Enrollada en su propio cuerpo a la mujer anaconda parece que le faltan los pies. Está tirada en medio del pasaje peatonal de Carabobo, entre las calles 49 y 50, y a nadie parece importarle su presencia. Aquello que podría describirse como la parte inferior de su cuerpo está sobre el infernal pavimento al sol del mediodía; la parte superior, de la cual sobresale su ancha cabeza, está apoyada en un pequeño cojín cuyo color original es difícil de precisar.
La mujer juega con un diminuto pitillo plástico, de esos que se usan para revolver el café. Así se come las horas soñolientas de un jueves que amenaza con derretirse antes del aguacero. El pitillo pasa de un dedo a otro entre sus manos gordas y torcidas. Se lo lleva hasta la oreja derecha para hurgarse quién sabe qué secretos, y luego lo introduce en su boca para rascarse las encías.
A un lado de su cojín hay dos vasos pequeños con algunas monedas. La mujer las cuenta de vez en vez para disimular su aburrimiento, pero en realidad parece que poco le importa cuánto se ha ganado en media jornada.
A esa hora Carabobo es ruido y muchedumbre: pillos camuflados, putas hechizas, ejecutivos de a pie, chamanes; ofertas de tangas y de televisores LCD; mujeres indígenas quemando sus ancestrales lenguas con opíparos sancochos; vendedores de globos, hombres de la mano de hombres, hombres con perros, perros que parecen hombres y mujeres que a veces se las dan de perras. Policías, ladrones, ladrones policías, vigilantes amargos; gordos, flacos, lisiados; músicos de jazz, músicos de otra cosa, gente que huele a música y música que retumba desde los almacenes de El Hueco.
En medio de tan variopinta miscelánea, la mujer anaconda comienza a moverse. Apoya sus codos sobre el cojín y empieza a desenvolver sus pies hasta quedar estirada como una morsa suplicando pescado. Pero aquella no es su intención. La mujer morsa se sienta para descansar de su posición anterior. Los pliegues de su cuerpo se mueven graciosamente al ritmo de un porro que suena en El Tragadero de la esquina.
Tras el esfuerzo, la mujer suspira y seca el sudor de su frente con sus manos. Luego revisa su bolso, que ha surgido inesperadamente de sus carnes ondulantes. La mujer morsa tiene la piel negra luego de nueve años de jornadas bajo el sol de Carabobo. Se llama Nubia y aunque parece anciana apenas llega a los cuarenta años.
"Me vine de Ituango para Medellín hace diez años; sin saber leer ni escribir; sin saber dónde llegar o a quién pedir ayuda", cuenta la mujer mientras vigila el paso de los transeúntes, quienes de vez en cuando dejan caer monedas en los pocillos amarillentos que le sirven de alcancía.
Nubia González es desplazada y, aunque cuando llegó a Medellín se dedicó a la venta de empanadas y pasteles de pollo, la polio la dejó menguada para el trabajo. La alcaldía, según ella, no le ha ayudado: "Sé que a otros les dan sillas de ruedas y oportunidades en microempresas, pero a mí nadie ha venido a buscarme", rezonga Nubia, madre de dos y novia de muchos hombres.
"Ninguno se quedó a mi lado. Ahora convivo con Dios, el único que con sinceridad se ha interesado en mí", dice la mujer creyente, cuyos ojos cafés denotan tranquilidad y perdón.
Una niña de tres años de edad se acerca de la mano de su madre. Cuando tiene en frente a la mujer morsa se asombra y no es capaz de continuar el camino sin dejar de mirar a la limosnera. Nubia le sonríe y le hace una señal de despedida. Ante su extraña figura, que a primera vista parece mutilada, también se asombran algunos adultos que la miran con melosa misericordia y siguen su camino sin rebuscarse alguna moneda en los bolsillos. Sin embargo, son tantos los años de Nubia arrastrándose por las calles de Medellín que la mayoría de las personas la reconocen. Y hasta la ignoran.
A la mujer anaconda nadie le roba, nadie la critica, nadie le pide cuentas. Cuando termina su jornada a las 5:30 de la tarde, un viejo de mostacho grasiento va a buscarla para ayudarla a subir a una silla de ruedas que le regalaron en una iglesia evangélica. Nubia se acomoda con uno que otro tropiezo, mira al cielo y hace una pequeña oración en silencio. No se persigna. Cuenta sus monedas, revisa su bolso y su celular. El hombre del mostacho empieza a empujar la silla de ruedas hasta la calle Colombia, luego se despide y Nubia continúa sola el recorrido hasta su hogar en Prado Centro.
Dice no extrañar su pueblo ni sus familiares. Apenas si recuerda el olor del río Cauca en la mañana, y los silbidos alegres de los campesinos madrugadores que soñaban, como ella, con un futuro bañado en oro.
"Uno sueña cuando es joven, pero luego uno se hace viejo y se da cuenta de que lo que uno no haga por sí mismo, nadie va a venir a hacerlo por uno", reflexiona Nubia, la mujer anaconda, la mujer morsa, la mujer creyente del pasaje peatonal de Carabobo.