Gazú era un pequeño sinvergüenza que no llegaba a bandido. Cualquier día había aparecido en el barrio, metiendo ruido con su enorme motocicleta Harley-Davidson niquelada, para dar comienzo a una historia que, con su breviario de bellaquerías, abusos y delitos menores, lo fueron convirtiendo en un tipo de cuidado. No enteramente un criminal porque aún no había matado a nadie pero, de examinarse la espiral de sucesos de los cuales era el protagonista, no demoraría en serlo. Eso se decía, pero yo no recuerdo que hubiera llegado a tanto. Gazú no era más que un pillo con ínfulas, un camaján con dos dedos de frente, repudiado hasta por su propia madre, que vino a enriquecer la reducida fauna barrial con la pieza que faltaba. Era bajo y musculoso y con su chompa negra, recargada de estopines, las botas de cuero volteado, además de sus aires de canalla y rebelde, así lo omitiera, aspiraba a ser la versión parroquial de Marlon Brando en Rebelde. Su caricatura al menos.
Quizás fuera a causa de esto que al principio nadie lo tomaba en serio. Pero pronto se las ingenió para que no continuara ocurriendo así. Con su pistola Beretta, convenció a más de uno que lo ponía en duda. Una serie de atracos a prenderías, casas de cambio y graneros, que nadie se atrevía a denunciar, terminaron por confirmarlo. Gazú se quedaba entre nosotros y, a su modo, aceptaba ser el villano que hacía falta en la gran familia. No hay rosas sin espinas, fue entonces el comentario de los ancianos de la tribu.
A Gazú lo conocí uno de aquellos sábados en que nos reuníamos en casa de los Ávalos a bailar con las amigas y a poner en práctica los nuevos pasos de rock and roll aprendidos en las películas de Elvis, Bill Halley y Resortes, el cómico y bailarín del cine mexicano. Rock around the clock y El rock de la cárcel eran los hits del momento y Rafael, nuestro líder natural, era el que más provecho sacaba de las prácticas, cuyo repertorio de figuras y pasos era cada vez más amplio, convirtiéndose pronto en un envidiable bailarín. Lo hacía con gracia y plasticidad, casi diría que las reuniones sabatinas se organizaban para verlo bailar junto a Nelly, la única con el talento y el valor para acompañarlo. En las películas hemos visto el tipo de maniobras y acrobacias que esta música exige para acoplarse a sus frenéticos compases, nada sencillos por cierto; tendrán así una idea de qué clase de fiestas eran aquellas y el tipo de saltimbanquis que éramos entonces.
Esa noche, cuando la reunión estaba en su punto más alto, se escuchó llegar una motocicleta. Al adivinar quién era, alguien corrió a mermarle el volumen a la radiola y el baile se detuvo, creándose un cierto suspenso. Recién comenzaba mi amistad con los muchachos de la barra y, en principio, me costó entender qué sucedía. A juzgar por la reacción general, de temor y curiosidad, el fulano no era esperado. De Gazú apenas tenía noticias, de suerte que fue una verdadera sorpresa ver aparecer aquel mentecato allí, cuya sola presencia imponía algo parecido al respeto. Enseguida vi que Nelly, desprendiéndose de Rafael con quien bailaba un mambo, fue a su encuentro y juntos, después de un saludo cariñoso, tomados de la mano, salieron a la puerta. El baile no se reanudó hasta que, pasados unos largos minutos, se escuchó otra vez la motocicleta que arrancaba veloz calle arriba. Nelly, me explicaron luego, era la novia de Gazú, cuyas apariciones en público, dadas sus deudas con la policía, respondían siempre a un cálculo: eran siempre sorpresivas y solo para verla a ella. Entre un encuentro y otro podían pasar semanas, todo dependía del cerco policial, pero las ausencias siempre eran gratificadas, pues el villano nunca aparecía con las manos vacías. Los regalos, de dudosa procedencia, valiosos siempre, se multiplicaban en la medida que el compromiso se tornaba más serio.
La pareja pronto se casaría, de ahí lo intempestivo de la visita del bandido aquella noche y la dificultad, para mí, de entender unión semejante. Esa era la bola que corría, confirmada por Holanda, la amiga cuya presencia allí explicaba a la vez la mía y que yo, entusiasmado por primera vez con una chica, esperando deslumbrarla, me retorciera en media pista como un epiléptico, intentando seguir el paso a los demás.
Tampoco ella entendía aquel noviazgo, y menos que la familia lo aceptara como la cosa más natural del mundo. Parecía que no les importara, decía. Si este fuera su caso, la reacción sería otra y el repudio inmediato. ¿No era como entregar una hija al sacrificio?
Había que reconocer, sin embargo, que Nelly no era una belleza y que, fuera de sus virtudes de bailarina y su casi inocencia en todo, estas no sumaban cantidad suficiente como para aspirar a un buen pretendiente. Quizás ella lo supiera, al igual que su familia, de suerte que, aceptando que el amor había tocado a su puerta, como parecía serlo, así fuera bajo la forma más taimada y desventajosa, lo mejor era hacerse la de la vista gorda.
Tal fue el comentario de Holanda, a quien la suerte de la amiga la ponía en alerta. ¡Ni en el peor de los casos ella aceptaría tal cosa! Que se planteara tal posibilidad, así fuera remotamente, era una exageración. Holanda era una muchacha de particular belleza a quien los pretendientes le sobraban, disputándose una oportunidad. Que aceptara aquel sábado asistir conmigo al baile, tenía una explicación: yo era el miembro más reciente del clan y como las muchachas son noveleras, la ocasión no era para rechazarla. Pero mudables como son, yo temía que, pasado el primer momento, ella volviera la vista a otro lado. Por lo sabido, ya había sucedido con otros antes de mí. Ese temor lo disfracé del mejor modo, hablándole de Nueva York, a donde quería viajar para estudiar cine en la universidad de Columbia una vez terminara el bachillerato. A Holanda los ojos se le abrillantaron cuando se lo comenté, se trataba entonces de reforzar esa ilusión. Mientras Nueva York estuviera en el horizonte, tendría el corazón de ella cercano al mío, estrenándose apenas en amores.
Nos hicimos novios. En adelante no faltábamos al baile semanal donde, sin mojigaterías o prohibiciones, podíamos besarnos libremente, allí el ambiente era otro. En dos o tres ocasiones, que yo recuerde, la motocicleta de Gazú tronó afuera. En la última, sin pensar en riesgos, ni despegarse de Nelly, el malandro permaneció hasta tarde de la noche.
Gazú tenía manos gruesas y labios delgados de mujer. La camisa entreabierta dejaba al descubierto un pecho musculoso, de atleta y, junto con la Harley- Davidson y la pistola, que exhibía sin reato alguno, su mayor posesión la constituían sus botines de cuero. En conjunto, Gazú daba la impresión de ser una mala persona, pero sus ojos lastimeros decían otra cosa. En su indefensión, casi contradecían la mezquindad de su aspecto y, pensándolo bien, quizá fuera esta ambigüedad la que, en últimas, lo hacía más peligroso. Era fácil equivocarse con él.