Uno
Ayer hubo tormenta en Medellín. Una granizada que tuvo como epicentro las comunas 5, 6 y 7, en el noroccidente de la ciudad. A mitad de la tarde del último miércoles de octubre de 2014, un lluvioso ventarrón se convirtió en un traqueteo ensordecedor sobre los tejados, en un rodar de piedras blancas, en un fragor de truenos y relámpagos. Vientos de cien kilómetros por hora derribaron árboles y arrancaron techos. Bolas de hielo del tamaño de canicas agujerearon tejas y se acumularon en los antejardines. Litros de agua se colaron por las grietas y mojaron electrodomésticos, muebles y colchones que ahora descansan en las esquinas a la espera de que el camión de la basura pase a recogerlos, junto a montones de hojas de árboles masticadas por el hielo y la ventisca.
Hoy, a metros de la cancha La Maracaná —barrio La Esperanza, comuna 6—, dos tipos comentan los daños: “En ningún depósito hay tejas, todo el mundo se levantó a arreglar el techo”, dice uno de ellos, Pedro, un tipo en jeans y camiseta que debe rondar los cuarenta.
En esa tienda hubo, hace muchos años, una bananería que proveía a toda la zona cuando doscientos de banano hacían un racimo. En esa esquina nació, hace muchos años, un combo, ‘Los Bananeros’, ahora conformado por quince o veinte pelados, muy jóvenes, medio locos, dañinos, que tienen control absoluto de esa callejuela, según me contaría semanas después Carlos Arcila, vocero de la Mesa de Derechos Humanos del Valle de Aburrá. En esa cuadra es “donde pasa de todo”, dirá luego un vecino; y también que Pedro, a quien se ve caminando por ahí como quien no tiene nada que hacer, es un “pagadiario”: “Él no está enredado con nada pero es un prestamista. Hay muchos. Los fines de semana uno los ve borrachos, botaos, pero no son malos”; amenazan, sí, pero entonces el deudor recurre a las “últimas formas de pago” y le hace visita al prestamista con el televisor a cuestas.
A veces La Esperanza y su cancha salen en las noticias. Cuando, por ejemplo, aparece un cadáver descuartizado, o dos, o tres, como sucedió en septiembre. O cuando hay una masacre como la que ocupó los titulares a mediados de 2012, provocada por una riña entre dos pelaos. “Ellos hacen encuentros de paz, pero no tienen cómo ser amigos porque aparece un culicagaíto que se cree muy duro y caga el tropel”, opina un habitante. “Falta de mando”, diría más tarde un líder, aunque en teoría todos están sujetos al llamado “Pacto del Fusil”, una suerte de tregua entre mandamases.
El comandante de la Policía responsabilizó de la masacre a Los Cachorros, un combo nuevo, conformado por veinte o treinta muchachos que dominan, bajo la influencia de un combo mayor, el otro lado de la cancha. El ataque fue contra Los Bananeros. Además de esos, otros combos –menores y mayores– mantienen feudos en las comunas 5 y 6 y establecen fronteras invisibles que pocos se atreven a franquear. Pero en La Maracaná, epicentro de la actividad del barrio, límite simbólico entre tres comunas, todos parchan, se traban y se emborrachan, juegan parqués o cartas, hacen frijoladas y sancochos.
La Maracaná es más que una cancha. Le llaman —la administración y los líderes cuando toman prestado el discurso de la administración— “Núcleo de vida ciudadana”, porque allí está todo: la cancha, una iglesia, un colegio, dos escuelas, dos jardines infantiles, la biblioteca, un teatro al aire libre, un auditorio, varios salones para la decena de organizaciones sociales —deportivas, artísticas, culturales— que tienen allí su sede, un parque infantil, terrazas, árboles, y una sede comunitaria donde hacen de todo, desde bingos de la iglesia hasta reuniones de los grupos de la tercera edad. También hay un edificio construido en los años ochenta, después del primer proceso de desmovilización que hubo en Medellín —según me diría más tarde un líder—, para una cooperativa de trabajo que habría llegado a ser muy importante si no hubiera conseguido “ladrón propio”, y que ahora mismo están reformando para convertir en subestación de policía. Afuera del inmueble, cubierto temporalmente con tela verde, dice Castilla. Un letrero que lleva ahí cerca de quince años, aunque esto, en rigor, no sea Castilla.
A esa zona en teoría neutral, una noche de julio de 2012, llegaron dos tipos en moto y dispararon indiscriminadamente mientras se jugaba un partido de fútbol. Seis heridos y cinco muertos, entre ellos dos menores de edad. “La alegría de La Esperanza no muere”, tituló un periódico local, y otro ubicó el barrio en la comuna 5, Castilla, aunque la administración de la ciudad establece que pertenece a la comuna 6, Doce de Octubre. Dicen los líderes del barrio, dicen los registros históricos, que La Esperanza es lo que hay entre las carreras 72 y 85 y las calles 96 y 97. En el mapa sectorizado rural del Municipio se pueden ver 54 manzanas, comprendidas entre las carreras 76 y la 72 y las calles 93 y 99. Si uno se descuelga, digamos, por la 96, una de las calles que bajan derecho desde la carrera 80, puede ver, enfrente, las casas y ranchos de la comuna 1, punticos como estrellas en la gran superficie de la montaña, si, digamos, es de noche y el cielo está despejado.
Menos de un mes después de la masacre, tres presuntos responsables fueron detenidos. Y hubo retaliación, claro. “Cuando los cogieron ya sí chillaban. Que ya, que ya. ¿Que ya?”, cuenta Pedro, quien al enterarse de que busco a un conocedor del barrio me manda para donde John, que en este momento debe estar en “la corporación”, a la vuelta.
La corporación queda al lado de un localcito con media docena de máquinas tragaperras, atendido por dos señores peliblancos. Es un salón grande, con grandes columnas, las paredes tapizadas de volantes, fotos de la vida comunitaria, avisos institucionales. En una de las alas de la puerta de vidrio un cartel reza: “Juntos somos MÁS, solos no somos NADA”. “La comuna 6 –dice el Plan de Desarrollo Local Comuna 6 2006-2015– ha sido reconocida por el nivel y trayectoria de organización comunitaria. […] Comparativamente con las demás comunas de la ciudad, se ha identificado en el pasado y en el presente por su vida organizativa”.
Adentro está John, sentado ante un escritorio, chuzografiando, un poco sudoroso: “Papi, ¿usté qué?”, le pregunta a un viejo. “Se me dañaron las tejas de la cocina”, dice el señor. “Papi, deme el teléfono. Deme la dirección, papi”. “A usté qué me le pasó, mami”, le dice a una señora: “Se me rompió un pedazo de la teja íntriga”. Desfilan, uno tras otro, señoras y señores, y John suda, pregunta, y más tarde dice, para todos: “Somos del Comité Local de Emergencias de la Cruz Roja y estamos haciendo reporte de los daños; la Cruz Roja está en el territorio, pero no esperen que la ayuda —tejas, frazadas, colchonetas— llegue ahí mismo”.
John es bajo, macizo, ya no juega fútbol como antes. Su papá, un fabricante de calzado, llegó a Castilla cuando él tenía cuatro años. Ahora tiene 42 y un hijo de 18 más moreno y alto que él. Dice que siempre ha sido empresario: tuvo una fábrica de arepas y otra de zapatos, una miscelánea, una boutique y un bar restaurante, y fue socio de una farmacia. La farmacia quebró, y la boutique la cerró porque tuvo un problema con unos manes: “Por aquí hay unas gonorreas que ea”, dirá más tarde.
John sonríe, es efusivo con conocidos y desconocidos, no deja que se le descargue el celular porque alguien puede necesitarlo. Estudió poco pero sabe hacer cosas. Puede, por ejemplo, armarle un chifonier modular a una vecina medio puta en más o menos tres horas. Hace quince años un amigo de toda la vida lo involucró en el trabajo social, y ya lleva un lustro administrando la corporación.
Como no puede atenderme ahora, me presenta a un tipo al que le dicen ‘Mecato’, treintañero tranquilo con apariencia de muchacho, habitante de toda la vida del barrio. Lo llaman así porque a veces saca una chaza y vende cigarrillos y dulces en “El Muro”, donde parchan los mariguaneros del barrio: “Le vendo las cositas a la cometrapo de toda esta gente”. A Mecato se le mojaron los electrodomésticos, la ropa y el colchón. Ahora mismo su computador cuelga del tendedero. Tiene afán de trabarse, está “caballo” —como le dicen a ese amure—, pero el tipo con el que comparte casa, Mauricio, le propone que primero almuercen. Un almuerzo al que invita la Cruz Roja, en compañía de dos chicas y un señor con uniformes de la Cruz Roja. Cuenta Mecato que los contactaron “porque la policía se metía a atarbaniar los pelaos, dándole pata a todo mundo”; una historia en la que Mauricio, con fechas y horas exactas, se extenderá más tarde. Después de ese primer contacto, la Cruz Roja les ofreció un curso sobre primeros auxilios, que se imparte desde hace dos meses, los sábados por la tarde, en la sede social de La Maracaná, y al que asisten cerca de veinte personas, entre ellas Mecato y Mauricio.
Mauricio también parece un muchacho, pero ya casi alcanza los cuarenta. Tiene la piel cetrina, una cicatriz en el rostro —media luna que rodea el lado izquierdo de su boca—, es delgado pero de músculos afilados. Se mueve afanosamente de aquí para allá mientras gestiona el almuerzo, con una diligencia parecida a la de John. “¿Vos quién sos? ¿Periodista? Yo soy muy preguntón. ¿No trabajás con Q’Hubo?”. No, le digo. “Ah bueno, porque al periodista de las comunas 5, 6 y 7 le dije: ‘Viejo, por amor a Dios, no escriba lo que no es, de buena, porque cuando usté llega acá nos toca hacer que las mismas personas del barrio lo cuiden’. Decirle eso, y al otro día sacar: ‘Tres muertos en La Maracaná’. Se pierden tres personas de un barrio más arriba, a los dos días aparece uno en un colchón, al siguiente aparece uno en un costal y otro dentro de unas bolsas. Los matan a diez cuadras y nos los acomodan aquí”. Después dice: “No nos han presentado: mucho gusto, Mauricio, caravana”. Caravana, me explicaría luego, es un término “canero” (carcelario) que significa “un parcero reparcero”.
En la mesa, además del trío institucional, están otros dos líderes del barrio, Juan y Manuela, esposos. Ellos —Mauricio, Mecato, Juan, Manuela y John— fueron quienes atendieron la emergencia el día del aguacero. Mientras comen chorizo y toman uva, Juan cuenta que hace unos días estuvo en “una capacitación del territorio” a la que asistieron cerca de ochenta personas; les preguntaron dónde vivían: “De los habitantes de La Esperanza, ninguno se anotó en La Esperanza. ¿Dónde se anotaron? ¡En Castilla!”. “Qué bacanería de polémica, qué almuerzo más bacano”, dice Mauricio. Y Juan dice que no sabe qué pasó, que ellos se sabían de Castilla y un día dejaron de serlo: “En mi casa hubo un tiempo que se llamaba Castilla, después La Arboleda, ahora La Esperanza. Yo he vivido en tres barrios en la misma casa, y nadie me cree”. “El ciudadano dice que Castilla es… cualquier parte”, explicaría John más tarde.
Tras el almuerzo, Mecato y Mauricio se dirigen al muro, a un costado de la cancha, donde siempre hay pelaos fumando mariguana y dando de fumar al que no tiene. El muro tiene letreros, mensajes, manos de niños en colores y dos pinturas del Cristo Rey, una escultura de dos metros y medio que es insignia del Picacho, cerro tutelar que da nombre a uno de los barrios del Doce de Octubre, la comuna más densamente poblada de toda la ciudad. Dice Mecato que allí se fuma después de las cinco de la tarde, cuando salen de clase los muchachos de la Institución Educativa Los Comuneros, que está justo detrás. Ahora no hay mucha gente, y en realidad no estamos en el muro, porque llueve —truena, relampaguea— y el techo del costado de la cancha no alcanza a taparlo.
Ya el humo enrojece los ojos cuando un jibarito de ojos verdes y cejas depiladas, delgadísimas, le pregunta a Mauricio: “Usté qué dice, ¿va a caer granizada otra vez?”, y él responde que no. Luego se le acerca una chica en chores. “Qué más mami, ¿vienes de trabajar?”, le pregunta Mauricio. “No, nada, estaba por allá en el Centro comprándome unas chanclitas. ¿Me va a regalar un ploncito?”, dice ella. “Oiga, y por qué no”, dice él, y le rota el porro. Después Mauricio empieza a contar cómo lo encontró el aguacero, y alrededor suyo se va haciendo un corrillo de muchachos, adultos con apariencia de muchachos y un señor canoso al que le dicen ‘Corozo’.
Corozo vive en la esquina de arriba de esta misma manzana, y apenas se entera de lo que pasó ayer. No se dio cuenta de la inundación —él no se inundó—, ni le creyó a Mauricio cuando lo llamó a contarle. “Cuando yo salí, le dije a la mujer: ‘Eh, qué mano’e hielo el que hay en la calle tan berraco, esto parece como en Europa”. Corozo es el representante legal de otra corporación que recién conformaron, y que Mauricio empuja con la ayuda de Mecato —y de John—. A veces Mauricio comienza las historias con un “estábamos-en-elsalón- de-la-justicia”, que no es un espacio concreto sino cualquier lugar donde estén él y Mecato, y John, y a veces una mujer llamada Celina que les ayuda con las tareas administrativas. En las fumas hablaban mucho de crear una organización, y un día Corozo llegó la personería jurídica. “La gente cree que la mariguana no es sino mala, y mentiras, eso no es así”, dice el señor.
Mientras habla, Mauricio sostiene un palo de escoba, “trofeo” del día del aguacero. Le cuenta a los parceros la faena de rescate, el camino que recorrió montado en la película de darle alguna utilidad a lo aprendido con la Cruz Roja. Usa el cuerpo mientras acapara la palabra, provoca risas, mira fijamente para calibrar las reacciones, rasca otro porro.
Unas horas después John se suma al parche, aunque no le gusta fumar en el muro ni en las gradas para evitar el visaje. John es un tipo elocuente y aborda ciertos temas con tono de burócrata, como si fuera la cuestión más seria del mundo. Cuando entra en confianza me pide que apague la grabadora y toca otros temas, con un tono distinto: el trabajo comunitario, las fronteras invisibles, las amenazas. “En los procesos comunales hay dos versiones: la del que está afuera, que dice ‘son unas ratas’, y la del que está adentro, que dice ‘no, es que a la gente nadie la llena’. Yo puedo decir: ‘muchachos, no hay tejas, pero vea, tenga cada uno de a 500 mil’, y mañana están diciendo que yo soy una gonorrea: ‘mínimo le tocó de a un millón por cada uno y se quedó con la plata’. Y así es la vida, y realmente hay muchos que hacen eso. Yo le hago un ejemplo: ayer un güevón todo borracho braviándome, isque: ‘quiubo, qué pasó con las tejas’. Le dije: ‘vea, eso es pa la gente que necesita y usté no necesita’. Porque si yo necesitara una teja no estaba bebiendo, estaba comprando la teja, ¡amén! ¿Sí sabe? ¿Qué están esperando? Que uno les lleve la teja… ¡Puede llorar!”.
John habla con la suficiencia del que sí sabe. Sabe, por ejemplo, que el primer barrio que se asentó en la zona, en los años treinta, fue Pedregal, casi al mismo tiempo que Santander, el más antiguo de la comuna 6, y también que hay centenares de organizaciones, unas de papel, otras de puertas cerradas, otras como ‘La Corpo’. Sabe también que el cambio de vocación de Medellín entraña para ellos, los habitantes de la barriada, más peligros de los que la administración puede darse el lujo de admitir: “¿Adónde vamos a ir a trabajar, güevón? —le pregunta a Mauricio—. Los ricos no se van a preocupar porque ellos la tienen, los que nos vamos a preocupar somos nosotros, que cómo la vamos a conseguir si no hacemos nada que atraiga al turista”.
Tras la fuma, John se despide: “Los voy a dejar, muchachos, porque tengo la corpo abierta y está la chiquiteca”. Afuera de la corpo hay cierta tensión. Se oye murmurar que la gente que reportó los daños en el transcurso de ese día está molesta: pregunta cuándo es que van a llegar las tejas.
Dos
Mauricio compra un porro en la calle de Los Bananeros, en el segundo piso de una casa a cuyas afueras hay un mueble viejo. En el muro hay varios muchachos y adultos con apariencia de muchachos quemando, y un grupo de señores jugando parqués. En la cancha media docena de niños hacen montañas de arena para posar el balón antes de patearlo. Junto a los caspetes suena Me bebí tu recuerdo de Galy Galiano, varios viejos se emborrachan, una mujer y una niña comen empanadas, dos señores fritan chicharrón. En el costado sur un flaco sin camisa prepara el fuego para una frijolada.
De los cables de luz cuelgan tenis y guayos, unos quince pares. “Mami, la memoria, usté sabe. Son de dos muertos, de dos niños que ganaron la Liga Antioqueña el año pasado con un equipo llamado La Esperanza, y de otros parceros que se han tenido que ir”, explica Mauricio. Los muertos, contará luego, son ‘La Vaca’ y ‘Yoyo’. En 2005 los paracos los reclutaron, a ellos y a medio centenar de pelaos del barrio. A La Vaca lo pusieron a mandar y luego lo mandaron a matar. Yoyo está desaparecido.
Mientras circulan cuatro, cinco, seis baretos, dos tipos conversan con Mauricio; el pitbull de uno de ellos, Dányer, da vueltas alrededor. “Entre nosotros tres hay como 35 años de cárcel”, dice él, que tiene seis hijos con tres mujeres diferentes: “Todos mis hijos son hechos en la cárcel”. La mujer que tiene ahora vive en el barrio Doce de Octubre, pero él tuvo un problema y no puede asomar por allá entonces ella le hace “visita conyugal” cada semana. Pero a los hijos los ve poco. “Así yo esté acompañado mi corazón llora porque mis hijos no están acá”, dice.
Mauricio tampoco puede ir al barrio San Martín de Porres (oriente), ni a Castilla (occidente), ni a Pedregal (norte), ni a Kennedy ni a Francisco Antonio Zea (sur). A casi 450 mil metros cuadrados, que es lo que mide La Esperanza, se reduce el terreno por el que puede moverse libremente.
Hace cerca de tres meses Mauricio tuvo un problema con la policía, a propósito de la decisión de poner allí la subestación de policía. Mauricio es cauto, evita los detalles, pero se sabe que la tomba lo cogió a “tabanazos” — descargas de taser—, y se comenta que enseñó su foto en los barrios aledaños y por eso no puede moverse; que los acusaron, a él, a John y a los demás, de ser “puros Bacrim”. Aunque las fronteras, dice Carlos Arcila, no son solo para los muchachos que están metidos en vueltas, y a los de los combos les gusta que ahí esté la policía. “Mami, ¿sabés que debiéramos decir nosotros cuando llega la policía si fuéramos bien civilizados? ‘Eh, qué chimba, viene la policía a protegernos’. Pero esa gonorrea no viene sino a darnos palo, entonces suerte pirobos”, dice Mauricio.
Mauricio, criado en la comuna 6, fue un gran futbolista, y el fútbol lo llevó a jugar a Chile en tercera división. Allá tuvo un accidente automovilístico, y desde entonces lleva como recuerdo una “varilla de titanio” y una larga cicatriz en el muslo izquierdo, al lado de otra más pequeña causada por un disparo de fusil. Después Mauricio pasó por el Ejército, se salió porque no le gustó, leyó “libros antiguos” y se “desengañó del sistema”.
Entonces conoció el crimen. Pagó cárcel dos veces, diez años y medio en total. Robó, fletió, voltió, quién sabe qué más cosas hizo. Y tuvo dinero: 2.224 millones de pesos que guardaba bajo la cama en bolsas plásticas y cada cinco días contaba, hasta que lo agarró la policía y lo encanó por segunda vez. Mientras cuenta todo eso, con detalles más o menos inverosímiles que sin embargo nunca contradice, señala uno de los señores que juegan parqués y dice: “Si yo tuve plata, ese señor tuvo muchísima más. Los pobres no sabemos tener dinero. Se la bebió por la nariz...”.
Ahora Mauricio está listo para desandar los pasos del día de la granizada. “Usté no me ha hecho una pregunta: ¿Por qué John y yo nos la llevamos tan bien si él de izquierda y yo de ultraderecha? Porque se necesitan una mano derecha y una izquierda”, dice mientras recorre el costado de la Biblioteca La Esperanza. De ultraderecha, dice, y también uribista, porque le dio casa a la mamá, a la hermana, y subsidió a sus hijos durante ocho años. “Porque permitió que después de haber sido delincuente me formara como líder”. Porque antes, cuando ese señor era presidente, no había barreras invisibles: “¿Sabe por qué? Porque es mejor que la vuelta la lleve un solo bandido que muchos de diferentes lados”.