Hay tipos curiosos por los papeles de las notarias, los juzgados, las Cámaras de Comercio, las oficinas de registro. Hablan con los recién salidos y los recién salvados. Esculcan y desconfían, como virtud y enfermedad. Fabio Castillo, autor de Los jinetes de la cocaína, fue un enemigo agazapado contra la mafia. ¡Está vivo!
Reportero sin rostro
Maria Isabel Naranjo. Ilustración: Cachorro
Llevo un año detrás de él. Seis correos electrónicos y cinco llamadas han hecho posible que hoy, 18 de diciembre de 2013, tengamos una cita para una entrevista: "4:00 p.m. Café Luna Lela". Estoy sentada a unos metros de la entrada del café, pasando la calle, en una de las bancas del Park Way, un parquecito lleno de árboles y tranquilo como su barrio: La Soledad. Me siento esperando a un viejo conocido y de pronto pienso ¿cómo voy a reconocer a Fabio Castillo? Solo se me viene a la mente una foto borrosa que aparece en la solapa de su libro Los jinetes de la cocaína, donde se ve a un hombre moreno luciendo esa barba poblada que acostumbraban los intelectuales de los ochenta, con unas gafas de marco grande. Pero esa es una imagen de cómo era él antes de salir en el primer avión con destino a ninguna parte, huyendo de la ira de los carteles de la droga.
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La primera vez que escuché hablar a Fabio Castillo fue una mañana de junio de 2012 en La W. Ese testimonio me hizo recordar un correo de Alberto Donadio en el que me aconsejaba dar con el escondite de Fabio, un periodista que, según él, Guillermo Cano apreciaba como si fuera un hijo y que sustentaba todo lo que él escribía en los editoriales. "No sé dónde conseguirlo, pero es una voz que no se puede olvidar", decía el correo. Decidí entonces buscarlo un mes, dos meses, tres meses, seis meses… hasta hoy.
Llamé a algunos amigos que podrían conseguirme algo, un mínimo dato. Me confiaron tres correos a los que escribí pero rebotaron automáticamente con el mensaje Delivery... Luego acudí a una asociación de periodistas de investigación donde me dieron un nuevo correo que no vino sin el consabido: "No tenemos ni idea de dónde pueda estar". Lo envié con la retahíla que tenía preparada y cuatro días después apareció en mi bandeja de entrada: "El periodismo de investigación está en crisis porque de tiempo en tiempo tiene que huir de las amenazas de los culpables en las investigaciones, y del miedo por compromiso de los dueños de los medios. Será un placer hablar contigo cuando te apetezca. Fabio. PD: ¿Quién te dio mi correo?". Esa posdata me hizo reír. No fue tan difícil desenterrarlo.
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Fabio Castillo llegó a El Espectador en septiembre de 1979. Con veinte años recién cumplidos ya tenía un premio Simón Bolívar, una escuela de libertad en El Siglo y se intuía en sus temas un sentido de la justicia que más tarde lo llevaría a enfrentarse cara a cara con los narcotraficantes de Colombia. Ese carácter fue determinante para unirlo a la lucha que desde el periodismo y la plaza pública hicieron Guillermo Cano, Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán Sarmiento y Manuel Gaona Cruz. Con ellos (y luego sin ellos) emprendió una lucha solitaria en alianza con seres anónimos que arriesgaron su vida para aguarles la fiesta a los narcotraficantes en su pretensión de llevarse por delante la democracia, arrodillando a medio país con su dinero y matando al otro medio con sus bandas.
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Juego a adivinar cómo es el hombre que va a llegar a la puerta del café. ¿Será acaso ese de pelo blanco, saco y corbata que acaba de cruzar la calle? Así me la paso durante diez minutos sin atinar con nadie hasta que alguien sube la escalera que conduce al café y llama: "Alo"; "Sí, hola, soy Fabio, estoy en la puerta esperándote". Es un hombre mediano y tiene unos cincuenta y cinco años, ya no tiene la barba negra y abundante, y su pelo grisáceo delata que han pasado casi treinta años desde la foto que recuerdo. Paso la calle. Él abre sus brazos en señal de bienvenida y entramos al café.
Fabio, podríamos comenzar por…
Comprar una grabadora buena (lo dice en tono de chiste y sonríe).
¿Le parece que mi grabadora no sirve?
Pues no le veo el IVA y de pronto es de contrabando.
Pues de pronto sí porque la compré en Monterrey ¿Lo conoce?
¿Monterrey, México? Sí.
No, el centro comercial de Medellín.
Ah, no, si es de Medellín es de contrabando.
¿Usted dónde nació?
No. (Ese "no" es enfático, duro, y se pone en medio como un muro que hay que derribar). Yo no hablo sino de temas estrictamente profesionales, de temas personales absolutamente nada.
¿O sea que tampoco habla de su exilio?
Ah, no pues sí, pero salí al exilio y ¿qué?
Siendo así, hablemos del momento en el que llega a El Espectador. ¿Por qué llegó precisamente a ese diario?
El tema de don Guillermo era el mismo de Álvaro Gómez Hurtado: la justicia. Él tenía allí a Óscar Alarcón, el que cubría mis fuentes; pero estaba estudiando derecho en El Externado y no tenía casi tiempo; mejor dicho, yo lo mantenía chiviado y salíamos con la noticia El Tiempo o El Siglo, y don Guillermo le decía: "Óscar ¿qué pasó?"; y él: "ay es que yo estaba en un parcial" (se ríe). Pero don Guillermo apoyaba mucho a la gente para que estudiara, y en lugar de fregar a Óscar, le dijo: "pues convenza a Fabio para que se venga". Así que me llamó: "Fabio, don Guillermo Cano pregunta si usted se vendría a trabajar a El Espectador". Y yo le respondí: "pues poderoso caballero es don dinero ¿no? Cuente a ver de qué estamos hablando". Y así fue como empecé a trabajar en El Espectador en septiembre de 1979. El salario que me pagaban era de unos 150 dólares de hoy, como 240 mil pesos, por los que casi nos hacemos matar como quince en el periódico.
¿Ser tan joven cuando entró a la redacción de El Espectador explica lo que dice Alberto Donadio, que usted era la "ñaña" de Cano?
En la redacción casi todos éramos chiquitos. Don Guillermo era feliz con periodistas que hacían cosas insólitas que no hacían los viejos, que querían estar sentados en sus escritorios interpretando los hechos; lo que nosotros queríamos era descubrirlos.
A usted le ofrecieron irse varias veces para El Tiempo, pero don Guillermo Cano no quería, ¿cómo lo convenció?
Como don Guillermo Cano no podía igualarme lo que me ofrecían en El Tiempo, que era como dos veces más de lo que ganaba, me decía: "Mijo venga y trabaja los domingos y se gana su triple" –porque antes de que existiera Álvaro Uribe Vélez a los obreros les pagaban el triple por trabajar un domingo–. Entonces yo me guardaba hasta ese día una noticia que sabía que no iban a encontrar los otros, y la escribía entre las nueve y las once de la mañana. Pero don Guillermo Cano siempre llegaba el domingo a las 9:30, nos sentábamos a tomar tinto y él me contaba el chisme político y la vaina económica y yo lo de la Corte, el Concejo, los políticos… en esas conversaciones fue donde surgió una comunicación inalámbrica con él, una vaina muy… (ese recuerdo lo deja sin aire. Inhala, exhala, sus ojos se encharcan, su rostro cambia y dice con la voz entrecortada: "ah, ¡cheeee!, qué cagada, yo nunca hablo de eso". Toma agua y vuelve a retomar el hilo) o sea, yo no tenía que sustentarle las investigaciones a don Guillermo, teníamos mucha… como se diría eso… empatía, porque él era un gozón y le gustaba el desparpajo de uno, la falta de respeto a la autoridad.
¿Y por qué se fue de El Espectador en 1982?
Me fui de secretario privado del procurador Carlos Jiménez Gómez.
¿Y por qué regresó El Espectador apenas un año después?
Pues porque terminó aliado con Pablo Escobar (se ríe). Mi oficina quedaba justo al lado de la del procurador. Sobre el escritorio de la oficina tenía una lamparita de esas chiquitas y como un viejito me quedaba a veces hasta las once de la noche pegado de los papeles, leyendo todas las investigaciones, seleccionando lo que servía y lo que no. Cuando pum, pum, pum, se prendieron todas las luces y entraron como cuarenta tipos, y como en esa época el M19 nos tomó de rehenes dos veces me dije "mierda, otra vez". Cuando entró el señor Pablo Escobar Gaviria directamente al despacho del procurador. Yo apagué la luz y me quedé calladito, escondido.
¿Qué pasó por su cabeza en ese momento?
Lo peor, y me dije que no había sino una forma de saberlo. Al otro día llegué a las 6:30 de la mañana, el procurador llegaba a las siete. Tan pronto lo vi pasar me fui para su oficina y le dije: "quiubo procurador, ¿cómo le fue anoche?"; "bien hombre, estuvo tranquilo"; "¿y dónde estuvo?"; "por allá en una comida"; "¿aquí?"; "no, no, yo de aquí me fui a las seis y no volví"; "mire"; "¿qué es esto?"; "mi renuncia", y me fui. Salí, llamé a don Guillermo: "don Guillermo, me tocó renunciar"; "¡¿qué pasó?!"; "no, yo no le puedo contar, pero es gravísimo". Y así fue que regresé.
Y su regreso coincidió con que se metieron de lleno a investigar las estructuras de los jefes del narcotráfico. ¿Cómo lo hicieron?
La controversia dura del narcotráfico empezó en 1982, o sea, fin del gobierno de Julio César Turbay e inicio de Belisario Betancur. En ese momento es cuando arranca Luis Carlos Galán a denunciar el tema de los "dineros calientes". Aquí siempre nos inventamos eufemismos, pero se trataba de la presencia de dineros de la mafia en la política. En Bogotá nadie se atrevía a hablar de la mafia porque pensábamos que era un fenómeno guajiro, y Juan Gossaín ya la había radiografiado en La mala hierba de una forma tan sabrosa que nos quedó que eso era de los costeños, que no era serio, que no era nada. Hasta que llega Galán y empieza a denunciar que esta gente está comprando los partidos. Don Guillermo nos explicaba que para él era exactamente lo mismo investigar al Grupo Grancolombiano que investigar a la mafia porque eran dos manifestaciones de un mismo fenómeno: el uno era un señor muy rico queriendo comprar todos los poderes, y los otros, los mafiosos, eran unos nuevos ricos queriendo también comprarlo todo; luego, los dos eran un fenómeno antidemocrático. Por lo tanto, políticamente era válido y periodísticamente oportuno investigarlos y seguirlos.
Hablar de narcotráfico es muy difícil precisamente porque lo que se tienen son testimonios, rumores. ¿Usted cómo hizo para publicar sin el temor de que fuera falso lo que le decían?
Primero que todo no era la sociedad de hoy, entonces te puede parecer difícil de creer que haya habido centenares de colombianos que arriesgaron y ofrecieron su vida por ayudarme. ¿Te acuerdas de la foto de Escobar capturado con unos kilos de coca? Ese proceso penal a mí me lo entregaron físicamente y la persona que lo hizo me dijo: "con esto le estoy entregando mi vida". A los tres días de publicarlo, pese a que no había forma de que nos relacionaran y en esa época no había celulares que le rastrearan a uno la llamada, esa persona apareció muerta. Sin embargo lo hizo porque creía que era un servicio para la sociedad revelar quién era realmente Pablo Escobar. Y todo esto pasó porque entendimos que estábamos a punto de perder nuestra democracia a manos de unos locos que lo único que tenían era plata y ganas de matar gente.
¿Alguna vez lo han denunciado por calumnia?
Fuad Char, el dueño de Olímpica, me pidió una indemnización por cinco mil millones de pesos. Y lo único que dije en la indagatoria fue: "el señor Fuad Char no tiene visa para viajar a Estados Unidos. Aquí está la ley por la cual le pueden quitar a uno esa visa y no tiene sino tres causales. Primera, enfermedad infectocontagiosa incurable; que le hagan un examen. Segunda, que sea miembro de una banda terrorista internacional; yo lo eximo de esa prueba, él no es miembro de una banda terrorista internacional. Y tercero, que sea narcotraficante; eso sí ya le tocará explicarlo a él". Con eso se cayó el proceso, a él le tocó callarse la boca y retirarse de la política; y ahora tiene a sus hijos de alcaldes, los herederos de los capitales calumniados. Pero nunca le he huido a ningún proceso y nunca he pasado de la indagatoria porque siempre tengo documentos.
¿Recuerda cuántos procesos ha tenido?
No los puedo contar, pero solo he tenido un abogado en mi vida.
¿Usted?
No, uno de verdad. Yo estudié derecho en la Universidad Caótica (Católica) pero mamando gallo. Mi abogado es un gran amigo y tenemos una estrategia: yo soy el bueno e inocente, y él es el malo y el cabrón. En una indagatoria yo llego y digo: "todo el mundo dice que ese señor es narcotraficante y yo nunca he visto que él pueda decir que no"; y llega él: "como dice mi defendido, ese señor no es solo un reconocido narcotraficante, sino también un reputado narcotraficante", entonces se ponen a pelear con el abogado y lo acusan a él, lo joden a él y se olvidan de mí (se ríe).
¿En qué momento decidió escribir Los jinetes de la cocaína?
No, yo no lo decidí. Las circunstancias lo decidieron. Cuando asesinaron a don Guillermo nosotros teníamos cuarenta cajas grandes con la historia de todos los grupos mafiosos de Colombia, repletas de documentos que nos llegaban de los jueces, los fiscales, los procuradores, los concejos… de todo el mundo. En una reunión que se hizo con los directores de los medios yo propuse la publicación simultánea de las investigaciones que hiciéramos sobre el tema en El Espectador y todo el mundo aceptó. La situación que se planteaba era que nos querían silenciar y no podíamos permitir eso: "o nos matan a todos los directores o nos callamos definitivamente". Así arrancamos ese frente común en el que se publicaba simultáneamente en los periódicos, en la radio y en la televisión. Publicamos en serio como unas cuatro investigaciones, no recuerdo cuáles. Pero nuestro gran trabajo era la historia del Cartel de Cali, porque estaban haciendo cosas mucho más graves que lo que hacía Pablo Escobar en Medellín. Cuando presentamos a ese grupo una torta donde estaban todas las empresas involucradas con el dinero de los Rodríguez fue un escándalo y todo el mundo salió en desbandada: El Tiempo, Semana, El Mundo, El Colombiano... Y quedamos los de El Espectador ahí, sentados como unas pelotas preguntándonos: "¿y ahora qué hacemos?". Pues nada, se acabó. Yo algún día contaré esa historia completa, pero el hecho es que nos quedamos Juan Guillermo Cano, Fernando Cano y yo, y les dije: "yo con esta investigación de más de seis meses sobre los Rodríguez Orejuela no me quedo, pero tampoco les puedo pedir a ustedes que asuman el costo de eso. Yo me retiro, me pongo a escribir y cuento todas estas historias que nos vetaron".
¿Quiénes le ayudaron a hacer ese libro?
El libro fue el trabajo espiritual y físico de muchísimas personas que arriesgaron su vida, por ejemplo, metiéndose por la noche a fotocopiar expedientes, a robarse documentos en las notarías, a sacar papeles de las oficinas de registro de instrumentos públicos. Hubo cuatro jueces que se dedicaron a ayudarme: "Tenga Fabio, tenga"; y yo: "Necesito un proceso que está en tal parte", y a los tres días: "Tenga Fabio". Fueron una cantidad de seres anónimos que trabajaron conmigo, y que siempre serán anónimos.
Dicen que cuando su libro se publicó, Pablo Escobar mandó a sus hombres a recogerlo de las calles, así como hizo con El Espectador; y que algunas partes de ese libro fueron cambiadas o que algunas hojas fueron arrancadas para que nadie leyera los nombres que aparecían allí...
Yo no conocí el libro en las calles. Después de la muerte de don Guillermo Cano me hicieron varias llamadas amenazantes y tuve que cambiar de residencia. Me ofrecieron escoltas y dije: "yo no acepto escoltas porque ellos lo venden a uno. Nadie sabe quién es su familia, quiénes son sus amigos, y anda con un escolta y en quince días le conocen sus rutinas, su papá, su mamá, sus hermanos, sus debilidades físicas y sexuales, de todo, por eso mejor ando solo". Entonces me dijeron: "si usted no quiere irse del país la única posibilidad es que viva es en el peor sitio de Bogotá, donde nadie lo encuentre". Y el "peor" sitio resultó ser la habitación 304 del Hotel Lucho (hotelucho), en la carrera novena con la calle 21, en plena zona roja del Centro de Bogotá, que por esos días se conocía como el barrio de las prostitutas. Yo llegaba por la noche y me saludaban las puticas: "Uyyy, llegó el bacán del barrio". Y cuando llegaba con alguna amiga: "¡Quéee, como va acompañado ahora si no conoce!", y más de una se devolvió berraca. (se ríe). En ese lugar nunca me pasó absolutamente nada, llegara como llegara, borrachito, en sano juicio, cuando salía a las cuatro de la tarde o a las cuatro de la mañana.
El libro se escribió en absoluto silencio, nadie conocía una línea, hasta que yo le conté a alguien, a un editor. Él me dio todas las indicaciones: "El tamaño es este, ningún capítulo de más de tantas páginas, ningún precio por encima de tanto", o sea, me aconsejó todo. Terminé el libro y los primeros veinticinco ejemplares fueron numerados. Si ves un número en un libro del 01 al 025 entonces puedes decir que es uno de los cómplices de Fabio. Pero resulta que este tipo fotocopió una página y la repartió por fax, y antes de que el libro saliera a las librerías yo ya tenía amenazas de muerte concretas. "¿Pero cómo es posible?", me preguntaba, y no había sino una explicación: el editor trabajaba para la mafia.