Muchas veces el simple vaivén fue suficiente para llevar a los marineros hasta la alucinación. También el terror, la sorpresa y el alarde de los ojos que descubren un mundo han logrado que en las historias que descienden de los barcos una calabaza sea un demonio y una lagartija una gárgola. Los marineros han sido los más grandes catadores de todos los tiempos, los más curiosos y novelescos. Meten el dedo y las narices donde recomiendan sus fugaces anfitriones, y con más ganas donde les advierten y les prohíben sus guías. Así ha sido con las pócimas, los humos, los polvos, los brebajes con los que han topado.
Menos de un mes después de la llegada de Colón a Guanahaní ya dos tripulantes se habían habituado al uso del tabaco. Probaron ese “tizón hecho de hierbas para tomar sahumerios” y les hizo gracia en el paladar. También Alvar Nuñez Cabeza de Vaca habló de los indios de la Florida “que se emborrachan con un humo y dan cuanto tienen por él”. De ahí en adelante sobran las reseñas de plantas, raíces, zumos, gomas, frutos, simientes, licores y piedras que prometen algún deleite.
Para encontrar algo sobre la marihuana en las bitácoras nos toca torcer un poco el rumbo e ir unos años adelante. Ya no estamos hablando de conquistadores sino de comerciantes, y pasamos de las llamadas Indias Occidentales a la aromática Bahía de Bengala. El testimonio fue escrito por Thomas Bowrey, un marino inglés que durante dos décadas (1670-1690) apuntó su brújula y su atención hacia la India, Malasia, Bangladesh. Bowrey no era un navegante de barba rala; escribió el primer diccionario Malayo-Inglés y un relato geográfico de los países que cubrían sus rutas. En esa especie de diario de viaje con pretensiones académicas está la primera experiencia escrita en inglés sobre el uso recreativo del cannabis. Antes habían escrito algunos médicos y empleados de la Compañía Británica de las Indias Orientales, pero se más de clasificaciones y descripciones de los efectos en cuerpo ajeno y no de los recuerdos de una traba propia.
Bowrey y su tripulación se había cansado de ver a los nativos tomando bhang, una bebida donde se mezclaba el aceite macerado de las semillas con agua fresca, y en ocasiones con un toque de canela y azúcar. Según Jean Chardin, un viajero francés que trabajo para el Sha en Persia en la misma época de los viajes de Bowrey, los mendigos errantes lo tomaban tres o cuatro veces al día para andar con más “brío y agilidad”. Y otros tantos, según el mismo Chardin, se sentaban en los cafés, entre las tres y cuatro de la tarde, en busca de “ese licor estupefaciente” para aliviar sus miserias. Parece que Bowrey y sus hombres también tenían sus cuitas y contrataron a un faquir local para que les consiguiera medio litro de bhang a cada uno. Es seguro que Bowrey, entusiasmado por la complicidad, pagó los seis peniques que valió la dosis de cada uno de sus hombres. Al faquir también se le encargó cuidar el viaje de los marineros. No querían ir exhibiendo sus posibles disparates o alegrías en medio de un pueblo que ya los miraba con recelo. Bebieron su parte y el guía cerro puertas y ventanas de la casa de la toma. Ocho o diez hombres de mar, encerrados en medio de un viaje extraño, a oscuras, debían sentirse en la sentina de un barco exótico, sin ruta y sin piloto.
Pero dejemos que Bowrey cuente la travesía: “Pronto comenzó a ejercer su efecto sobre la mayoría pero de un modo alegre, salvo sobre dos de nosotros, que supongo temieron que les hiciera daño ya que no estaban acostumbrados. Uno de ellos se sentó en el suelo y lloró amargamente toda la tarde; el otro, aterrorizado, metió la cabeza en una gran jarra y permaneció en esa posición cuatro horas o más; cuatro o cinco de nosotros se tendieron sobre los tapices (que cubrían el suelo del aposento) elogiándose unos a otros en los términos más corteses, figurándose cada uno que era nada menos que un emperador. Hubo uno que se puso pendenciero y peleó contra una de las columnas de madera del pórtico hasta que apenas quedó piel en los nudillos de sus dedos. Yo y otro más nos quedamos sentados sudando desmesuradamente durante tres horas”.
El faquir decidió no quedarse mirando a esos hombres que estrenaban una ruta que para él ya era habitual y se bogó su medio litro. Parece que la prodigalidad hizo parte de la traba porque su guía, también despistado o simplemente fingiendo, comenzó a tratarlos de reyes y valientes príncipes en lengua indostaní. Algunas monedas pueden ayudar a las alucinaciones propias del bhang.
Para Bowrey la moña en formato líquido no fue flor de un día, en otras ocasiones probó mascando sus hojas o simplemente echándole fuego al cogollo en una estilizada pipa oriental. Ya como experto intentó describir efectos como advertencia a los futuros clientes: “Hace su efecto según los pensamientos de quienes la tomen, de manera que si uno está feliz, en ese momento seguirá estándolo y reirá en exceso (…) Y si la toma en estado de temor o melancolía, se verá sumido en una gran pena y su espíritu padecerá graves angustias”.
Los viajeros occidentales fueron venciendo sus recelos y nació un comercio que tenía aires medicinales y exóticos. Todavía el cannabis era una hierba utilizada por árabes e hindúes, sobre todo mendigos, vagabundos y gurúes, para reemplazar las bebidas fuertes. Pero el mar y la imaginación todo lo pueden, y la hierba se convirtió en un apreciado “intoxicador intelectual”. Europa necesitaba alentar algunos sueños, encontrar paraísos artificiales y vencer cierta resistencia racional. La ocupación napoleónica de Egipto entre 1798 y 1801 terminó por poner de moda el hachís entre algunos influyentes franceses. Ya no eran los mendigos árabes si no los escritores parisinos quienes se reunían frente a las confituras que les ofrecía el doctor Jacques Joseph Moreau. Hachís, canela, nuez moscada, pistacho, azúcar, zumo de naranja y mantequilla eran los ingredientes. Las costas de África ofrecían el mundo imaginario que buscaban los citadinos. Un hotel decadente en la Île Saint-Louis, el Hotel Pimodan, sirvió para citar cada tanto a Alejandro Dumas, Gerard de Narval, Honoré de Balzac, Ferdinand Boissard, Eugene Delacroix y otros a probar una cucharada mágica que sirviera para “impresionar a sus amigos y escandalizar a sus adversarios”. También Baudelaire y Flaubert escribieron sobre sus experiencias temerosas con el hachís. Théophile Gautier, promotor de las reuniones en el Hotel Pimodan, lo resumió todo con una declaración en 1845: “El hachís está sustituyendo al champán. Creemos haber conquistado a Argelia, pero Argelia nos ha conquistado”. Los mendigos árabes y los genios franceses se habían encontrado al fin.