Un policía de cara alargada y gesto burlón, que de forma inexplicable lograba también mostrarse paternal, se acercó a la reja y empezó a llamarnos, uno a uno, con gritos medidos.
—¡Patiño, Ómar!
—¡Acá!
—¿A usted dónde lo agarraron?
—En Chapinero.
—Por andar culiando, ¿no?.
La carcajada de los sesenta detenidos opacó la respuesta del interpelado, quien sin perder el humor dijo que ni siquiera había alcanzado a eso. En adelante la tónica fue más o menos la misma con el resto de los integrantes del grupo. Nos había correspondido un pabellón de unos treinta metros de largo, de una única entrada —el lugar de los policías—, flanqueado por muros altos con techo de eternit y un fondo oscuro y alejado del control de los vigilantes, donde había un calabozo de castigo y unos baños que anunciaban su presencia al olfato desde la distancia.
—¡Burgos, Andrés! —me llegó el turno.
—Presente.
—¿Está aquí por culión?
—No, por güevón.”
Y era verdad. Se trataba de la primera vez que iba a La Cascada y no lo había hecho impulsado por el deseo de entrar en comercio carnal. Me envió allí el ocio del típico enrumbado que quiere continuar la fiesta después de la hora legal para los lugares públicos. “Allá cae todo el mundo cuando cierran en otras partes”, me habían dicho. Ah, bueno, y también había cierto morbo literario de escritorcillo dispuesto a conocer, aunque sea de pasada, la película que brindan los habitantes del lado oscuro de una ciudad como Bogotá, donde en ese 2005 llevaba pocos meses viviendo como inmigrante novato. Pero no había tenido en cuenta un detalle: si entraba en contacto con estos personajes también corría el riesgo de tener que compartir sus aventuras.
Eso efectivamente sucedió cerca de las cinco de la mañana. El punto más alto de la rumba lo dictaban en conjunto el reguetón y una selección impresionante de mezclas de house de los ochenta. Travestis, putas, ladrones, poetas y uno que otro desocupado del ambiente alternativo capitalino bailaban hermanados cuando llegó la policía y mandó a parar.
—¡Todos al camión, hijueputas!
Amontonados como reses apenas nos podíamos sostener de pie en los giros bruscos que daba el vehículo policial, que a esa hora, con la troncal de la Caracas vacía, parecía querer averiguar cuál era la máxima velocidad posible con carga completa.
El recorrido terminó en Puente Aranda, en lo que a mí, un novato en líos judiciales, me pareció una estación de policía común y corriente. Un tipo que venía a mi lado controló el temblor nervioso de su mandíbula, producto del exceso de cocaína, para desmentirme.
—¡Mierda, nos trajeron a la UPJ! Acá sí son estrictos con las 24 horas de arresto.
Nos filaron en un patio cuando ya el sol empezaba a rayar sin consideración con nuestras pupilas debilitadas. Algunas voces de protesta se dejaban oír para preguntarles a los agentes del orden por qué estábamos allí, decir que no habíamos hecho nada, que la culpa era del local y no de nosotros, o invocar el habeas corpus con voz aguardientosa. Los uniformados nos miraban con expresión de “no digan maricadas”.
Adelante de mí un travesti negro apoyaba el peso de su cuerpo en unos tacones que lo elevaban una cabeza por encima de mi estatura. Se giró e hizo un rápido recorrido por mi figura de niño bueno, con gafas de tipo que asiste a cineclubes y camisa de metrosexual.
—¡Qué rico! —dijo, y me acarició la entrepierna.
—No seás ocioso, hijueputa —fue lo único que se me ocurrió responderle—. Son las seis de la mañana, nos acaban de detener, no sabemos qué va a pasar... ¡y vos en éstas!
—Uy, es paisita y todo...
La relación no tenía futuro, así que optó por olvidarse de mí y volver su mirada al frente. Un par de minutos después, los policías nos ordenaron que armáramos dos filas. Una para los hombres y otra para las mujeres y los travestis. Mi pretendiente se despidió de mí no sin algo de melancolía.
Ahí quedé completamente solo. Hasta ese momento contaba con dos amigas como acompañantes, lo cual desde el punto de vista práctico no resulta recomendable para salir de rumba, por lo menos en Colombia. Si uno no va en plan de hacer un menage a trois —lo que infortunadamente no era mi situación y en cuyo caso me hubiera ido directamente a la casa—, es poco conveniente ser el único hombre si el número de mujeres te supera. Esta desigualdad llevará a que los borrachos babosos se animen a acercarse a ver qué hay para ellos, a tener que asumir cierta responsabilidad de género si al subirse al camión a una de las acompañantes se le sale el diablo y le da por gritar “los voy a matar, tombos hijueputas”, o a verse en evidente desventaja si se termina compartiendo celda con un montón de desconocidos que están todos en grupo.
Afortunadamente alcancé a hacer un par de llamadas desde mi celular antes de que me lo quitaran cuando me obligaron a pasar frente a un escritorio, que precedía y vigilaba el pabellón donde nos meterían. Iba con otros dos detenidos, en cumplimento de un ritual que se había repetido antes y que volvería a hacer después en la fila. Siguiendo las órdenes, tiramos las correas y los cordones a una caneca, nos empelotamos y pusimos la ropa al frente; luego extendimos los brazos a los lados y nos acuclillamos. Recibimos el visto bueno después de que un agente revisara nuestros atuendos, y corrimos, con la ridiculez propia de quien lo hace desnudo, a vestirnos dentro de la celda.
Y de ahí en adelante a esperar, a ver cómo se consumían las horas, larguísimas, ¿ocho, diez?, sin ser requeridos dentro del manojo de afortunados a quienes dejaban ir por ser menores de edad o porque tenían un primo con contactos que los sacaba. Menos mal que el conjunto, sin ser selecto, no se manifestaba aterrador y había pocas posibilidades de que alguno de ellos me atracara. De todos modos opté por quitarme las gafas. No quería ser el único de lentes allí. Gracias a esta decisión, percibí con un toque impresionista todo lo que sucedió al final de la tarde, cuando nuestro pabellón empezó a albergar nuevos inquilinos.
—Ahí llegaron los ñeros y los que agarraron en Ciudad Bolívar —dijo a la nada alguien que no identifiqué.
Efectivamente, decenas de individuos con pinta posnuclear, blindados con trapos sucios y capas superpuestas de mugre sobre la piel, entraron a chuparse la luz de la celda, que ya escaseaba como fuente natural de iluminación y requería del apoyo de unas lámparas de neón. Eran grandes los ñeros, ¿no se supone que deberían estar subalimentados?, ¿acaso es que el bazuco hace crecer? Uno de ellos se paseó de un extremo a otro del galpón tanteando el terreno con deleite.
—¡Esto parece un sitio de caciques! ¡Mucha grasa acá!
¿Grasa? ¿Eso qué quería decir? ¿Se refería a nosotros, los ocupantes originales de la celda? Seguramente que sí, porque mostraba mucho respeto hacia los otros que habían llegado con él y no eran indigentes, unos tipos jóvenes y de ropa ostentosa que venían en grupos de cinco o seis y seguían a líderes calcados, rebosantes de seguridad, que caminaban desafiantes sin mirar a nadie como no fuera para intimidarlo.
No creo que haya que ahondar en el miedo que a estas alturas me poseía. Juré que me cagaría en los pantalones antes que entrar al baño. Me recosté con la espalda apoyada en una pared, cerca de un grupo de gordos malencarados, con la esperanza de que el resto me tomara como parte de su manada. Le busqué conversación al que estaba más cerca.
—¿Hermano, usted también andaba en La Cascada?
—En Club Linares, güeliendo perico y culiando con las sucias.