y parlanchín como —precisamente— un pajarillo. La historia es, en lo esencial, así: don Leonel se encargaba del antejardín de mi casa manriqueña hasta que trató con alguna insolencia a Luz Dary, la empleada doméstica, y fue remplazado en sus labores de poda por don Azael, quien le seguía en la larga lista de espera de la ciudad mendicante. Meses después, mi esposa perdonó a don Leonel y le confió el solar trasero, vedado para don Azael en razón de su tosca manera de blandir el machete. Pero no solo por eso: a ojos vistas, el viejecito iba menguando en su ánimo y salud, día tras día, hasta que una mañana se quejó de un dolor en el pecho y ya no volvió más. Fue cuando, en su homenaje, escribí un cuento que Universo Centro publicó a modo de necrológica: “La última visita del Entelerido”.
Siempre habrá, empero, un nuevo advenimiento de los ángeles. El día de Santo Tomás de Aquino de 2017, cuando mi empleada abrió la puerta para irse, se topó de manos a boca con don Azael. Tenía la cara rosada y redonda, la dentadura casi completa, montaba una bicicleta, y sin duda albergaba la esperanza de que, a la sazón, don Leonel hubiera salido del escenario. Otra vez se llevó un chasco, aunque entonces tuvo bríos para argumentarme su pretensión:
—Pero es que este trabajo era mío antes.
—Sí, don Azael, pero como usted no volvió se lo di a otro señor.
—Deme la oportunidad otra vez.
—¿Y qué le digo al otro señor? Está que aparece.
Qué falla, don Azael, pero no puedo.
No tuvo otra opción que irse, pero en algo lo conformó un billete proletario que le ofrecí para que se tomara un café. No había pasado media hora cuando, del todo ajeno a sus hábitos crepusculares —todavía nos agobiaba la llenura del almuerzo—, don Leonel tocó el timbre. Juro que, cuando dije a don Azael que su rival iba a aparecer de un momento a otro, mentía con la sola esperanza de disuadir al resucitado. Pero, como si mis palabras lo hubieran invocado, llegó don Leonel; y no solo eso: me saludó aludiendo a su reciente encuentro con Luz Dary, con quien se había cruzado cuadras más abajo, cerca del cementerio San Pedro. Como si hubiera adivinado la visita del Entelerido y hubiera recordado el affaire que años atrás lo puso a él contra la espada y la pared, quiso aclarar el lugar especial que nuestra empleada ocupaba ya en su corazón:
—Quiubo, don Juan. Ahí me encontré con doña Luz Dary. ¡Como es de querida! Iba dizque a visitar la mamá al cementerio.
—Ah, sí. Se le murió en julio.
—Tan siquiera la tuvo hasta ahora. Yo la perdí hace muchos años, desde chiquito.
al decir eso empezó una de sus largas peroraciones
autobiográficas. Por lo visto, no estaba tan “chiquito” cuando murió su progenitora, pues la historia incluía una escena en el batallón Girardot, cuando ella le llevó un trozo de carne guisada con papas y arroz, todo embutido en un viejo tarro de galletas. O quién sabe a qué se refería el jardinero con aquello de haber perdido a la madre: quizá quiso decir que no había contado con su abrigo desde muy niño, porque, cuando terminó la faena botánica y quiso disimular su tarifa descomedida con una nueva historia, se refirió a una pintoresca aventura de abandono:
—Imagínese don Juan que cuando yo estaba chiquito no hacía sino gaminiar. Yo tenía hermanos grandes pero ellos vivían en otra parte. Uno hasta se había ido a trabajar con la guerrilla. Salió de Pepalfa y se fue para allá. Entonces yo vivía en la calle, aunque algunas veces me llevaban para el Preventorio, que quedaba en Belén. Ah, pero yo me volaba porque, dígame, don Juan, ¿uno qué hace encerrado? ¿Y con policías? En una de esas me llevaron a una granja en Santa Elena, ahí al lado de la capillita. Pero como eso fue hace tanto tiempo, era como si quedara más lejos que ahora. El bus llegaba hasta ahí y daba una vuelta para coger la carretera que iba al Tambo. Eso era puro monte y la quebrada le llegaba a uno hasta el ombligo. ¡Era limpia la cosa más sabrosa! Imagínese pues, don Juan: nos tenían allá encerrados en la granja, trabajando y rezando. “Ah, me voy a volar”, dije, y le dije a otro pelao: “Oiga, yo me voy a volar”. “¡Listo, yo también!”, me dijo él. Entonces a la noche, cuando íbamos para las piezas, seguimos hasta el fondo del corredor y nos metimos a un jardín, uno muy grande que había junto a la casa y que terminaba en un muro. Por ahí nos trepamos y salimos al laíto de la quebrada. Claro pues que allá se dieron cuenta de que nos habíamos ido: allá siempre se daban cuenta y salían a perseguirlo a uno con perros. Nosotros oímos toda la bulla: oímos ladrar a los animales mientras pasábamos la quebrada. Con ese frío tan berraco, ¡oiga!, y a seguir corriendo. Lo bueno era que ellos tenían que dar una vuelta: tenían que salir por la puerta de la granja y darle la vuelta al muro para llegar al puente. Entonces yo le dije al pelao que nos subiéramos a un pino, ya habíamos llegado como a un bosque. Y esos pinos son muy oscuros, don Juan: ahí no lo ven a uno. Preciso, nos trepamos bien alto y nos quedamos quietos, y vimos a esa gente pasar y devolverse al rato. Yo no sé en las películas por qué los perros siempre encuentran a la gente, porque a nosotros ni nos olieron. Al rato nos bajamos y seguimos caminando, hasta que llegamos al filito desde el que se ven las luces de Medellín. “Ah, listo”, le dije yo al pelao, y nos dio esa alegría tan berraca, porque sabíamos que los de la granja no nos iban a perseguir hasta allá. Claro pues que todavía nos podían coger. Como uno tenía un uniforme —un uniforme como de soldado—, la gente lo reconocía a uno. Y había campesinos que veían a los que se volaban y llamaban a la granja o a la Policía, o ellos mismos le echaban mano a uno y lo llevaban otra vez allá. Por eso nos volamos de noche: para que no nos vieran fácil. Entonces empezamos a bajar a la carrera para llegar temprano a Medellín. Ah, pero nos mamamos; nos mamamos, don Juan, y terminamos arrimando a una finquita. El pelao siempre tenía miedito pero yo le dije que tranquilo, y fui y toqué la puerta.
Salió un señor y le dije todo: que nos habíamos volado de la granja, que estábamos muy aburridos, que íbamos para Medellín pero que estábamos cansados y teníamos hambre. Y vea lo que son las cosas: ¡era un tipo tan buena gente ese! Nos dio chocolate y nos dejó entrar, y ahí al lado de la puerta nos echó un tendido. Ahí dormimos y al otro día nos madrugamos. Llegamos a Medellín como si nada, y otra vez a gaminiar.
La historia me conmovió, o mucho más que eso: me atrapó como si se tratara de la mejor novela de bosques y escapadas —yo recién acababa de leer El doctor Zhivago de Pasternak—, y casi me pareció sentir, bajo las narices, el olor mentolado de los pinares. ¿Cómo podía, en esa circunstancia, objetar la titularidad de jardinero del aguerrido don Leonel o tan siquiera regatear el costo de sus servicios? Para colmo, el viejo sumó un colofón lacrimoso al que ya no podría resistirse, ni siquiera, el Rey de los Hunos:
—Oiga pues don Juan: entonces yo seguí gaminiando. Hasta que un día que iba por Junín, por la acera de la izquierda, se me cruzó un señor que venía por la otra. Llegó y me dijo: “Niño, ¿usted cómo se llama?”. “Leonel”. “¿Dónde vive?”. Yo le dije que no vivía en ninguna parte, que vivía por ahí, y él siguió preguntando: “¿Usted tiene hermanos?”. “Sí”. “¿Cómo se llaman?”. Entonces yo le dije que Mengano, Zutano, Perano… “¿Y hermanas?”. Mengana, Zutana, Perana, contesté yo, y él me miraba. Y entonces me dijo: “Yo soy hermano suyo”. Imagínese, don Juan, dijo eso, pero yo no lo conocía. Entonces me dijo: “¿Ve al señor que hay allá al frente?, ¿lo conoce?”. Entonces miré y vi a mi hermano grande, el que había trabajado en Pepalfa y se había ido al monte. Había vuelto. Qué alegría tan berraca. Ese señor me abrazó y me cargó, aunque yo ya no era tan chiquito, y así cargándome pasó Junín y me llevó adonde mi otro hermano. Viví mucho tiempo con ellos, don Juan. Trabajaban arreglando carros y me enseñaron a manejar.
Sobra decir que, cuando le pagué por la tarea cumplida, me pareció que lo estafaba; o, más exactamente, pensé que si también debía pagarle por el relato, era poco lo que ya había puesto en su mano sucia y arrugada. Pero a don Leonel no le importaba nada más. Tranquilo, melancólico, se apoyaba en el portal y rezumaba una satisfacción invencible que, por supuesto, no le venía de los billetes que empuñaba sino de la entrañable evocación que, todavía fresca, nos envolvía como un humo azul. Entonces, movido por mi obsesión argumental de lector de novelas o solo por decir algo que acabara con la enrarecida escena, pregunté:
—¿Y qué pasó con el otro muchacho?
Don Leonel respondió inmediatamente, sin darle mucha importancia al asunto:
—No lo volví a ver. Creo que se llamaba Azael o Misael, algo así. Era un flaco muy largo, como entelerido.
Un escalofrío me recorrió la espalda. No podía ser: la historia que se había agolpado junto a mi puerta no podía ser tan redonda. Pero, por otro lado, ¿habían sido gratuitas las casualidades previas? Si don Leonel había llegado a deshoras —como por ensalmo— justo el día en que, tras años de ausencia, había aparecido don Azael; y si, además, mi jardinero había aludido de alguna manera, espontáneamente, al desaguisado que antes le había quitado su trabajo (me refiero a sus viejas injurias contra Luz Dary), ¿qué tan difícil era que, ahora, la historia adoptara la forma de una vieja aventura compartida por los dos rivales? Al fin y al cabo, un círculo solo puede ser redondo si lo es totalmente; quiero decir que su redondez no es azar sino necesidad.
Mi privilegio consistía, por supuesto, en ser el testigo exclusivo del sorprendente reparto de cartas de la vida. Pero de la manera más torpe, creyendo que debía poner la última palabra del cuento, dije lo que no hacía falta:
—Quién sabe dónde andará ahora. El día menos pensado se encuentran.
Don Leonel sonrió de modo burlón.