Número 55, mayo 2014

La maestra de Dandenys
Alfonso Buitrago Londoño. Ilustraciones: Tobías Divad Nauj

  

 
 
Hay historias que nos pasan y las seguimos contando el resto de la vida. Son un carné de identidad, una marca. La historia de la maestra de Dandenys Muñoz Mosquera, alias ‘La Quica’ o ‘La Kika’ — como quieran escribirlo—, se la he escuchado a su protagonista varias veces. Una maestra jubilada que en 1979 tuvo en su clase, en una escuela “especial” del barrio Castilla, a un niño de trece años del que nunca imaginó se volvería tan famoso, y menos que sería juzgado como un criminal por participar en el estallido de un avión comercial en pleno vuelo, dejando 107 muertos.

Los hijos de la maestra le pedían cada tanto, en cualquier reunión familiar y entre risas, que contara la historia de Dandenys para mostrar hasta dónde podía llegar su ingenuidad. Se lo pedían con cierto orgullo, pues también demostraba que era incapaz de juzgar a sus alumnos. Ellos se enteraron de que su mamá conocía de cerca a un delincuente famoso cuando el rostro de Muñoz Mosquera apareció en un memorable cartel encabezado con un “Se Busca”. ¡Y se dieron cuenta estando en un aeropuerto!

—¡Dandenys qué hace ahí! —dijo la maestra al verlo en un periódico que leía su marido en una sala de espera— ¡Eso es imposible!

Sus hijos la miraron como si de repente ella les estuviera mostrando una cicatriz oculta. Ahí les contó la historia de cómo lo había conocido. Quedaron aterrados. Al marido, que sabía bien como era su mujer, no le pareció extraño. Él había sido el principal patrocinador de los desprevenidos intentos reformatorios que su esposa adelantaba con sus alumnos, bien fueran de Envigado, donde inició su oficio en 1969, o de Santo Domingo, Castilla, Alfonso López, Aranjuez o Villatina, donde se jubiló.

Se encariñaba con ellos, los llevaba a su casa para que jugaran con sus hijos, quienes de repente se veían obligados a comer, bañarse y quitarse los piojos con niños de barrios lejanos. Él sabía que uno de esos, a quien le costearon un tratamiento odontológico, se había convertido en un matón de Bello; sabía que en el Alfonso López otro le pidió a la maestra que le guardara un arma porque lo iban a matar; en general sabía que muchos de sus exalumnos se habían convertido en sicarios. Ella se negaba a aceptarlo, como si el deseo la obligara a rechazar lo que pasaba fuera de su aula de clase.

En esas reuniones en las que los hijos le pedían a su madre que sacara su carné de identidad y se revelara de frente, mirando a la cámara, los amigos más cercanos se burlaban de ella por lo “bien educados” que le habían quedado los suyos, “así como La Quica”.

En 1979 era la maestra de cuarto de primaria de una escuela creada para alumnos repetidores de años o expulsados de otras instituciones; estudiantes víctimas de abuso intrafamiliar, menores con hambre. “Niños difíciles”. En ese momento no los llamaban “hiperactivos” o con “déficit de atención”, pero a algunos los llevaban donde un psicólogo que les recetaba Ritalina.

—A mí no me gustaba porque llegaban a dormir —dice la maestra.

En su clase tenía unos veinte alumnos de entre doce y dieciocho años. Los conoció tarde, porque ese año tuvo un embarazo difícil y volvió en julio después de la licencia de maternidad. Al maestro que la había reemplazado, un joven recién graduado llamado Ricardo no le había ido bien. Le hicieron la vida imposible. Entregó el grupo haciendo una semblanza de cada uno de los alumnos y llegó el turno de Dandenys.

—De este negrito se tiene que cuidar, es muy peligroso. Me ha desafiado varias veces —le dijo.

La maestra no se sentía cómoda. Graduada como normalista y con diez años de experiencia como maestra, era una convencida de la metodología de “conducta de entrada”, de conocer por sí misma a sus alumnos.

—No me venda más ideas —dijo ella.

Pronto se dio cuenta de que Dandenys no tenía vacíos de conocimiento ni dificultades de aprendizaje y, además, se mostraba amable y juicioso. Excepto un par de alumnos más, el resto del grupo estaba muy atrasado. El método pedagógico que utilizaba aprovechaba las fortalezas de los aventajados en favor de los que se habían quedado atrás. Dividió el grupo y nombró a Dandenys monitor. A veces se preguntaba de dónde venía su fama, pero no se atrevía a profundizar.

Además, Dandenys era servicial y muy trabajador. Le pedía materiales para ayudarle en las clases de español y de manualidades. Una vez le dijo que lo habían expulsado de la escuela anterior “por disciplina”, como a tantos otros.

Debido al retraso del grupo, la maestra no había tenido tiempo suficiente para hacer las visitas domiciliarias que acostumbraba para conocer mejor a los alumnos; estaba concentrada en conseguir que no volvieran a perder el año. Pensaba en sus futuros, en lo que sería de ellos si conseguían terminar la primaria; pensaba con el deseo y se los imaginaba de obreros o graduados de bachilleres en alguna escuela de trabajo; pensaba que era posible incluso que alguno llegara a la universidad. De hecho, ocurrió con varios de sus alumnos, con quienes se encontró en la calle años después.

—No sabía que Dandenys se iba a convertir en una persona tan conocida. A lo mejor le hubiera puesto más atención. Como me dijeron que era muy bravo, utilicé sus habilidades para mantenerlo ocupado, pero nunca tuve problemas con él.

Terminó el año y ese niño desgarbado, moreno, de dientes separados, pasó a quinto grado con otro profesor. En los descansos se encontraba con su anterior maestra y conversaban. Ese año, ella conoció la casa de Dandenys. No vio nada particular. Una familia cristiana de quince hijos, con un padre policía y pastor y una madre predicadora.

Terminada la primaria no volvió a saber de él hasta unos cinco años después, cuando Dandenys ya se había convertido en La Quica, un sicario a órdenes del Cartel de Medellín. La maestra daba clases en preescolar y había salido con sus niños a un sector de Castilla donde había unos juegos infantiles, cerca de los tanques de agua de Empresas Públicas. Era una zona muy sola, pero la única cercana donde los niños podían jugar fuera de la escuela. Dandenys la vio y se acercó.


 

Tobías Divad Nauj


 

—¿Qué estás haciendo por aquí tan sola? —le dijo, la abrazó y le dio un beso—. Este barrio se ha vuelto muy caliente, ¿cuánto tiempo se tiene que quedar?
—La actividad dura una hora —dijo ella.
—Yo la acompaño.

Recordaron algunos de los compañeros de primaria.
—A ese fulano lo mataron —decía él de tanto en tanto.
—Dandenys, ¿vos qué estás haciendo?
—Imaginate que me volé del ejército y me están buscando.

La maestra llegó a pensar en llevárselo para la casa y esconderlo. Sentía verdadero aprecio por él.
—¿Cómo podemos hacer para solucionar ese problema? —le dijo.
—Yo lo arreglo, acordate que mi papá fue policía y creo que él me puede ayudar.

La maestra se quedó tranquila. Tenía por principio creer en lo que le decían sus alumnos. Dandenys la acompañó hasta la escuela. Iba de malgenio y le decía que quería hablar con el director.

—¿Cómo es posible que mande a una maestra joven y sola con unos niños por allá?

La maestra lo convenció de que no hacía falta. Esa misma mañana en el aula de clase se encontró con otra exalumna llamada Idolia, quien había sido compañera de Dandenys. Fue directamente a buscarla.

—¿Cómo se le ocurre a usted andar por Castilla abrazada de La Quica? —le dijo Idolia. —¿Quién es La Quica?
—Pues Dandenys, ¿usted no sabe que él es La Quica?

La maestra no prestó atención. Tiempo después volvió a saber de él cuando vio su cara en el cartel de “Se Busca” y corría el rumor de que había participado en el atentado al vuelo HK- 1803 de Avianca, ocurrido en 1989. Por esos días, una amiga periodista de Radio Súper, que también era maestra en la escuela especial, la llamó para entrevistarla.

—¿En la escuela le vio perfil de delincuente? —dijo la periodista.
—¿Perfil de delincuente? Le vi perfil de un muchacho deseoso de aprender lo poquito que se les pudo enseñar en esos meses. No le vi perfil de nada.

La periodista insistía, quizás buscando lo que quería oír, un indicio de alguna marca de nacimiento, de un daño genético que explicara el rumbo que cogen ciertas vidas.

—La gente no entiende —dijo ella—. Un maestro- maestro quiere a los alumnos como las mamás, a ciegas. Me acuerdo cuando la mamá de Pablo Escobar decía que su hijo era muy bueno.

Han pasado veinte años desde que Dandenys Muñoz Mosquera fue condenado en los Estados Unidos a diez cadenas perpetuas por el atentado al avión de Avianca, y a la maestra todavía no le cabe en la cabeza que ese muchacho hubiera cometido semejante crimen. UC

Tobías Divad Nauj

 
blog comments powered by Disqus
Ingresar