En cualquier momento vienen a pedirnos plata. Pero estamos preparados y tenemos un puñado de monedas en cada bolsillo. Ya hemos reconocido a varios pelaos que también estuvieron en Porto Alegre. El que más nos llama la atención es el gordito que salió en el noticiero uruguayo diciendo que la policía los había retenido y golpeado en la frontera con Brasil. Es de piel morena, ojos achinados y acento rolo; parece un Edgardo Román de veinte años. En el Arena de Gremio nos abordó dos veces sin darse cuenta, con el mismo discurso: "Parces, miren, nosotros llevamos meses viajando, acompañando al equipo, les queremos pedir solo una ayuda". Hablaba enredado y con un convencimiento puro que su embriaguez no desvirtuaba. Esa noche, con un pedazo de plástico azul en la mano, negoció con uno de los tipos que cuidaba la tribuna. Le rogaba para que no les cobraran el asiento que habían quebrado. Eran patovicas macanudos vestidos de negro los que cuidaban el Arena, un estadio que bien podría recibir partidos del Mundial. El Ejército aguardaba en los bajos. Esta doble vigilancia y las normas de seguridad de un estadio moderno no impidieron que las barras hicieran daños y fueran contra las reglas. Pero la ley, esta vez privada, nunca los había tratado tan bien. Los vigilantes, pacientes, abordaron a los hinchas más alterados y dialogaron con ellos. Ante las advertencias y la posibilidad de que les cobraran, Edgardo prometió que no se pararían más en la silletería y pidió a los hinchas que se bajaran. Hicieron caso. La pelea que no pudieron ganar los patovicas fue la de la marihuana, pues a pesar de los constantes llamados para que no se fumara, siempre hubo algún sigiloso rascando moño y exhumando pipas.
Antes del pitazo inicial, cuando todo parecía bajo control, uno de los macancanes le preguntó en tono amistoso a dos hinchas: "¿Cual é a figura do Atlético?". "¡El diez! Cardona", "¡Medina!", respondieron en simultánea.
Gremio–Nacional empezó y perdimos de vista a Edgardo. En ese momento no teníamos ni idea de que lo íbamos a ver días después en el noticiero mostrando los moretones que le dejó la policía fronteriza. Esa noche, con el tres-cero que sufrió el equipo, los ánimos se aplacaron y la hinchada, que tuvo que esperar triste media hora a que salieran los locales, caminó cabizbaja las interminables rampas y escaleras del estadio. Días atrás, cuando fueron a comprar las entradas, habían dejado ya sus huellas y escudos: "Policarpa D.C", "La corte sur Bogotá-Nacional Jerson".
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Donde no vimos grafitis fue aquí en el Gran Parque Central, en Montevideo. En este barrio sencillo los muros ya están ocupados con leyendas del Nacional de Uruguay, más conocido como "El Bolso", el rival de esta noche.
Siempre me imaginé el viento de Montevideo así de frío. Los descamisados tienen la piel de gallina, pero prefieren lucir sus tatuajes verdolagas en pecho y espalda antes que abrigarse con las chompas. Se pasean por la tribuna, se reconocen, se saludan, se ponen al día en sus hazañas, se toman fotos con el Gran Parque Central de fondo. Falta una hora para el partido y aún no vienen a ofrecernos pulseritas, ni camisetas, ni a pedirnos colaboración. Esto está cada vez más oscuro. La torre de iluminación está delante de nosotros y toda la luz se derrama exclusivamente sobre la cancha. Estamos en el típico gallinero detrás del arco. La misma boleta advierte en letra menuda: "En las gradas más bajas de esta localidad las condiciones de visibilidad no son óptimas". Pero eso es lo de menos. Unos cien hinchas estamos a la espera de las emociones de un partido decisivo.
Hoy Edgardo no está embriagado pero sí exaltado; es el foco de atención de casi todos los grupos de hinchas, comenta del canazo y de la paliza en Chuy, pueblo uruguayo en la frontera con Brasil. Propenso a las carcajadas, de gafas oscuras y voz rasgada, definitivamente es uno de los líderes. Si la tribuna del Arena le quedaba grande y se vio obligado a negociar con los patovicas, en este pedazo de cemento se mueve como pez en el agua. Este estadio parece universitario y aunque muestra su mística, no es majestuoso ni genera esa sensación de que uno tiene cien cámaras encima. Apenas hay unos cuantos "robocops" sentados y separados por unas vallas, aburridos, sin mucho que cuidar; las posibilidades de pelea con hinchas de El Bolso son pocas y el humo agridulce en este país es legal. "¡Grande Pepe Mujica!", grita alguien con el porro levantado y humeante. Este tipo de antesala se presta mucho para la recocha. Compatriotas reunidos en tierra ajena, al aire libre y unidos por una misma causa: alentar al equipo hasta que gane y aunque pierda. Una fiesta.
De pronto llegan a la tribuna dos señores bien vestidos y recién peinados, con camisetas originales del Nacional. Edgardo lo nota y va a saludarlos, a soltarles el discurso. Otros pelados se acercan a chocar esos cinco verdolagas. Ser hinchas del mismo equipo y estar a miles de kilómetros del país les da autoridad para saludar a quien sea y pedir la colaboración de rigor. Uno de los sujetos se lleva la mano al bolsillo trasero del pantalón, saca un billete de un dólar y se lo entrega a uno de los hinchas. Felicidad. No lo puede creer, lo levanta y lo mira contra la luz. ¡Un dólar! Al parecer los señores también vinieron preparados porque el otro repite el movimiento: mete la mano al bolsillo y saca otro billete para ligar a Edgardo.
Minutos más tarde es nuestro turno. Por un lado aparece Santiago con un tubo de cartón que simula una mano rodeada de pulseras rastas y de otros estilos. El pelo brota generoso de su cachucha y cae lacio en sus hombros. Es de Bogotá y tiene cara de niño. Nos cuenta que salió de Colombia en agosto del año pasado con dos amigos y aún no tienen planes de regresar. Han acompañado al Nacional en Copa Suramericana y Libertadores, y quieren estar en el Mundial. Viajan en camión y a veces pagan pasaje en bus. Viven de vender manillas, dulces, "lo que sea". Pueden pasar semanas e incluso meses entre partido y partido. Están sometidos a un calendario que los puede poner a viajar de Lima a Sao Paulo en ocho días. Y casi siempre duermen donde los barristas de otros países, con quienes tienen contacto por Facebook.
"Los de Gremio nos prestaron dos casas para que durmiéramos todos. Los de Colo Colo y los de Alianza Lima en Perú nos han recibido. Con los de Banfield o Nueva Chicago en Buenos Aires siempre tenemos donde llegar; pero, por ejemplo, en Bogotá no nos la llevamos bien con la gente de Racing, y Los del Sur de Medellín sí la van bien con ellos, ahí es diferente". Sobre los demás hinchas verdes, dice que son varios grupos los que viajan y unos llevan más tiempo que otros. En sus banderas está escrito el lugar de donde vienen: Ipiales, Bogotá, Armenia, Ibagué, Manizales. Hay algunas mujeres pero la mayoría son hombres. Mi ojímetro dice que ninguno pasa de los veinticinco años.
Pero no todos los hinchas están viajando en gallada. Muy cerca de nosotros hay una parejita que vino desde Buenos Aires, según escuchamos son estudiantes universitarios y viven allá. La chica está sentada con un taco de galletas de soda en su regazo. El novio habla con un amigo. La chica tiene frío, puedo ver erizados los pelillos rubios de su brazo. Abre las galletas y se come una. Le ofrece al novio y al otro tipo. Atraídos por la envoltura y el crujido, aparecen como gallinazos cuatro hinchas y piden con decencia su galleta. Llega otro, otro y otro hasta que se viene un combo. El taco de galletas se cae al suelo. El novio lo recoge y mira a la chica.
—No, pues dales —dice ella resignada.
Atacan el taco como si fueran pirañas y las últimas galletas se vuelven polvo por los manotazos de los últimos hambrientos. La espera es cada vez más amena. Al rato, un corrillo de último minuto nos hace mirar para arriba de la tribuna. Varios hinchas se reúnen en torno a Edgardo, que mira hacia abajo.
—¿Qué pasa, qué hay? —le gritan.
—Confites —responde Edgardo con malicia.
Algunos pelaos suben apresurados al corrillo. Los "armados" y las "ruedas" se despachan en cinco minutos. De esa manera algunos embolatan el hambre, el frío y la vida. La tribuna es una porción de Colombia en tierra lejana.
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Marcelo nació en Montevideo, es un baterista de pelo largo y pañoleta. Tiene unos cuarenta años y hace veinte se cansó de todo; agarró sus cosas, sus seis perros y se metió en un Volskwagen escarabajo. "En un fusquinha". Se vino para Chuy y vive aquí desde entonces. Trabajó como mesero e hizo mil cosas, pero ahora tiene un puesto de comidas rápidas al borde de la carretera. Empezó con un carro de hamburguesas, pero se le creció el negocio y tuvo que meter el carro en un local con mesas y ayudante. Mientras nos prepara una empanada de humita, Marcelo, que no pierde oportunidad para reírse de su propio humor, trae a colación el chiste de los mandatarios reunidos en México que se van a tomar un tequila y el presidente de Colombia esnifa la sal. Ríe hasta el fondo dejando la boca abierta, buscando complicidad con la mirada. No puede parar de hablar, debe estar acostumbrado a conversar con forasteros. Cuenta que gozó como nunca con el cinco-cero a Argentina. Luego, antes de su próxima estocada, se asegura de que no seamos hinchas del América.
"No te imaginás lo que disfruté el gol de Aguirre, no porque tenga nada contra el América de Cali sino por Falcioni. Ese día que Peñarol le ganó la final de la copa, después del gol, Aguirre le decía a Falcioni en el suelo: 'baboso, sos un baboso'. Los argentinos son unos babosos, che", dice Marcelo. Después de una pausa, en la que la humita entra a la fritadora, vuelve al ataque. "Hace poco pasaron por aquí otros colombianos, hinchas del Atlético Nacional... Divinos".
En el par de días que estuvieron en Chuy los hinchas verdolagas se esforzaron para que no los olvidaran. Entraron de manera ilegal, sin documentación, y los que la tenían ni siquiera hicieron sellar sus pasaportes. Cuenta Marcelo que robaron un supermercado y algunos locales de la Avenida Brasil, una doble calzada que funciona como frontera y zona comercial libre de impuestos. Eran entre diez y doce pelaos. Ya entendemos por qué una vendedora de ropa nos miró con miedo y desconfianza cuando le preguntamos dónde quedaba la Terminal. En este pueblo pequeño y caliente, donde todo existe en función del movimiento fronterizo, el paso de la tropa colombiana fue como el de unos piratas de otro mundo.
Un vendedor de panchos nacido en Chuy, con aspecto de beatle, sesentón, pelo sobre las orejas y capul, también se alertó cuando nos escuchó el acento. Era de noche y hacía unos minutos había sacado su carrito de perros a la calle. Cuando le dijimos que éramos colombianos alguna cosa le tuvo que haber apretado el pecho. Su trato era cercano pero cortante, como midiendo el aceite. "¿Qué le echás al pancho?". "Mostaza, salsa de tomate y papitas". "Ahora está de moda la papita, la papita, todos quieren con papita". Mientras preparaba los panchos, y después de cerciorarse de que éramos un par de viejos casi como él, dejó salir su indignación y sus quejas.
"Está muy mal lo que hicieron sus compañeros, yo sé que ustedes no tienen que ver, pero estos colombianos son una plaga, se metieron con la gente, robaron el supermercado, se drogaron en el parque, todo mal". Estaba tan descompuesto "el beatle" que logró hacernos sentir culpables. En cambio para los hinchas nómadas pasar una noche en el calabozo con golpiza incluida fue una anécdota más de sus aventuras por el continente. Las imágenes del noticiero charrúa mostraban piernas moradas, contusiones en los brazos, pieles enrojecidas. Lo que se sabe es que doce policías uruguayos los retuvieron sin orden judicial y los adentraron cien kilómetros hasta el peaje Garzón. En algún momento se produjo el maltrato y los hinchas denunciaron con Edgardo como vocero. Varios policías fueron procesados, al igual que dos colombianos sindicados de robarse un chaleco y un aparato de comunicaciones de la comisaría.
Marcelo tiene razón: divinos, unas bellezas todos. Antes de que salgamos de su local, con la humita empacada, hace el último chiste: "¿Y no me trajiste nada de Colombia?", y suelta una carcajada, otra vez la boca abierta un rato, buscando complicidad con la mirada, y remata el número con la mano cerca de su nariz, simulando que se da un pase. "Chao querido".
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No sé de dónde diablos sacó un hincha verde un cubito de hielo pero lo extrajo de su boca y lo lanzó con fuerza a la tribuna vecina, donde está la gente del Nacional uruguayo, a unos quince metros. Separadas por una franja de vallas y robocops, las hinchadas se alcanzan a gritar cosas y se retan con gestos entre pendencieros y burleteros. Edgardo recoge sus brazos y aletea como un ave. "¡Gallinas hijueputas!", les grita ante la impavidez de los policías. "¡Sicarios colombianos!", responden desde la otra orilla. La barra brava rival está al frente, lejos, con la cancha de por medio, y aun así opaca los cantos verdolagas con sus coros y tambores. Pero aquí no se para de cantar en medio de la fumata y la alharaca. La espera y la noche traen hambre y sed pero no hay opciones ni de pegarse de una canilla. La fiesta está prendida, han llegado más hinchas y calculo que en total somos ciento cincuenta. Hoy hay que ganar como sea y la hinchada lo refleja.
Tres flacos blancos e imberbes suben a lo alto de las gradas para tomarse una foto, tienen una bandera que dice "Poto".
—¿Quién es Poto, un parcero?
—Es el barrio de nosotros, queda en una colina en lo más al sur de Bogotá.
—Parce, ¿y qué, se siguen para Rosario?
—Volvemos a Brasil y ahí viajamos a Rosario, acá nos va mal: de diez personas a las que le pedimos una nos da; allá en Porto Alegre nueve de diez nos dan. Nos podemos hacer cien reales en un día". Y sentencia: "Póngale cuidado que la Copa Libertadores nos va a dejar en Brasil, listos para el Mundial.
Los rolos vuelven a la parte baja. En ese momento, un señor de delantal entra a escena con una canasta cubierta con una tela delgada. Adentro lleva unos pasteles humeantes de carne y de queso, unificados en bolsas listos para ser consumidos. Son como una hojuela redonda y rellena del tamaño de una arepa clásica. A Edgardo casi se le salen los ojos cuando los ve. Bastan unas miradas para que sus amigos rodeen el vendedor y pregunten por precios, receta y sabores. El señor responde con la canasta en la mano mientras Edgardo, agazapado atrás, intenta robar un pastel. Operan con una seguridad y una pericia innatas. Después de varios enviones, en los que los dedos de Edgardo apenas rozaban las bolsas, logran el raponazo. En menos de un segundo el pastel ya está en manos de otro compinche. El vendedor lo sabrá más tarde, cuando cuadre caja. Se da media vuelta y sale, nadie le compra, unos por no tener plata y otros por no atraer a las hienas. Miro hacia atrás y Edgardo tiene la boca llena, cagado de risa no puede masticar bien el bocado que le sacó al pastel. Los otros también disfrutan del botín y se chupan la grasa que les queda en los dedos. Tribu que una noche caza junta pero a la siguiente no se sabe.
Cuando salen los equipos al gramado, buena parte de los hinchas, sobre todo los viajeros, bajan y forman un núcleo de aliento. Los veo saltar y cantar. Hay uno en silla de ruedas que bajan y suben en hombros. Al minuto 65 celebrarán a rabiar un gol de Cardona a pase de Medina. Cuando se acabe el partido, mientras espera media hora a que salga la gente de El Bolso, Edgardo bailará en su puesto, feliz por el triunfo de visitantes. Otros hinchas les gritarán cosas a los rivales que salen con la mirada en el piso. No habrá ningún tipo de incidentes afuera del estadio. Caminando me daré cuenta de que me sobró un puñado de monedas. Caminando pensaré que no las necesitan. Son unos sobrevivientes entusiastas, de espíritu aventurero y suicida, dispuestos a hacer lo que tengan que hacer para seguir acompañando al equipo que llevan en sus trapos y en su cuero duro.