Los gramáticos que todavía discuten si es mejor decir cómic, tira cómica, tebeo o historieta, tal vez nunca disfrutaron de este género de literatura gráfica, por lo menos con la misma fiebre y detenimiento que lo ha hecho Carlos Díez. Aunque estudió Filosofía, Díez goza de buen humor y ha vivido su carpe diem para ver cine, leer historietas y dibujar.
Un grupo de amigos comunes lo conocimos mientras se hacía el primer número de la revista Frivolidad. Cuando vio el ejemplar reconoció que había gracia en los artículos, pero que no podía decir lo mismo de los dibujos. “Todavía les falta mucho”, apostilló el joven Díez, con poco más de veinte años, en plena ironía romántica. Entonces, para los que dibujábamos allí, que a duras penas conocíamos a Mandrake, a La Pequeña Lulú o a Justo y Franco, aquello fue como un baldado de aguatinta. Nos dimos cuenta de que lo suyo no era un rasgo de soberbia de la temprana edad, sino que estaba respaldado por un conocimiento envidiable y temible de los grandes dibujantes de historietas del mundo. En un gesto amplio, de divulgador, nos mostró volúmenes exquisitos, de papel satinado, con derroche de arte y color. Fue así como supimos que existía Frank Frazetta, Alex Raymond, Will Eisner, Harold Forster. Algunas de esas joyas las había conseguido en un viejo almacén de un librero español llamado Rafael Esteban, en el quinto piso de un pasaje comercial en la Avenida Primero de Mayo. Los libros recogían el polvo de varios años, esperaban a que Carlos Díez se ahorrara la plata de las meriendas y ajustara el precio con la pequeña ayuda de sus amigos.
Creo que el primer dibujo que vi de él fue el de un encuentro poco amistoso entre dos caballeros medievales. Uno de ellos, de manera descortés, le acababa de cortar la cabeza al otro de un sólo plumillazo. Mientras tanto, Carlos hablaba tranquilamente, fumaba y tomaba tinto durante largas horas, en la cafetería Tronquitos de la Universidad de Antioquia. Cortaba cabezas de una manera muy estilizada, con trazos seguros y elegantes. Dibujaba con plumas baratas o marcadores. Le gustaba, no sé si aún, difuminar las líneas con los yemas de los dedos y babas inspiradas; una técnica mixta, acaso mística.
Luego de su periodo de caballeros, de yelmo y espada, lo vi dibujar personajes ojerosos, marginales, forrados en chaquetas negras y con los cigarrillos apenas adheridos a la boca, a lo Humphrey Bogart. Le gustaba hacer gente flaca, no sé si por ahorrar tinta. Tenían el semblante patibulario de un cuento de Lovecraft y otros rasgos de los pelados de las barriadas que pogueaban en los conciertos callejeros o en cuevas urbanas como New Order. Pero mientras más descarriados fueran estos personajes, más impecable era la línea que los definía. La precisión de esos rasgos nos causaba gracia y asombro. Alguno de la mesa le pedía a Carlos que le regalara ese papelito con el dibujo. Al autor no le importaba ni cinco desprenderse de esos hijos malevos.
Después de botar corriente en la mesa, nos metíamos a un Cineclub que él regentaba al mediodía. Veíamos películas del Expresionismo alemán, de la Nueva Ola Francesa y los autores del Joven Cine Alemán. Después volvíamos a tomar tinto en las mismas mesas, y Carlos otra vez a dibujar.
Nunca supe a qué horas se quemaba las pestañas con Emanuel Kant, la Crítica del Juicio o la Ética según el orden geométrico; asuntos espinosos que él leería en sus ratos libres, según entendí después, cuando nos habló de los jóvenes airados del Sturm und Drang, y creí entender que la estética filosófica le interesaba a la manera borgiana, como una rama de la literatura fantástica. Lo otro no lo comprendí porque al fondo sonaba una descarga de Ray Barreto en un antro de salsa y latín jazz de la calle Bolívar.
Cuando alguno de la pandilla se lo encontraba a la salida del Colombo Americano, o aún sin destetarse del Alma Mater, Díez contaba con optimismo que ya tenía listos "los primeros veinte segundos de animación". Pasaban meses de no verlo, lo cual no solo permitía preservar la amistad, sino aguardar con expectación el estreno de un corto dibujado, cuadro a cuadro, con la misma paciencia japonesa de su admirado Miyazaki. Al final, la premier iba a ser tan discreta como el director, aunque el jurado despertaba sus temores. Este era Elkin Obregón, al que Díez no solo veneraba sino que anhelaba conocer hacía rato, en es mismo zarzo de la calle Echeverri donde habían estrenado tantas óperas primas, con no más de cinco butacas.
Desde los primeros cuadros, la película, Crucificción, se alzó con los elogios del anfitrión. Su director estaba más contento que si hubiera estrenado en San Sebastian. Esa fue, en el lenguaje toreril del dueño de plaza, el día en que Díez recibió su alternativa como artista gráfico. Pudo hablar por primera vez con un uno que sí sabía cuántos dibujantes había tenido Tarzán y sobre el trazo de cada pata del caballo del Príncipe Valiente.
Después de esa subida al cielorraso de Obregón, Carlos volvió varias veces a oír hablar al maestro sobre historieta universal. Una noche, luego de un buen encierro, Carlos volvió al ruedo para mostrar La Reliquia, su primera novela gráfica.
Los ángulos que escoge para mostrarnos esos callejones son las perspectivas extremas de este arte, pero también las penumbras soterradas de la pintura barroca. Antes de la madrugada, una señora de una chaza vende chicles y cigarrillos a los últimos vampiros de la ciudad. Parece que fuera Medellín, pero detrás del muro se adivinan otras ciudades, la Metrópolis de Fritz Lang, Ciudad Gótica y otros extramuros de pesadilla. Más que asustar a cualquier burgués con las penumbras, Díez creo que huye aquí del color para hacer notar el rigor de sus trazos. Es un dibujante que hace cómic con el sigilo del iluminista medieval. Sin color y con pocas palabras, prefiere dejar hablar las líneas: "História em quadrinhos", como le gusta decir al lusófilo Obregón.
Los que no puedan tener en sus manos La Reliquia, podrán buscar a Carlos Díez al final de Universo Centro, un periódico en el que tiene un paredón de divertidas lamentaciones. Allí crea sus viñetas con el color tropical de la política y otras ficciones locales. Sus personajes son entonces figurones y esperpentos, aquellos que hacen más noticia que historia, mas otros endriagos de su invención. Firma con el número 10 para no complicarse, el mismo que en el futbol está reservado a las figuras, aunque las gambetas suyas son de tinta china.