Número 65, mayo 2015

Merobaron, punto y coma
Santiago Rodas. Ilustración: María P. Restrepo

 

Salimos de Carlos E. a las cinco pasadas. Era un domingo con partido del Medellín contra un equipo que no recuerdo. Caminábamos por ese pequeño parque de los almendros junto a la calle Colombia, cuando vimos dos manes con camisas del DIM que bajaban por la calle de la bomba Texaco. Yo seguí sin paranoia y mi exnovia me dijo: “Esos manes están raros”. Después de cruzar la calle ya nos punteaban en los estómagos con sus navajas y nos pedían todo lo que lleváramos encima.

Mi ex perdió el celular y la billetera con todos sus documentos, yo perdí mi celular (de baja gama) y mi morral, en el que tenía dos libros, una colección de fanzines, una libreta y algunos aerosoles. Nos despedimos de mi amigo, que se había tragado todo el humo de su bareto de un solo pitazo y se disculpó por no haber logrado la captura. En la casa hablamos del robo y cancelamos lo que se podía, mi celular lo dejamos quieto pues no valía la pena hacer nada por él.

Pasaron dos días y después de pensarlo mucho marqué a mi celular con la vana esperanza de que alguien respondiera, más jugando al detective que otra cosa. La primera vez colgaron, insistí dos veces y lo apagaron. Perdí las esperanzas de algún contacto futuro. Al día siguiente intenté de nuevo, por ocio y por seguirme el juego. Me respondió la voz de un joven como de veinte años, le pregunté si ese celular era de él y me respondió que se lo había comprado por cuatro mil a un amigo del barrio. Le dije que ese celular era mío y que me lo habían robado, pero que no importaba, que necesitaba sobre todo unos libros que estaban en el morral. La voz dijo que sabía dónde estaban esos libros y quién los tenía. Un poco asustado por el juego y haciéndome el negociador le dije que yo le podía dar una plata si me ayudaba a conseguir los libros. Me respondió que iba a ver qué podía hacer y que lo llamara al día siguiente para ver cómo eran las cosas.

Pensé en qué iba a hacer si de verdad recuperaba los libros. Uno era de la biblioteca de Eafit, la antología de los quince años de la revista La Hoja, que debía pagar entero si no lo regresaba en menos de una semana; el otro era mío, Arqueología del saber. Entre los dos sumaban más de cien mil pesos, ¿Cuánto le tenía que dar al dueño de la voz para que me los devolviera? ¿Sabría la voz algo sobre esos libros? Imaginé a los ladrones sacando las cosas de mi morral, riéndose de ellos mismos porque no encontraron un computador o una cámara, o riéndose de mí porque tenía unos aerosoles, unos fanzines y dos libros. ¿Leerían mis libretas?

Llamé al otro día a las seis de la tarde. La voz me contestó, dijo que tenía los libros, “los folleticos” (esos debían ser los fanzines) y el morral, y que me podía devolver el celular. Yo le dije que le podía dar “cincuenta lucas”, que era todo lo que tenía y la voz dijo que sí, sin pensarlo mucho. Le respondí que nos viéramos por el Teatro Pablo Tobón como si todo fuera un encuentro de dos amigos que se conocen de tiempo atrás; estaba nervioso, pero me hacía el fuerte. La voz dijo que sí, luego se calló y se escuchó el sonido ambiente de una calle por donde pasan muchos buses. Otra voz, de la misma edad pero un tanto más gruesa, replicó: “Por allá no que hay muchos verdes”. Yo, que no esperaba otra voz, dije tragando saliva que entonces nos viéramos en el parque de Boston. La nueva voz que ya se había apropiado del celular dijo que sí, pero que dos cuadras arriba, y me explicó: “donde hay una panadería en toda la esquina, por donde bajan los buses”. Le dije que listo, que en una hora nos viéramos allá. La voz dijo: “De una pa, vaya solo o no respondemos”. Y colgó.

¿Sería una emboscada? La voz nueva era más agresiva que la primera, tal vez serían los mismos ladrones para quitarme lo que esa vez no pudieron, o apuñalarme igual que hicieron con el aire el día de nuestro encuentro. Me asusté y decidí tomar algunas medidas preventivas. Cuadré con dos amigos para que me acompañaran y fueran mis guardaespaldas a lo lejos.

Con ellos me sentía menos solo, pasara lo que pasara ellos podían intervenir. Subimos por el Pablo Tobón y vi algunos policías haciendo requisas, seguimos hasta el parque de Boston y una cuadra antes de separarnos les entregué mi billetera y mi nuevo celular (de baja gama), me quedé con los cincuenta mil del pago en el bolsillo y un lapicero. En ese momento pensaba que alguna vez escribiría toda esta historia, si salía bien librado, claro.

Subí por la cuadra del costado izquierdo de la iglesia, caminé buscando el punto de encuentro, dos, tres cuadras, pero no vi la panadería ni a nadie con cara de estar esperándome. Pensé que se habían burlado de mí o que en cualquier momento me abordarían por la espalda para robarme por segunda vez. Llamé del minuto a 200 de una tienda a mi primer celular y me contestó la primera voz: “Cucho, ¿usted dónde está?”, intenté explicar mi posición y la voz me dijo: “No, pa es por la cuadra por la que bajan las busetas verdes, derecho por el colegio que hay ahí, yo estoy de rojo”. “Ya caigo”, le dije.

La palabra rojo me hizo pensar en el Deportivo Independiente Medellín. Podía estar hablando con los mismos que me habían robado, era una emboscada fija, pensé. Busqué con la mirada a mis amigos pero no los vi por ningún lado, seguramente se habían perdido en medio del seguimiento. Ahora iba solo, sin ser muy consciente, con el piloto automático que me imponía el miedo.

 
Ilustración: María P. Restrepo


 
 

 
Caminé por la cuadra indicada, vi la panadería en la esquina y alguien con una camisa Dada roja me hizo señas con las manos. Me dijo que lo siguiera y doblamos por la esquina hacia la izquierda. La panadería tenía una puerta de ese lado y nos alumbraba con sus lámparas; me tranquilicé un poco. El hombre de rojo me preguntó si estaba armado y respondí que solo tenía un lapicero y se lo enseñé. Era la primera voz. Me señaló con el dedo a su amigo que estaba una cuadra más arriba y que yo no había visto: “Por si usted hace algo, ahí está mi parcero”, me previno. Seguramente era la segunda voz. Me dijo que le entregara la plata y obedecí. Dos de veinte, dos de cinco. El de la primera voz, que ahora tenía rostro y no era quien me había robado, los cogió con la mano, los miró, los contó y se los echó al bolsillo. Sacó de su morral una bolsa plástica blanca con pedazos de fresa pegados del fondo y me la entregó. Al recibirla, el peso de los libros me tranquilizó. Nos quedamos unos segundos en silencio como si los dos pensáramos: ¿Esto fue todo? Después de quince segundos interminables, algo tenso le dije: “Todo bien”, y doblé por la esquina sin mirar atrás.

Bajé por el parque de Boston para recuperar el aliento y sentirme protegido por el revoloteo de la gente a esa hora. Mis amigos no estaban por ninguna parte. Miré la bolsa sucia de fresas e imaginé que el hombre de la camisa roja de Dada, la primera voz, vendía fresas en las mañanas en un balde rojo. Me reí por dentro, intentando sacudirme el miedo que me quedaba y me repetí que sería una buena historia para escribir. Se habían quedado con el morral, los aerosoles, las libretas y el celular. Saqué los libros enteros y los fanzines. Ya no tendría que pagar la multa por La Hoja y podría seguir leyendo a Foucault con calma y sin entenderlo del todo.

Eran las siete y media de un miércoles con partido del Nacional contra un equipo que no recuerdo. Una cerveza en el parque del Periodista, la bolsa blanca con fresas pegadas, los libros y los fanzines, serían lo mejor para esperar a mis amigos perdidos y preocupados. UC

 

 

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