Recuerdo que Manuel Mejía Vallejo definió la fama como eso que permite que algunos nos tachen de hijueputas sin habernos tratado jamás. Quiero y admiro a García Márquez y juro que la mañana cuando escuché que le había sido concedido el premio Nobel se me atragantó el desayuno de la pura alegría, pues aunque muchos lo esperábamos, también era una bella sorpresa. Pero sobre todo, más que la sabiduría del prosar, aprendí de él que la gloria tiene un peso espeso, y que puede convertirse en un problema engorroso.
Lo que más sorprende en GGM, como dejé dicho en el ensayo que le dediqué en Cuando nada concuerda, es el modo como lo quería todo el mundo. Personas en desacuerdo en todo lo demás como Fidel Castro y Bill Clinton, por ejemplo, coinciden en la admiración por el autor de Cien años de soledad. Una novela estrambótica que devolvió el género a los tiempos de Las mil y una noches; un anacronismo, después de los refinamientos de Joyce y Becket y de los narradores del objetualismo francés, que habían convertido la novela en otra cosa, llevando el género a límites inhumanos.
En una entrevista GGM condenó a Arnold Schömberg y, extrañamente para mí, al expresionista Stravinski, porque dijo habían llevado la música a una crisis sin salida ni inspiración. Pero defendió a Béla Bartók, el músico húngaro que al parecer lo acompañó durante la escritura de El otoño del patriarca. Esto explica quizá su decisión de escribir una novela que rescatara el género de la técnica pura, contra los novelistas de vanguardia, y también su apego a la cultura popular que confesó siempre. Béla Bartók, aunque a veces coqueteó con el dodecafonismo de la escuela de Viena, en los más ásperos de sus cuartetos, permaneció apegado siempre a las canciones de su patria, a la música del pueblo de ese país extraño que ha pasado por tantas desgracias entre el nazismo y la tiranía de Stalin hasta hoy.
Amalgamando los vicios temáticos del absurdo de Kafka, a quien conoció en la juventud, con la andadura barroca de Faulkner que debió enseñarle a leer su amigo Cepeda Samudio; tomando las delicadezas del piedracielismo bogotano que había descubierto en el colegio de Zipaquirá y cantando su gusto por los boleros y los vallenatos, GGM consiguió hacerse a una voz tan personal que resulta inconfundible. No importa cómo se formó el portento. Importa más el hecho misterioso de que su manera de testimoniar este mundo le mereciera esa gloria que le cayó encima como un martillazo en la cabeza después de la publicación de Cien años de soledad.
¿Es probable que por las leyes de la compensación que según algunos rigen la vida, el tributo amoroso que se le rinde en todas partes sea el premio de consolación por una infancia solitaria en una casa llena de viejos, en medio de una familia innumerable y extraña, y separado tempranamente de unos padres a quienes incluso dejó de reconocer y apenas aprendió a querer? Quién sabe. Su autobiografía narra cómo la vez que se encontró con su madre después de años de no verla, descubrió que la había olvidado. Y en la biografía de Gerald Martin, el padre es la sombra inodora de un extraño que se obstina en vivir cambiando de rumbo cada semestre para encontrar siempre otro fracaso al final, otro fracaso cosechado sin ruido. Los dos, el padre y la madre, son unos seres ajenos a su vida. Y eso siempre entristece.
A GM todo le sucedió con la misteriosa naturalidad con que suceden las cosas en los cuentos de hadas y en los relatos de milagros, desde cuando se encontró con un fauno en un tranvía bogotano mientras él iba leyendo versos de Jorge Rojas, hasta cuando conquistó el amor universal de los lectores, en chino, swahili y checo, y en las otras lenguas surgidas de la confusión de Babel. Pero el privilegio de la fama le vino con el descubrimiento de que ésta puede convertirse en una desgracia. El hombre tímido que discurre como algunos caribeños melancólicos entre frases despedazadas dichas en tono de confidencia, el que había querido ser visible solo para sus amigos de Barranquilla, resultó involucrado, casi sin querer, en la farsa colosal de los honores del mundo. Y a partir del día cuando en un teatro de Buenos Aires la gente recibió su ingreso en la platea con el chaparrón de unos aplausos, para agradecerle la novela de la familia Buendía, las cámaras lo siguieron a todas partes: por los abrevaderos de ron y los comederos de butifarras del Caribe, en el Elíseo cenando con un presidente francés, entrando a desayunar en el palacio de un rey hiperbóreo y hasta encerrado en el Vaticano con un papa que no puede abrir una puerta trabada. Para defenderse dijo que la novela que lo arrastró a la notoriedad era una mamadera de gallo, nada distinto a un vallenato largo. Pero fue en vano. La gente siguió confiando en sus fantasías y pasando por las librerías para hacerse a sus tósigos, a sus relatos opiáceos reproducidos en ediciones millonarias.
Gabito, como le dicen muchos que jamás lo vieron, pagó el afecto que vino a equilibrar las soledades de la niñez con los embrollos de esplendores de una fama de la cual jamás dejó de quejarse. "Estoy hasta los cojones de García Márquez", dijo una vez. Pero también es posible que tanta honra lo halagara al final. Porque después de la celebración de su octogésimo aniversario, cuando reunió en Cartagena a sus amigos más eminentes, incluido un rey de España, el hombre más rico del mundo y un ex emperador gringo, le dijo a su biógrafo inglés con zumba de vanidoso: "Me encanta que hayas venido para que nadie pueda decir que fue mentira". Unas palabras que se pueden interpretar como un reproche póstumo al padre que solía repetir que el más glorioso de sus hijos había sido un mentiroso desde chiquito y que no entendía por qué hacían tanto alboroto a su alrededor cuando había otros escritores en la familia. La madre, doña Luisa Santiaga, cuando supo que le habían otorgado el Premio Nobel solo se alegró pensando que al fin le iban a arreglar el teléfono. Y cómo puede uno convertirse en el escritor más famoso de su siglo cuando su madre se llama Santiaga y a uno lo distinguen como Gabriel García
Pero todas estas cosas están dichas ya por la crítica propia y la ajena. Lo que no he contado, gracias a un capricho del disco duro de mi máquina Apple, es la historia de la tarde en que conocí al monstruo. Fue en un almuerzo bogotano cuando se me reveló la crueldad de la fama y cómo puede trastornar la vida de un hombre bajo la forma del aislamiento. Fue en la casa de Aura Lucía Mera, entonces directora de Colcultura. Aquella tarde la casa estaba como siempre en las fiestas de Aura Lucía, atestada de señoras caleñas cada una más increíble que la otra, llenas de gracias espirituales, atributos faciales y delicadezas de bulto; y de poetas, pintores y políticos. Nadie sabía que un Premio Nobel estaba invitado al ajiaco. La charla se animó en un delicioso relajamiento fraternal a medida que corrieron los vinos de los preliminares. Hasta cuando, pasada la una en el reloj, sonó el timbre. Y una señora, la más hermosa de ojos, abrió los tesoros de los suyos como dos platillos voladores, y musitó mirando al zaguán como si hubiera aparecido el diablo: "García Márquez". Y se arregló el escote y la falda como si se dispusiera a recibir al Padre Eterno y no a un simple Premio Nobel. El hombre entró en la sala del brazo de un conspicuo caballero de industria de apellido vasco cuyo nombre olvidé, y venía trajeado, si la memoria no me engaña con el prejuicio, con una de esas chaquetas de cuadros que le merecieron el remoquete de 'Trapoloco' entre los choferes de la Arenosa y que después fue puliendo en los tratos palaciegos. Y se acabó la fiesta. Todo el mundo se puso a hacer un papel. O como quien dice, todo el mundo extravió su autenticidad, cada uno se puso la cara más inteligente y en apariencia más interesante de la colección de caras sociales que todos llevamos en el almario. Yo traté de distender el ambiente con una trivialidad a propósito del premio de poesía que se acababa de ganar Jotamario. Pero nadie me oyó por mirar la reliquia de hombre. Solo el invitado principal me miró como quien echa un vistazo a un florero. Muy ocupado atendiendo a una santísima trinidad de señoras que trataban de convencerlo de que en Cien años de soledad había contado sin querer la historia de sus propias familias (todas las familias creen lo mismo entre Constantinopla y Siracusa y entre la China y Chinchiná), de modo que el de Aracataca comenzó a transpirar aburrimiento. Y puso un gesto de lástima y unos ojos de espanto indecible.
Recuerdo que los invitados comenzaron a ocupar por turnos el taburete contiguo al del maestro para tomarse una fotografía con él. Y que él soportó el ritual por cortesía pero con el fastidio inocultable del que espera el turno de su crucifixión. Y que empezó a chorrearle por todos los poros un tedio corrosivo que decoloró los cuadros de la chaqueta estrafalaria. El hombre aprovechó cuando el fotógrafo tuvo que cambiar el rollo exhausto de la cámara recalentada para huir a la cocina, detrás de la nevera, donde instaló su plato y su servilleta en la mesa de picar cebollas, en compañía de una muchacha recién llegada de cantar canciones de protesta en París.
Me enorgullezco de mi gesto humanitario. Cuando Jota, mi amigo, el poeta nadaísta, me invitó, él que es como es, a hacerme la toma de rigor, me negué en redondo y le dije: "Dejen tranquilo a ese pobre señor, por Dios". Y me parece recordar que GM me miró con ojos de ternero agradecido. Y si no fue así debió hacerlo.