Número 83, febrero 2017

Bajar al Centro
Jorge Giraldo Ramírez. Fotografía: Juan Fernando Ospina

I

Fotografía: Juan Fernando Ospina

Mi encuentro con el Centro de Medellín fue el descubrimiento de las ruinas. Había nacido en un pueblo pobre pero bello y me estaba criando en otro bien tenido pero ya embarcado en ese horroroso proceso de cambio que algunos llaman modernización urbana y que describió tan bien Marshall Berman sobre su amada Nueva York.

Mi papá me llevaba —se supone que yo lo acompañaba— a mercar a El Pedrero. No me explico por qué íbamos desde Envigado, “bajábamos” se decía en ese tiempo, pero el caso es que a veces mercábamos allá. El Pedrero era literalmente lo que había quedado del incendio de la plaza de mercado ubicada entre San Juan y Amador, y Carabobo y Cúcuta. Ignoro el caso concreto pero todavía en los años sesenta los incendios eran uno de los dispositivos más usados para modernizar: no había que pedir permisos, abarataban la demolición, se premiaban con primas… una maravilla. En mi memoria están registrados como la forma en que se trasformó raudamente el parque de Envigado. El Pedrero era, entonces, un montón de paredes chamuscadas y derruidas a cuyos pies los viejos venteros destechados y los nuevos aprovechados ponían costales y básculas sobre andenes y calles para vender las vituallas.

A una decena de cuadras tenía lugar una escena igual de prosaica pero más optimista. Una gran excavación en La Playa con Junín donde se iría a construir el edificio más grande de Colombia y el símbolo de la pujanza paisa. Estaba rodeada de unos muros nuevos y provisionales llenos de carteles Horche que anunciaban todo tipo de cosas, letreros en brocha que denunciaban otras y decenas de huecos hechos por los noveleros para ver qué estaba pasando allá adentro, allá abajo. Cincuenta metros más adelante Crescencio Salcedo, ciego y sabio, tocaba sus pífanos melancólicos, descreído, supongo, de tantas bellas promesas. Tendría razón, pues si uno mira las fotos del antiguo Teatro Junín y lo compara con el actual edificio Coltejer se da cuenta de inmediato de la miopía del empresario que tumbaba porque tenía con qué, se llevaba por delante el patrimonio arquitectónico de la ciudad y sembraba una torre que no pasó de atracción y símbolo fugaz. Detrás de él vinieron otros a competir por las alturas.

No pasó mucho tiempo cuando el tornado cogió las viejas calles de San Félix y Caldas y se las llevó dejando un rastro largo de manzanas abandonadas y callejones de espanto entre San Juan y Ayacucho. Se construía la Avenida Oriental que algún administrador intentó —sin éxito, sobra decirlo— que se conociera como Jorge Eliécer Gaitán. Quien sí tuvo éxito fue el Éxito, primero, y después la colonia chocoana que supo aprovechar un espantajo de cemento que se bautizó Parque San Antonio a pesar de que le dio la espalda al tradicional templo del mismo nombre.

Tuvimos un respiro hasta que empezaron las obras del metro. Durante diez años el Centro de Medellín fue asolado desde el salvado puente de Guayaquil hasta el cementerio de San Pedro. Las parálisis, la desidia para adecuar los lugares en construcción y la conducta ciudadana convirtieron el improvisado viaducto en el orinal más grande del mundo. Las fotografías del Centro eran de lo más parecido a las de Beirut, que en esos mismos años era el foco de la llamada Primera Guerra del Líbano. La comparación cobró sentido cuando Pablo Escobar y su pandilla terrorista, convertidos en tiempos de ahora en protagonistas de novelas, sembraron la ciudad de bombas. El investigador holandés Gerard Martin contó sesenta carros bomba y otros 140 atentados con explosivos entre 1988 y 1993. Los más previsivos caminábamos en zigzag para eludir en este andén una estación de policía y en el otro una sede empresarial, pero la arbitrariedad de los narcos podía caer sobre un busto de Guillermo Cano en el Parque de Bolívar o en la Plaza de Toros en Otrabanda.

II

Cuando se inauguró el metro en 1995 fue como si hubieran encendido la luz en Medellín y nos insuflamos de optimismo. Las razones de fondo estaban en Montesacro, en la tumba del capo; en los procesos de paz consolidados, en la nueva constitución política, en la elección popular de mandatarios locales, pero el metro era el hecho concreto —bien concreto— y tangible que contribuía a marcar un antes y un después en la historia de la ciudad. Hasta el insatisfecho Alberto Aguirre quedó conforme con el estado en que quedó el Parque de Berrío.

Tuvimos paciencia para esperar las adecuaciones urbanísticas en las estaciones del metro, especialmente, la remodelación de la carrera Bolívar. Alcaldía tras alcaldía el Centro siguió siendo objeto de intervenciones puntuales, unas con más sentido que otras. Entre las primeras perviven la Plaza Botero y la peatonalización de Carabobo. Las grúas dejaron puentes, estos dejaron una enorme deuda en los libros de la ciudad; los buldóceres abrieron vías y arrasaron gran parte del pequeño patrimonio histórico de la ciudad; ni grúas ni buldóceres contribuyeron a ampliar el espacio público de Medellín, tal vez la capital más deficitaria del país en esta materia.

Bajo el polvo encontramos las nuevas realidades sociales del Centro. Dos décadas de abandono, escombros y mugre y el paulatino desplazamiento de las élites tradicionales hacia la periferia (Empresas Públicas, sedes corporativas, las clases altas) habían dejado el terreno a los segmentos que aún hoy son hegemónicos en la zona. Los comerciantes tradicionales de mente decimonónica; cacharreros. Los informales, desde los que se ubican en la subsistencia hasta los mayores contrabandistas del país. Los criminales, desde los clásicos atracadores hasta los mercaderes de drogas, celulares y autopartes que despachan con licencia detrás de La Alpujarra. Los trasportadores de todo tipo, las carretas y los buses, los furgones y las motos. Los drogadictos, esparcidos desde Barrio Triste a comienzos del siglo y desde Barbacoas hace poco, que reflejan tanto la alta prevalencia de consumo de drogas en la ciudad (la menos sobria ciudad de Colombia) como la atracción nacional que ejercen los programas de atención al llamado habitante de calle. Una buena imagen del cambio de perfil en la dirigencia del Centro es que el edificio del Banco de Colombia en Colombia con Bolívar ahora está ocupado por Gana, el flamante grupo empresarial creado a partir del monopolio del chance en Antioquia.

La excepción son los núcleos educativos y culturales que se resisten con plena conciencia —especialmente estos últimos— a abandonar un territorio que debe ser de todos. Añadiría algunas entidades del tercer sector como fundaciones, cooperativas y cajas de compensación. Hay que admitir la contribución que los comerciantes emergentes han estado haciendo en Guayaquil, con una estética más bien deplorable pero nada inferior a la de sus antecesores. Lo demás está constituido por la masa nómada de millón y medio de personas que pasa o va al Centro a alguna cosa, masa que no lo considera su hogar porque el Centro ha dejado de ser un lugar de encuentro reposado o paseo, es un área a través de la cual se huye a casa.

III

El llamado “milagro Medellín” — que data de hace ya una docena de años— apenas rozó el Centro. Medellín se convirtió en un modelo internacional en transporte masivo, urbanismo social y seguridad ciudadana, pero no hubo pensamiento ni innovación sobre el Centro. No se puede hacer todo al mismo tiempo, pero el resultado final de las prioridades pasadas es que hoy el Centro es la peor zona de la ciudad. El Centro concentra la inseguridad de Medellín: uno de cada tres robos, incluyendo autos y motos, uno de cada cinco homicidios. No hay datos sobre transacciones ilegales pero deben ser dos de cada tres.

La condición en que está el Centro de Medellín no es comparable con ninguna ciudad colombiana. No hablemos de las pequeñas hermosuras que hay en Popayán y Santa Marta, de lo amables que siguen siendo Manizales y Bucaramanga. Bogotá, con las lacras que dejaron Moreno y Petro, se mantiene firme por la vida de La Candelaria y Las Aguas. Tampoco en América Latina; una referencia tal vez sea el Centro de Lima, por lo feo, pero es bastante seguro.

Una explicación complementaria a la de que la ciudad tenía que ponerse al día con sus comunas más pobres es la política en sus dos principales atributos: el poder y la voluntad. Las administraciones municipales han mostrado tener menos poder y menos voluntad que los dueños del Centro. Alcaldes intentaron regular el transporte privado en los noventa, peatonalizar más vías, pero los comerciantes legales de mente estrecha no dejaron; trataron de sacar los buses de la llamada parrilla y no pudieron; cada tanto formalizan venteros ambulantes y hacen un desalojo, pero al día siguiente se multiplican; el éxito de Medellín en seguridad tiene su kriptonita en los bajos fondos céntricos. Ahí está nuestro lunar. UC

 
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