Número 65, mayo 2015

Los caminos de La Sierra prometen tesoros, señalan rasgos de sangre, entregan tesoros, dejan rastros de sangre. Bajar la cabeza sorprende tanto como levantarla. Segunda entrega de una serie con dorsos, cuchillas, abismos.

Cuchillas de la Sierra
Camilo Alzate. Fotografías: Rodrigo Grajales

 
 
 

1

Antes de San José de Maruámake un peñasco astillado se atraviesa al paso. Uno escucha que polvo y balastro fueron, o quisieron ser una carretera, rajada con dinamita y brazos que turnaban fusiles después de alzar el azadón. En sus mejores años las Farc robaron una retroexcavadora para concluir los trabajos, pero la roca fue más rebelde que los rebeldes, cerrándose con saña. La montaña se plantó firme y los guerrilleros abandonaron el propósito de tender un corredor vehicular estratégico, bajo su control, que conectara el sur de la Sierra Nevada de Santa Marta con los cañones del norte que convergen a La Guajira, de frente al Caribe.

El tránsito continúa a pie o en bestia, como hace siglos, acariciando la sinuosidad de los cerros pelados, rodeando vegas. Parece que entonces nadie comprendió el mensaje: la montaña jamás traza líneas rectas. Cualquier cruce, cualquier recorrido, obliga al desvío.

2

Cuando la secuestraron en septiembre de 2001, ‘La Cacica’, Consuelo Araujo, fue internada por Atánquez, el pueblo de los kankuamos. Viajaba en su camioneta blindada. El sobrenombre no era gratuito: La Cacica vestía un poderío cimentado en la institución terrateniente, con la que los políticos mandan en la costa como un ganadero dispone becerros en su corral. Pertenecía a aquella nobleza rural intocable, de fundos hasta donde la vista alcanza. Exitosa, carismática, muy querida en su tierra, Consuelo Araujo trajinó gobiernos y ministerios abanderada del vallenato, ese género literario disfrazado de parranda.

La infamia del conflicto la sorprendió en La Vega, una encrucijada a quince minutos de Valledupar, donde se deshacen las estribaciones de la Sierra. Alguien cree recordar la frase de un guerrillero, apodado ‘El Indio Arias’, viéndola descender del vehículo en medio del retén ilegal de las Farc:
—A ti era a la que andábamos buscando.

Consuelo amaneció en el caserío de Guatapurí encerrada en la camioneta, algunas guerrilleras custodiaban afuera. El operativo militar forzó a los subversivos a echar monte adentro. La camioneta blindada quedó al final de aquella carretera inconclusa, casi tocando el pueblo kogi de San José. El grupo se abrió en tres. Una escuadra giró al occidente buscando territorio arhuaco, otra volteó por Cherúa al oriente. Señuelos. El comando con La Cacica Araujo tomó hacia el norte, quebradas arriba del cerro La Bóveda, hacia los páramos. Una sobreviviente contó que la cargaban en hamaca al tenor de un bombardeo espeluznante. Aunque el Estado fue condenado por el desenlace fatal, las sentencias señalan a guerrilleros de las Farc de cometer el asesinato, confirmando informes técnicos de la Fiscalía.

Pero en la Sierra Nevada, al unísono, se jura algo diferente. “A ella la mató el ejército, todo mundo sabe que fue un cruce de disparos”, dice en Guatapurí una señora que vio el alboroto del secuestro. Pasada una década larga las Farc publicaron un elogioso perfil sobre La Cacica, actitud quizá cínica e insolente. Y aunque nunca aclararon las circunstancias del crimen, desde aquel septiembre sugieren que las balas cruzaron del otro lado, lo que en realidad no importa mucho. En un comunicado la guerrilla abrevia la tragedia: “de repente una unidad de las Farc se encuentra con ella entre las manos. Y juzga que por su prestigio puede servir para presionar el canje”.

La historia del Indio Arias es más borrosa. No parece una persona sino varias. Se lo creía un muchacho atanquero que camuflado acabó tramando emboscadas y asaltos a pueblos en la comarca, asesinado a traición por los suyos, años atrás, cerca de Nabusímake. Otros piensan que era Samuel Galvis Arias, ‘El Tigre’, quien comandó el secuestro y fue capturado a los pocos meses. Sin embargo, en 2004 la tropa reportó haber matado al Indio en Guatapurí. Lo identificó como Tito Arias Martínez, a pesar de que en el pueblo dicen tajantemente que aquel nunca fue guerrillero: “lo cogieron a mansalva de madrugada, rumbo al cultivo de caña”. Tito siempre vivió en paz en el caserío, cuentan. De pronto, el verdadero Indio Arias sigue con las cañadas como refugio.

Y la gente sabe, aunque no pueda probarlo, que así iba naciendo la maldición de un apellido en toda la Sierra. Allegados de La Cacica terminaron involucrados en los sanguinarios escuadrones de autodefensa. Hernandito Molina Araujo, latifundista acaudalado y político de Valledupar, vengaría en represalias colectivas el asesinato de su madre Consuelo, aliándose con ‘Jorge 40’, cabecilla paramilitar responsable de incalculables matanzas en el Caribe. Por años corrió la voz de que los Arias eran auxiliadores de la guerrilla. Equivalía a sentenciar la totalidad de los kankuamos: cualquiera en Guatapurí, Atánquez y Chemesquemena tiene un Arias metido entre los parientes, los vecinos, los amigos. O peor aún: en el documento de identidad.

Dos o tres kilómetros arriba de Guatapurí, empezando el camino que trepa a Maruámake y Makotama, antes de San José, un parabrisas roto se niega a desintegrarse en mitad de la trocha por la que anda una familia kogi descalza. Prospera tranquila una parcela cafetera con caña y frutales. Nada invoca el horror. Es lo último que quedó de la camioneta tirada al borde tanto tiempo, hasta que alzaron con la chatarra un trozo tras otro. Quien suba —o baje— va obligado a andar encima del parabrisas, pisoteado la última década por mulas y transeúntes, indios la mayoría. Renueva la humillación y el pavor. Lo estrujan, lo destrozan cada mañana.

En proximidades a la encrucijada donde la guerrilla secuestró a La Cacica, los paramilitares instalaron después un retén permanente. Atajaban todo lo que bajara de la Sierra. Muchos nunca volvieron a subir. En Atánquez, pueblo pequeño de piedra en las calles, ocurrían uno, dos, tres asesinatos por semana entre 2002 y 2003. A tres años del secuestro ya un centenar de kankuamos habían sido acribillados en represalia, supuestamente, por colaborarle a la insurgencia. Casi mil personas huyeron a otras partes del país.

No huelen a guerra reciente estas aldeas de atardecer sereno. No hay pintadas subversivas, ni patrullajes. Tampoco suenan ráfagas en la lejanía. Amable la gente. Confiada, acogedora. Curiosamente, en el pueblo vecino de Chemesquemena una ruinosa fachada conserva grandes letras con el nombre de La Cacica, aviso de eventos culturales, quizá viejas campañas electorales. El sosiego es matizado por un elemento llamativo: se ven más mujeres que hombres en Guatapurí. La razón la intuye uno sin preguntar.

Judith teje mochilas de fique. Nació acá. No abandonó Guatapurí en los años duros. Recuerda cuando los paramilitares emplazaron retenes llegando al Valle en Patillal. Luego en La Mina. Luego en Rioseco, cada vez más próximos de Atánquez. Facturas en mano revisaban que las tenderas —los hombres no bajaban— cargaran mercancía con valor inferior a cuatrocientos mil pesos “para no abastecer a los guerrilleros”. Un periodista comenta lo sorprendente del parabrisas sobreviviente a tantos años del secuestro: “Vimos el sitio donde murió La Cacica”. Judith corrige: “Ahí no fue, a ella la mataron más arriba”. El cuerpo apareció en La Nevadita, páramo agreste en los picos de la Sierra.

“Y solo por esa muerte nosotros ya vamos poniendo más de 350 difuntos”. Lo dice un presente a media voz, sin querer. La conversación coge otro rumbo, siguiendo la trocha de arriba, aunque es imposible avanzar sin frenarse en los recodos, ni advertir que la mayoría de esas 350 víctimas comparten un mismo apellido. El apellido de cualquiera por estas lomas.

3

Gerardo Reichel-Dolmatoff recorrió por primera vez la Sierra Nevada en 1946. Era el papá de la incipiente antropología colombiana y la montaña aparecía semejante a una fábula recóndita, apenas insinuada en las crónicas de indias, bosquejada en acuarelas y narraciones de europeos que la exploraron fortuitamente hasta comienzos del siglo XX. Un Caribe supersticioso imaginaba aquella cordillera hermética, cuya nieve resplandecía a cientos de kilómetros. Adentro, sacerdotes indígenas advertían el porvenir, desataban pestes, reunían espíritus. Presidentes o aventureros o colonos analfabetas atribuían prodigiosas y desconocidas riquezas a la región. “De alguna manera —apuntó con escepticismo Reichel- Dolmatoff— la Sierra Nevada se consideraba y aún se considera a veces como una especie de paraíso perdido”.

Sigue igual. Desde fuera nadie sospecha cicatrices. Las laderas ocres, idénticas, uniformadas de rocas plateadas, son capas que solo van descubriéndose al trepar. Los semblantes terrosos de los ika resaltan en túnicas y gorros de algodón. Pieles, texturas suaves semejantes a las faldas de la montaña. Facciones fuertes, ojos inmensos que conversan solos. Una geometría misteriosa emparenta viviendas puntiagudas con cerros triangulares, rostros de formas angulosas con horizontes en riscos, picos nevados con cabezas rematadas en blanco de los mamos indígenas. El paisaje va modelando un estilo de ser, equilibra la mansedumbre con lo abrupto.

“En ninguna otra parte del país —escribió Reichel-Dolmatoff— he encontrado tribus tan arraigadas a su tierra, tan conscientes de su historia y tan convencidas de tener una misión: la de vivir una vida ejemplar para una pobre humanidad desorientada”. Cualquiera en la Sierra Nevada, incluso los pequeños, repetirá este gesto al nombrar su territorio al forastero: los dedos y el barro rayan un círculo partido en cuatro partes iguales sobre el suelo; aquí los ika, allí los kogi, acá los wiwa, allá los kankuamos. Cuatro tribus hermanas que guardan el equilibrio del “corazón del mundo”.

Equilibrio, a veces nada más ensoñación. Durante la conquista las ciudades tayronas ardieron cien años. Sofisticadas infraestructuras de piedra y complejas terrazas agrícolas no son sino residuos de una cultura fabulosa enterrada bajo bosques y viruelas. Sin embargo, los caminos amurallados perduran cruzando la montaña. Allí penetró la colonización mestiza. Al principio solo negociantes de mochilas, de panela, de ganado. Esporádicos refugiados de las guerras civiles. Algunos misioneros capuchinos. Forajidos. Unos pocos inmigrantes alemanes. Uno que otro campesino socolando monte. Hasta que en la década del cuarenta el gobierno de Mariano Ospina Pérez, exaltado por aspiraciones grandilocuentes, creyó posible desarrollar una nueva industria de fibras en el país. Se importaron semillas para impulsar el cultivo de cierto cáñamo índico que resultó una variedad excelsa de marihuana. Lo que sigue ya es legendario: los años setenta, los Cuerpos de Paz norteamericanos con la moda de la hierba, las frondas de “Punto rojo” y “Santa Marta Gold” floreciendo, avalanchas de colonos, de pistolas y balas. Pueblos como Mingueo brotaron de un soplo. Detrás, señores gordos, gafas negras y avionetas y buques saturados de “marimba” en los puertos clandestinos de La Guajira. De fibras nada, la Sierra ardía de nuevo.

La “bonanza marimbera” dejó poblaciones donde no había, tendió carreteras rasgando la selva. Un espejismo de paraíso bajo fuego. Lo de la coca vino tarde, aunque siempre estuvo ahí. El expedicionario alemán Wilhelm Sievers divisó en 1886 numerosos cultivos esparcidos entre el paisaje y escribió con entusiasmo que constituían “un hermoso momento de éste”.

Durante los noventa los colonos generalizaron el cultivo de la coca, o “hayu” en lenguas nativas. La hoja que los indios mascaban por tradición se convertía en la siguiente bonanza. Más selva fue quemada por nuevos colonos agravando el enfrentamiento con las tribus que perdían sus tierras ancestrales. Detrás, señores gordos, gafas negras, laboratorios de cocaína, camionetas, fusiles, encapuchados de distintos colores. Y enseguida un diluvio de glifosato que coronó el arrasamiento del paisaje. El Estado, presente al fin, fumigaba con veneno a indios y campesinos. La Sierra ardiendo. Otra vez.

Ahora se respira una quietud inusual. No obstante, las lomas conservan el rastro de aquellas bonanzas: deforestación, terreno agotados, cerros pedregosos sometidos a quemas y erosión continua. “Ya no queda maíz por motivo que no hay monte para socolar”, explica un anciano ika del poblado Dos Bocas, donde el río Templado vierte al Guatapurí. Ambos mantienen caudales mínimos a causa de una sequía que se sospecha crónica. Jorge Eliécer Solís, comisario indígena en Sabana de Crespo, lo ratifica: “Antes se rozaba monte para sembrar el maíz, pero como ya no queda monte entonces no hay”. Los ika, llamados popularmente “arhuacos”, son amables con el forastero, alegres, conversadores, en disonancia con sus vecinos wiwas y kogi que aparecen reservados, parcos, tímidos.

A los kankuamos, en cambio, ni los tomaban por indios. Mediaban entre el abajo y el arriba, nociones equivalentes a la civilización y el mundo primitivo originario. Su posición privilegiada, de enclave geográfico contiguo al camino que de Valledupar busca La Guajira, provocó un mestizaje acentuado que era casi inexistente en las vertientes norte y suroccidental de la Sierra. Dicha ubicación favoreció económicamente la comunidad atanquera y amenazó con disolverla. Los kankuamos sufrieron la “vergüenza india”, perdieron su lengua y parte de las tradiciones. En cambio, a galope de burro adoptaban la destreza mercante, de un poblado al otro, practicando trueque con los vecinos. El pasado familiarizaba, permitía meterse donde los blancos no podían.

Por la trocha que resbala pegada al río Guatapurí caravanas de kankuamos descienden negociando aguacates, naranjas, lana de ovejo, mochilas. Pequeñas recuas enfilan a las aldeas ika de Aguas Dulces, Donachuí, Dos Bocas, Sabana de Crespo, Pueblo Hernández, donde los “kankuis” suelen tener parientes o ahijados. Traspasan incluso a localidades distantes varias jornadas como Nabusímake (núcleo de la cultura ika o “arhuaca”) aquella que fuera la San Sebastián de Rábago de la conquista. A los wiwa y kogi les suben mantas de algodón industrial a cambio de panela, café, fibra de maguey o productos agrícolas. Los kogi ocasionalmente arrean ganado de los páramos. Lo truecan a “los hermanitos” por ron artesanal (el famoso “chirrinchi” del Caribe), por pescado seco, sal, huevos de iguana, machetes o herramientas.

“Nosotros decimos que hay indios arriberos y abajeros”, explica Minellys, hija de Juan Bautista Izquierdo, veterano líder ika. “Los arriberos son más puros, muchos no entienden español, están metidos arriba, más lejos. Los abajeros ya están civilizados, cerca del blanco, en las tierras calientes”. Esta contradicción esencial que anotó Reichel-Dolmatoff en su momento, agita entre el “abajo” o el “arriba” las dinámicas de toda la zona. El pueblo de Atánquez mantiene tal conflicto fosilizado: el barrio alto se denomina aún “la arribería”, en cambio la plaza, la iglesia y los comercios fueron la “abajería”. Los “placeros” de abajo se consideraban hace medio siglo “civilizados”. Tachaban despectivamente, de indios, a los “arriberos”.

Enero es polvoriento, la intensidad del cielo, de un azul imperturbable. Dos muchachos arhuacos superan a paso largo la plaza de Atánquez. Bajan a Valledupar. “Oye tú, amigo, ven”, gritan de un local, “¿cuánto pides por las mochilas? ¡Te las compro, ven!”. Bonanzas y guerras cambiaron todo sin cambiar nada. Pareciera que Reichel-Dolmatoff hubiera llegado apenas ayer por la noche al corazón del mundo. UC

 

Fotografías: Rodrigo Grajales

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