Número 54, abril 2014

GGM (1927/2014)

Un semanario deportivo publicado en junio del cincuenta,
con Millonarios como líder del torneo con 23 puntos,
tiene un plano a mano de la casa de los Buendía.
 
 

Crónica
una muerte anunciada
Pascuál Gaviria. Viñeta: Miguel Bustos

 

 
GABO
 

El 29 de abril de 1950 circuló el primer número del semanario Crónica, en Barranquilla. Debajo de su nombre rotundo tenía un apellido cosmopolita y risueño: "Su mejor 'Week – End'". Era la época del Dorado en el fútbol colombiano, y los fundadores de la revista decidieron poner, alternados semana a semana, a jugadores del Junior y el Sporting como anzuelo de portada. Literatura y deporte eran las promesas de Crónica, de modo que al lado de Heleno de Freitas podían alinear Borges y Felisberto Hernández. El director era Alfonso Fuenmayor y García Márquez, con apenas 23 años, figuró en la bandera como Jefe de Redacción. Una reseña de estilo judicial lo describe en el número dos del semanario: "Gabriel García Márquez, 23, de Sucre (Bolívar), soltero, también columnista de El Heraldo, cuentista con dos libros en preparación. Interprete de los cantos vallenatos de Rafael Escalona (Honda herida) y de Abel Antonio Villa (El amor de Zoila)".

Muchos años después, frente al público de un lanzamiento de El amor en los tiempos del cólera, Fuenmayor habría de recordar el día que el mecanismo de Crónica se puso en marcha: "(…) caminábamos por la calle San Blas cuando Gabito me detuvo el brazo para decirme: 'Estamos muy bien de grupo'. Ese grupo –fue una conclusión a la que llegamos sin esfuerzo Álvaro, Germán, Gabito y yo– necesitaba publicar un semanario". Los nombres completos de los titulares mencionados son Álvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas Cantillo.

El semanario tenía todas las características de una revista hecha con la sustancia de la escasez y el entusiasmo. Sus oficinas estaban en un segundo piso donde no cabía el consejo de redacción en pleno. Vargas Cantillo describió hace años las instalaciones en el Edificio Amastha: "El mobiliario era muy reducido, lo mismo que las oficinas. Dos escritorios con sus respectivas sillas y una chaise-longue o diván de siquiatría, que servía para múltiples usos. Y un par de máquinas de escribir". El encargado de las ventas era un exitoso y simpatiquísimo vendedor de seguros "que nunca buscó o consiguió un aviso para el semanario"; y los diez centavos de cada revista de 16 páginas los recogían los mismos redactores, cambiándolos de una vez por cerveza en las tiendas donde se distribuía. Como es común en las capitales de provincia, la única pauta fija era la del Ron Colonial de la Fábrica de Licores del Atlántico. De modo que luego de catorce meses y 58 números, Crónica "murió de muerte natural, naturalísima", según lo dijo el propio Vargas Cantillo. El jefe de redacción también entregó su versión del prematuro fallecimiento cuando ya la revista era recordada como experimento y aventura: "Me extraña que Crónica durara tanto tiempo. En realidad nos fuimos cansando. Había que hacer de todo y nadie se preocupaba por hacer la revista y cobrar".

El cuento era la especialidad literaria de Crónica. Las intrigas policiacas y las traducciones de los grandes de la época (Hemingway, Simenos, Graham Greene) buscaban que la gente mirara un poco más allá de la tabla de los goleadores y las entrevistas de vestuario. En sus páginas Barranquilla intentaba tomar algo de la desolación y el ambiente porteño que lucía Buenos Aires, en las historias publicadas en revistas que venían del Sur. El jefe de redacción además de los cuentos exclusivos para Crónica se dedicaba a tareas varias: hacía dibujos para ilustrar artículos, escribía las "Charlas de la ciudad" y por supuesto entrevistaba a algún defensa del once 'Tiburón': "García Márquez quiso una vez entrevistar a un futbolista y Alfonso Fuenmayor se lo señaló: Sebastián Berascoechea, un brasilero de los huesos que a veces contrataba el Junior. No sé por qué la entrevista fue casi tan mala como el entrevistado", recuerda Vargas Cantillo con una risa entre dientes.

Pero tal vez la página más memorable de ese juego de amigos para derramar tinta, lecturas y ron esté en el número seis que circuló en junio del cincuenta. Está escrita por Gabriel García Márquez bajo el título "La casa de los Buendía, Apuntes para una novela". Y parece increíble que ese cuentista incipiente, ese mecanógrafo magro que visitaba la librería El Mundo en busca de novedades, y completaba las cartas de los lectores, estuviera ya pensando y pergeñando la que sería una de las novelas más influyentes del siglo XX, la misma que escribiría quince años después en una especie de rapto de inspiración, "sin problemas de palabras", y en medio de una felicidad austera y provechosa. En Crónica se le puede hacer arqueología a aquella casa fabulosa; allí se clavaron los primero horcones para sostenerla.

 
La casa de los Buendía

Apuntes para una novela
La casa es fresca; húmeda durante las noches, aún en verano. Está en el Norte en el extremo de la única calle del pueblo, elevado sobre un alto y sólido sardinel de cemento. El quicio alto, sin escalinatas; el largo salón sensiblemente desamoblado, con dos ventanas de cuerpo entero sobre la calle, es quizá lo único que permite distinguirla de las otras casas del pueblo. Nadie recuerda haber visto las puertas cerradas durante el día. Nadie recuerda haber visto las cuatro mecedoras de bejuco en sitio distinto ni posición diferente: colocados en cuadro, en el centro de la sala, con la apariencia de que hubieran perdido la facultad de proporcionar descanso y tuvieran ahora una simple e inútil función ornamental. Ahora hay un gramófono en el rincón, junto a la niña inválida. Pero antes, durante los primeros años del siglo, la casa fue silenciosa, desolada; quizá la más silenciosa y desolada del pueblo, con ese inmenso salón ocupado apenas por los cuatro mecedores.

(…)

La construcción se inició cuando dejó de llover, sin preparativos, sin orden preconcebido. En el hueco donde se pararía el primer horcón, ajustaron el San Rafael de yeso, sin ninguna ceremonia. Tal vez el coronel no lo pensó así cuando hacía el trazado sobre la tierra, pero junto al almendro, donde estuvo el excusado, el aire quedó con la misma densidad de frescura que tuvo cuando ese sitio era el patio de atrás. De manera que cuando se cavaron los cuatro huecos y se dijo: "Así va hacer la casa, con una sala grande para que jueguen los niños", ya lo mejor de ella estaba hecho. Fue como si los hombres que tomaron las medidas del aire hubieran marcado los límites de la casa exactamente donde terminaba el silencio de patio. Porque cuando se levantaron los cuatro horcones, el espacio cercado era ya limpio y húmedo, como es ahora la casa. Adentro quedaron encerrados la frescura de árbol y el profundo y misterioso silencio de la letrina. Afuera quedó el pueblo con el calor y los ruidos. Y tres meses más tarde, cuando se construyó el techo; cuando se embarraron las paredes y se montaron las puertas, el interior de la casa siguió teniendo –todavía– algo de patio.UC

* Ideas y fragmentos tomados de la recopilación hecha por Ediciones Uninorte, 2010.

 
Miguel Bustos
 
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