En los instantes anteriores a la toma sentí que escribir en mi libreta podría ayudarme a dominar la ansiedad. Si alguien pudiera tener en sus manos el original vería garabatos más que palabras legibles. Haciendo un esfuerzo por descifrar mi propia letra y modificando apenas los errores de escritura producto de una mano temblorosa, transcribo las anotaciones de ese momento.
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“Siete y media de la noche, vereda Tamabioy del municipio de Sibundoy, Alto Putumayo. Un quiosco amplio, piso de madera, media luz. En el centro, un fogón de piedras apagado y unos bancos muy bajos a su alrededor, que allí llaman pensadores. Cerrando la disposición en herradura de los bancos, un altar hecho de una rebanada del tronco de un árbol, sobre el que se apiñan frascos con raíces sumergidas en líquidos transparentes, manojos de semillas y de yerbas, un cristo de plástico y otras imágenes católicas. Sobre los costados de la maloca, hamacas colgadas. Hace frío. He traído un abrigo adicional para la noche, además de cobijas para la madrugada. Otras personas que van a participar en la ceremonia se han ido congregando en silencio. Los imito al tomar una estera y extenderla detrás de uno de los pensadores.
En este momento entra el hombre que he visto desyerbando en el jardín del taita hace un rato: es bajo y delgado, de facciones indígenas y piel muy oscura. Lleva pantalones de paño y saco elegante sobre una camisa blanca, una vestimenta que recuerda a los típicos indígenas culturizados de tierra fría que aparecen en fotos antiguas. Crucé un par de palabras con él cuando le pregunté si podía pasar a conocer la huerta. Me dijo que podía vagar a mi antojo. Comencé a caminar con cuidado, pues en esas huertas está todo revuelto y no hay eras visibles. Había gran variedad de plantas pero solo distinguí la marihuana y la ortiga, mucha ortiga. De salida me encontré con el taita Juan y me preguntó por qué quería hacer la toma. No supe qué decirle. Me dio cierta vergüenza no tener un motivo trascendental más allá de la curiosidad por los efectos de la planta. ‘Esta es’, me dijo, acercándose a un bejuco que se enredaba fuertemente a los estacones de una cerca. No me esperaba ver allí el Banisteriopsis caapi, elemento esencial en el preparado del yagé, pues sabía que se cultivaba en tierra caliente. El taita me explicó que lo había traído hacía doce años del Bajo Putumayo y con suerte consiguió que prendiera. Toqué las hojas con respeto, como pidiéndoles que esa noche me trataran bien. Oscureció y en la casa del taita se encendieron algunas luces. El sonido de un clarinete salía de una de las habitaciones. Fui por mis cosas y entré al quiosco.
El hombre bajo y de tez oscura remueve las brasas del fogón y veo que aún queda lumbre entre los palos quemados. A la luz de esas llamas recién nacidas de las ascuas, calculo que el indígena debe tener al menos setenta años. Se me hace que es una de esas personas que aprendió a hacer de la humildad la mejor de las armas para sobrevivir. En este momento entra el taita Juan, ataviado con una corona de plumas de colores y un poncho tejido. El yagé no es de esta región, tampoco los accesorios del taita y menos los cristos sobre el altar. En la vida todo es mezcla y combinación, quien busca la pureza se decepcionará. La ceremonia va a empezar y tengo que dejar a un lado la libreta y el lapicero”.
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El valle de Sibundoy está cerca del Macizo Colombiano. Lo había oído mencionar en el libro El río, de Wade Davis, quien lo define como “el sitio con mayor concentración de plantas alucinógenas del mundo”. No sabía bien dónde quedaba hasta que me encontré con el padre Campo Elías en el aeropuerto de Pasto. Él me identificó primero entre los escasos pasajeros. No estaba vestido con sotana ni con clériman y eso me despistó, aunque luego me dio tranquilidad. Tenía los rasgos de un indígena vaciados en un cuerpo de blanco; la voz suave y sinuosa de un agradable contador de historias. Cuando vimos desde un alto y entre brumas la laguna de La Cocha, y más aún cuando pasamos por el páramo de Bordoncillo, cubierto de frailejones, cuya luz radiante asomaba entre desgarrones de niebla, entendí que nos dirigíamos a un mundo aparte. Ya sobre el límite de la cordillera, abajo, se abrió de pronto la superficie el valle de Sibundoy.
La forma redonda del valle y su llana topografía se deben a que miles de años atrás este fue un lago apacible. En lo que debió ser el extremo occidental de ese lago está hoy el municipio de Santiago, el primero de los cuatro pueblos que hay en la planicie, junto a Colón, Sibundoy y San Francisco. Entre los cerros que rodean el valle, el de Patascoy, a 4.100 metros de altura, es el más nombrado, no porque antaño fuera sagrado para los pueblos indígenas, sino por la toma guerrillera del 21 de diciembre de 1997, en la que murieron diez soldados y fueron secuestrados dieciocho, un episodio en el que la guerrilla se preparó para varias horas de combate antes de encontrarse con una fuerzas del Ejército nacional exangües y desatendidas por Bogotá.
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“Retomo este diario a las diez y media la mañana del día siguiente, en mi habitación, a donde me pasé a eso de las siete de la mañana desde el quiosco. Afuera suena un radio y las voces de niños que juegan. Por la ventana de atrás se ve la maraña verde de la huerta. A pesar de que no he dormido mucho, me siento sereno y lleno de energía. Lo que siguió a la llegada del taita fueron unas palabras pronunciadas por él a las doce personas que estábamos allí reunidas para la toma, sentados en los pensadores alrededor de la tulpa. Habló de los niveles de trabajo del yagé: síquico, físico y espiritual. Y de algunas posibles reacciones mentales y corporales. ‘Al momento de vomitar puede aparecer una serpiente que pide los fluidos, o tigres que hacen lo mismo’. Nosotros debíamos dejar pasar estas imágenes con la conciencia de que eran fruto de la acción de la planta. Dio instrucciones sobre dónde vomitar y cómo afrontar el paso del tiempo tanto en este trance como en el de la diarrea, pues algunos se quedaban dormidos en el baño.
Entonces, rezó un padrenuestro y procedió a pasar un líquido de una botella a una jarrita, y de esta última a una totuma, según la dosis para cada quien. Primero pasaron dos canadienses que, según explicó el taita, estaban en un tratamiento especial. Un fotógrafo bogotano contratado para tal fin les iba traduciendo. Luego fue llamando a los otros, a veces con la mirada, a veces por intermedio del ayudante de tez negra. Había un muchacho del pueblo de Colón que tenía una parálisis avanzada del rostro, a quien acompañaba una mujer voluminosa, quizá su madre. Cuando lo llamaron a él, la mujer preguntó si no había problema con que el chico estuviera tomando droga siquiátrica. El taita le dijo, al punto del enfado, que eso se lo debió haber dicho con anterioridad. De todas maneras le administró la dosis. La mujer se echó a dormir en una estera y roncó toda la noche”.
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Al recordar al taita rezando el padrenuestro, se me viene a la mente la figura de la virgen católica con cara de indígena con la que el padre Campo Elías oficiaba su misa diaria, a la que asistían no solo colonos católicos sino indígenas que se encomendaban a Cristo. Esa mezcla de iconografías, o sincretismo, siempre se me ha figurado una manera de defender lo propio cediendo un poco en la adopción de lo ajeno. En muchos casos los indígenas que más se opusieron al credo español fueron exterminados sin dejar rastro, mientras los que se dejaron permear sobrevivieron. El uso del yagé por parte de las comunidades de las tierras altas de Sibundoy, es en sí mismo una adopción de un elemento ajeno —del Bajo Putumayo y el Amazonas— del que paradójicamente se han vuelto maestras y protectoras.
La inclusión de imágenes católicas en el ritual del yagé no es para nada reciente. En sus Cartas del yagé, escritas en los años cincuenta, el escritor William Burroughs describe una escena que se repite: “un altar de madera con una imagen de la virgen, un crucifijo, un ídolo de madera, plumas y unos paquetitos atados a cintas”. Sin embargo, no siempre costumbres ajenas son introducidas de manera inofensiva. El aguardiente en algunos taitas ha diluido la ceremonia de la toma hasta convertirla en fiesta pagana. Wade Davis dio con una experiencia de ese tipo en Sibundoy en los años ochenta, y a Burroughs le pasó lo mismo en el Bajo Putumayo: “el más incurable borracho, haragán y mentiroso de la aldea es invariablemente el ‘médico’”. Burroughs suele ser agradablemente tendencioso en sus descripciones, pero según él casi todos los taitas le pidieron aguardiente antes de la toma de yagé. Esa versión me la confirmó el fotógrafo bogotano que acompañaba a los canadienses en la casa del taita Juan, quien en sus muchos recorridos por la selva asistió con cierta tristeza a ceremonias donde a menudo “la toma terminaba en rumba”.
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“En el momento de ingerir la bebida no me pareció de mal sabor, aunque es amarga y astringente. Cuando se completó la ronda vi que algunos se acostaban en la estera o en alguna de las hamacas a la espera del efecto. Yo permanecí en el pensador haciéndole honor al nombre del banquillo, pues minutos después me sumergí en unas cavilaciones trascendentales producto de la ansiedad por la llegada de las primeras señales. En el fondo, lo que temía eran las visiones. Me preocupaba que estas fueran excesivamente fuertes y vinieran hacia mí como una aplanadora. Buscaba algo o alguien que pudiera acompañarme en ese trance.
De un lado se me presentaba la imagen de un Dios benevolente aprendido durante mi niñez, y de otro, las imágenes de un universo infinito que respondía únicamente a sí mismo. Si pensaba en el primero sentía que me aferraba conscientemente a una ilusión, y si pensaba en el segundo venían a mi mente imágenes hermosas pero sin ese mismo poder. Intuía que necesitaba fundir esos dos pensamientos en uno solo pero no lo conseguía, y luego comencé a sentir que no tenía el valor suficiente para decidirme por uno de los dos”.