Número 53, marzo 2014

 
 
Casablanca la bella
es un embeleco, una historia de albañiles, una casa, una reforma y un libro. Y una de las cantaletas de siempre de Fernando Vallejo. Esta página es una visita a la cueva de El Ogro. Donde no faltan el piano, la zarzuela familiar, la diatriba y la burla.
 
 
 

Sainete en Casablanca
Pascual Gaviria. Fotografías: Jairo Osorio Gómez

 

Imagen: Jairo Osorio Gómez

 

Las novelas de Fernando Vallejo se han incubado de puertas para adentro. En cada página aparecen las exageraciones en el patio, los dramas en las escaleras, las iluminaciones en los cuartos escondidos, los silencios en la sala intocable del piano y las grescas en la cocina. La casa de la calle Ricaurte, con su ventana de brujas, que ya no existe como no existen las brujas; la casa de la calle Perú y su naranjo y su ventana desde donde orinaban los niños Vallejo a don Luis Trujillo, por liberal, por bulloso y por borracho; la finca Santa Anita, coronando una loma, con su camino de cascajo blanco, sus baldosas rojas y su carbonero; Casaloca, que guarda una historia de pólvora entre su fronda actual, y Casablanca la bella, la última, un embeleco de vecino, un antojo con los muebles viejos recién comprados, el piano como único radio y el penacho de su palmera como insignia en el jardín delantero.

La tarjeta de invitación a Casablanca fue un correo de Gardeazábal que anunciaba una posible comida con Fernando Vallejo precedida de una visita a su casa, recién estrenada en una novela y en la realidad de habitante de Medellín por temporadas. Me preparé comprando mi ejemplar de Casablanca la bella como mapa y contraseña para la entrada. Y sí, en la página 68 está la dirección. Las sorpresas aparecieron desde antes que se abriera la reja del garaje. Una voz ceremoniosa e impostada saludaba a los visitantes que habían llegado hacía un minuto. Se mezclaban una jeringonza de latín y rezos criollos, una extraña zalamería de casa cural acompañada por las risas tímidas de los primeros comensales. Me asomé a la reja y vi a un hombre cubierto por una túnica que bien podía ser un tapete persa raído; su pelo, a medio teñir, parecía haber soltado parte del tinte que coloreaba su manto. El extravagante "sacerdote" ofrecía el anillo en el dedo anular de la mano derecha para el beso ritual: "bienvenidos a este humilde hogar, quieren besar el anillo de su excelencia, bienvenidos hijos, pasen, pasen, Ite missa est". Estuve a punto de devolverme con mi par de novelas bajo el brazo, pero ya me llegaba la invitación de su excelencia: "ahhh, sigue hijo, qué bueno que has venido, este siempre será tu camino"; me entregó su mano con los ademanes de un obispo maricón y solo me atreví a un apretón corriente. "No, no, no, debes besar el anillo de Monseñor"; le di el beso más confuso que resignado y terminó el primer acto.

Fernando Vallejo saludaba a sus invitados en la puerta, orgulloso de su casa recién pintada, con las paredes de mierda de vaca y el aire fresco entre los patios, y se reía del pequeño sainete preparado para despertar y burlar a los recién llegados. En la sala, el piano coronado por una estampa barata del Sagrado Corazón hacía de majestad. Nada de tapetes, nada de cuadros con excepción del susodicho entronizado. Mientras nos ofrecían algo de tomar apareció el falso obispo con una carcajada; Carlos Vallejo, ex alcalde de Támesis, nos burlaba sin su túnica rancia mientras sus hermanos celebraban. La familia Vallejo que nos recibió esa noche –Fernando, David Antón, Carlos, Gloria, Aníbal y su esposa– se sentó a un lado, más cerca del patio, y los visitantes preferimos refugiarnos contra un muro de la sala, frente a los actores de la compañía, planteando de entrada el antagonismo entre espectadores y artistas. Gardeazábal quedó en una silla endeble de anticuario y yo logré mi puesto en un sofá frente a su majestad el piano, un Grotrian-Steinweg de riguroso negro. Jairo Osorio hacía de fotógrafo oficial y las demás invitadas sostenían un respetuoso carrizo. Antes de que el cura impostor nos contara sus hazañas de carretera cada semana, Vallejo, el escritor, bañó la sala con una soda dos litros. Sirvió el vodka para Antón, ofreció vino, cerveza y whisky y mostró sus nulas habilidades como barman. Unos somos diestros para dejar salir poco a poco el gas de una botella y otros pueden interpretar a Chopin.

Cuando ya la extrañeza estaba domesticada y el primer trago permitió una mirada a esa casa "humana, sencilla y alegre", según la quería el personaje de la novela, vino el segundo acto. Gloria se paró decidida mientras soltaba la frase típica de una hermana entusiasta en la "reunioncita" que comienza: "pongámosle pues música a esto". Creí que iba en busca de una grabadora que hiciera juego con los muebles, pero se acomodó en el banquillo del piano y comenzó su interpretación. No hubo introducción ni programa ni venia previa. A esas alturas los invitados intercambiábamos risas, Gardeazábal ya había descartado la posibilidad de adelantar la charla sobre perros que traía pensada, y entre dientes nos preguntábamos si la familia planeaba abrir un café concierto en Casablanca para librar los gastos de la restauración. Terminó la pieza con un aplauso tímido y la venia respectiva, que la familia Vallejo pidió a gritos. Carlos, presentador de la noche, voz en off y voz cantante, explicó la pequeña clave familiar. Gloria estudiaba en el conservatorio desde los cinco años y Fernando era el encargado de recordarle sus deberes de intérprete: "La venia, no se le olvide la venia", era la frase repetida del hermano que se pretendía profesor. "¿A ustedes alguna vez les han mordido la cabeza?", nos preguntó Carlos, y todos negamos con timidez mientras esperábamos algún chiste pornográfico. "Pues Fernando le mordía la cabeza a Gloria cuando se equivocaba. ¡La cabeza! Pobre niña". Vallejo confirmó la vieja tiranía con una sonrisa, y fue posible ver a ese personaje malvado y socarrón que dispara impunemente en sus novelas, y también a esos "niños cirujanos" que hoy se ríen de sus cuentos viejos y ayer le sacaban las tripas, los muelles y los fuelles a la pianola de Los días azules en busca del secreto que le permitía tocar sola.

Carlos gozaba su whisky y Vallejo le daba cuerda como si fuera la pianola de la noche: "contales del viejo que te insultó". Carlos y Gloria viajan todas las semanas a Támesis y han convertido las largas esperas de carretera en un juego teatral. Su carro se detiene en las reparaciones y llegan los calibradores de llantas, los vendedores de obleas, los paleros de invierno y la simple mendiga recién bañada. Gloria hace entonces de monja de civil y Carlos de cura consejero y suspicaz: "sigue trabajando hijo, ánimo en tu labor, y mucho juicio con esos pecadillos solitarios… ¿Has estado frecuentando esos vicios obscenos?", le dice al palero que viene a pedirle una moneda, y entrega bendiciones a diestra y siniestra a quienes buscan un billete de mil entre la fila de carros. "Hasta que un día una señora me oyó el sermón y soltó su insulto: oigan pues a este viejo marica". Gloria guardó el silencio y la impavidez de siempre en la escena mientras el reverendo y copiloto decía: "qué dices hija mía, blasfemas, blasfemas… Hermana, el agua bendita, dónde está el agua bendita…".

 

Imagen: Jairo Osorio Gómez

Pero no todo puede ser comedia. Antes de la única cantaleta de la noche, contra José Emilio Pacheco y toda esa "pedacería" que ahora llaman poemas, frases esquivas a la rima y la memoria, Vallejo acepta sentarse en el butaco del piano: "una sola condición: sigan hablando, no es un concierto. Y sin aplausos". Es curioso ver al escritor frente al piano, en una posición más solemne que la que impone el teclado del computador, e imaginar en su cabeza ese complejo rodillo que hace mover los dedos, obliga a la memoria, apaga el pensamiento e impone un trance y una repetición. El escritor que maldice y fustiga, el que busca una palabra y duda, es un antónimo del intérprete que parece movido por una compleja evocación. Ahora entiendo por qué Vallejo descansa con el piano. Terminó su joropo venezolano y le pregunté por qué se convirtió en un simple pasatiempo: "por malo, porque yo quería ser un gran compositor y muy rápido supe que eso era imposible". No hay duda de que el teclado del computador puede ser más compasivo que el del piano.

Solo dos escritores se mencionaron en toda la noche, dos muertos de los que Vallejo va anotando en sus libretas y descabezando sin el decoro de los críticos: Juan Gelman y el mencionado José Emilio Pacheco tuvieron sus tres frases, por dedicarse a poner líneas entre páginas y llamar poemas a ese juego entrecortado. Unos versos de la Canción de la noche diamantina sirvieron para traer a la memoria como mensajera y zanjar la discusión hecha monólogo. Pero la noche de variedades entre los Vallejo no dejaba espacio para la velada literaria; se trataba de teatro y farsa, así que volvamos al escenario amplio y fresco de Casablanca. Vallejo intentaba gritar desde su silla cerca al patio. Es paradójico que un ogro no logre soltar un rugido, apenas le salía una voz apagada, mansa: "Traigan pues los… los… Cómo es que les dicen ustedes… Los pasantes… ¡Luz Dary! ¡Luz Dary! Pegale una chillada a Luz Dary", le dijo a Carlos, que ya se había graduado de humorista y todero. De nuevo los invitados compartimos miradas y risas, y apareció un esperpento con una bandeja, medias blancas hasta la rodilla, delantal a manera de atuendo de tenista de los setenta, gafas culo de botella y unas muy cómodas pantuflas negras. Luz Dary arrastraba un pie al caminar y hacía ronda ofreciendo unas galletas que antes llamábamos La Rosa. Ya estábamos curados con el beso al anillo de monseñor, y nos sumamos a la escena con tranquilidad mientras probábamos los "pasantes". Luz Dary le puso el culo encima a Gardeazábal al acomodar la bandeja en la mesa de centro, y al invitado no le quedó más que sacudírselo con una palmada. Luz Dary ni se enteró, pasó de largo arrastrando su pie hacia UC Sainete en Casablanca el patio. También Gloria tenía que hacer su pequeña representación. Los Vallejo apenas sonreían, el entremés les parecía de lo más normal. Recibieron las atenciones de su "sirvienta" con total naturalidad, y nosotros igual: ya todos éramos actores de reparto.

Antes de irnos le entregué a Vallejo un regalo que le mandó un amigo: una caja con todos los cocinados de Cannalivio, aceites, ungüentos y linimentos preparados a base de marihuana para aliviar dolores y relajar músculos. "Cómo así, qué es esto. ¿Marihuana? No, no, no, traeme un lapicero yo marco esto, ahora lo empaco pa México y me meten a la cárcel, a una mazmorra… A ver… MA-RIHUA- NA", y escribió con mayúsculas a lo largo de toda la caja, para que no quedaran dudas. Gloria recibió la caja y con una pequeña mueca me hizo entender que haría de farmaceuta y enfermera.Para la despedida, luego de una segunda pieza a cargo de Vallejo, esta vez Chopin, subimos al segundo piso de Casablanca la bella. Un balcón amplio mira sobre el bosque que cubre a Casaloca. Carlos se llevó el crédito por haber convertido una pocilga de techos bajos y celdas estrechas donde vivía un cura en la casa fresca que acoge a su hermano en Medellín. Fue Carlos quien lidió con los trabajadores traídos del Suroeste que tuvieron la casa como residencia y trabajo. Vallejo expresó su agradecimiento con un hermano capaz de pasar del dicho al hecho: "yo no quería esta casa al comienzo, era horrible, quedó muy linda, y me dio un libro, eso es lo mejor, por eso la quiero".

Tal vez casa y libro no sean más que un homenaje al padre, algo común en los clanes familiares en los que los hermanos todavía se juntan y se burlan como niños; al padre que murió haciendo de maestro de obra de Casaloca y que "desfalleciente, y ya al final de sus días, a un paso de caer, tapaba, cambiaba, reparaba: cañerías deshechas, fugas de agua, fugas de gas, entablados podridos, sillas quebradas, enchufes electrizados, timbres mudos, puertas vencidas, goteras, cortocircuitos…".

Ya en la calle, Aníbal nos invitó a darle un vistazo a Casaloca. Miramos el bosque oscuro que la esconde, el baño a cielo abierto de los indigentes, según Vallejo en su novela, y preferimos quedarnos con esa visión fantasmagórica. Será en otra ocasión, con nuevo repertorio de piano y teatro.UC

 
Imagen: Jairo Osorio Gómez
 
Imagen: Jairo Osorio Gómez
 
blog comments powered by Disqus
Ingresar