Enock Roldán fue el cineasta colombiano más exitoso de su tiempo y sus películas se mantuvieron en cartelera durante años. Lo extraordinario fue que lo consiguió por fuera de los circuitos tradicionales de producción, distribución y exhibición. Él mismo financiaba sus trabajos, los dirigía y los llevaba en un Willys modelo 1953 hasta los lugares más remotos de la geografía antioqueña, y los proyectaba en pantallas hechizas cuando los dueños de los teatros no le alquilaban sus locales.
Enock Roldán fue productor, director, guionista, luminotécnico, editor, creador de efectos especiales y camarógrafo, en su faceta de cineasta; y fue publicista, proyeccionista, conductor y la voz del perifoneo, en su vertiente de empresario. En plenos años sesenta parecía un pionero de comienzos del siglo XX, de esos aventureros que recorrían pueblos y villorrios con sus equipos de manivela y le disputaban la clientela a magos, tragasables y vendedores de milagros.
“Filmamos hasta el Diablo”
Aunque nació en Santa Rosa de Osos, en 1915, Enock Roldán vivió la mayor parte de su vida en Bello. Se vinculó al cine como vendedor de acciones de Procinal, una productora creada en los años cincuenta por Camilo Correa. Luego fue arrastracables y aprendiz de Antonio Enrique Jiménez, un cineasta argentino que llegó a Medellín a trabajar en Procinal. Después compró una cámara de 16 milímetros con la que se independizó y comenzó a grabar fiestas populares, corridas de toros, matrimonios, partidos de fútbol, todo lo que se le atravesara. Su lema era: “Filmamos hasta el Diablo”. En 1956 fundó su productora Error Films, llamada así por las iniciales de su nombre completo: Enock Roldán Restrepo. Luz en la selva (1959), El hijo de la choza (1961) y El llanto de un pueblo (1965) son sus películas más conocidas. También grabó documentales y publicidad.
El cineasta Luis Eduardo Mejía, quien participó en la restauración de Luz de la selva, considera a Enock Roldán como un realizador de una intuición natural, “que supo llegarle muy hondo al alma popular, que fue recursivo y arriesgado en una época en la que prácticamente el cine nacional había desaparecido”.
Reventando la taquilla
Siempre que Enock Roldán llegaba a algún pueblo antioqueño después de atravesar trochas y sortear desfiladeros, lo primero que hacía era revisar que su equipo de trabajo estuviera en perfecto estado. Dos proyectores, las latas que contenían las películas, el tocadiscos, el parlante de perifoneo, y dos telones, uno grande y otro pequeño, eran su tesoro más preciado. A continuación se presentaba ante el cura y el alcalde para evitar la censura o el veto, y antes de salir a pregonar la publicidad, pegaba a lado y lado del Willys dos vistosas pancartas con fotogramas y carteles.
La más exitosa de sus películas fue El hijo de la choza, que narra los contrariados amores de la madre de Marco Fidel Suárez y el posterior ascenso social de su hijo. Con una perorata en la que se mezclaba el melodrama mexicano con el estilo del culebrero antioqueño, Enock Roldán anunciaba la cinta por las calles de Abriaquí, San Andrés de Cuerquia o Cañasgordas de la siguiente manera:
“Señora, señor: deje ir a su hija y a su hijo a ver esta película, y veánla ustedes también. Es un ejemplo. Recuerden los amores de un hombre canalla que viendo a su novia en estado grávido la deja sola, esperando, esperando, esperando durante nueve lunas el tétrico deshojar de un calendario. ¡Vaya! Señoras y señores, esta película ha sido hecha con esfuerzos, luchas, hambre. Ustedes me perdonan los errores, pero fue hecha por un hombre con hambre, que quería mostrar el folclor de este pueblo antioqueño”.
El hijo de la choza fue la primera superproducción colombiana. Algunas de sus secuencias se rodaron en Bogotá pero fue filmada casi toda en el casco urbano de Bello y en las mangas de Niquía. La película costó nueve mil pesos y recogió cerca de cien mil. Fue presentada en teatros, iglesias, parques, colegios, escuelas. Los curas la recomendaban desde los púlpitos y las monjitas la proyectaban en los conventos como una historia edificante. Solamente en una ocasión se topó con un sacerdote, de los que le tenían tanta desconfianza al cine que censuraban hasta Los diez mandamientos y El mártir del calvario, que le negó el permiso para proyectar sus películas con el argumento de que el cine era un espectáculo pernicioso. Para cerrar la discusión le dijo: “Hágame el favor y retira de mi pueblo esos instrumentos de Satanás”.
Una película de carretera
En un respiro de sus eternos años de trotamundos, Enock Roldán conoció a Ana María Valencia, una actriz aficionada que terminó siendo su esposa y mano derecha. Ella fue compañera inseparable de las giras del cineasta y empresario, además de proyeccionista, secretaria y encargada de la contabilidad y la taquilla cuando andaban en plan de exhibición. Cuando estaban rodando a ella se le encomendaban el vestuario y el control de los gastos.
Ana María Valencia también participó en un pequeño papel en la adaptación de Una mujer de cuatro en conducta, otra de las películas que dirigió Enock Roldán y que se refundió en uno de tantos viajes. Ana María fue una pieza importante en el rodaje de El llanto de un pueblo, la última producción del cineasta antioqueño que narra la desaparición del municipio de El Peñol para construir la represa de Guatapé. Fue otro éxito de taquilla que puso a soñar a Enock con nuevos proyectos. Sin embargo, a finales de los años sesenta el gobierno de Carlos Lleras Restrepo prohibió la importación de película reversible, el material con el que Enock Roldán rodaba y, para completar, en una de sus salidas, pasando por el alto de Santa Elena, lo intentaron robar y le hicieron varios disparos, lo que terminó por sacarlo definitivamente del cine. Aún así, su viuda recuerda aquellos años con una enorme emoción: “Yo con don Enock perdí un montón de miedos tontos que tenía. Me arriesgué a caminar de noche por los montes más oscuros sin ningún temor porque sabía que tenía un hombre fuerte a mi lado, que no iba a salir corriendo ante la primera escaramuza”.
Sería un crack
Ya retirado del cine, Enock Roldán incursionó en la política como concejal de Bello, y en los últimos años de su vida volvió a su primera actividad: el perifoneo por las calles y avenidas del municipio que lo acogió cuando era un joven. Le hizo publicidad a cacharrerías, almacenes y carnicerías y, en algunas ocasiones, cuando lo asaltaba la nostalgia, armaba sus trebejos de ilusionista en una esquina de su barrio y presentaba de nuevo sus películas.
Enock Roldán fue un gitano de nombre bíblico que asumió con buen ánimo el declive de su carrera. Se burlaba de sí mismo al repetir una de sus frases para los créditos del final de su película: “Yo era un genio y acabé como todos: sin cinco y gritando en las calles como un loco”.
Con el olvido que ha caído sobre su obra, Enock Roldán es recordado como el único realizador de su época que consiguió dinero haciendo películas, como un precursor del cine independiente, como un adelantado en la utilización de los escenarios naturales, como un personaje recursivo y carismático, que si hubiera rodado sus películas hoy, habría cumplido el deseo que dejó claro en una de sus últimas entrevistas, en 1985, pocos años antes de morir : “¿Teniendo plata? Eso sería mi felicidad. Con estas máquinas que hay ahora tan modernas, tan sofisticadas y hermosas, yo sería un astro”.