Número 53, marzo 2014

Los juguetes viejos han sido usados para todas las historias. Tinta, hojas, imaginación. Los juguetes de la bodega, museo y taller de Rafael Castaño son de carne y hueso. Todos fueron jugados en estas calles, en estas tierras, en estos aires. Van y vienen los juguetes de la memoria.
 
Imagen: Juan Fernando Ospina
 

Con todos los juguetes
Fernando Mora Meléndez. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 

Imagen: Juan Fernando Ospina

Mientras en la ciudad hay fieles que se afanan por regalarle un juguete a un niño, Rafael Castaño ayuda a que muchos adultos encuentren su juguete favorito, el que perdieron u olvidaron en su niñez envejecida. Cuando alguien descubre en una vitrina ese tren de cuerda, el mismo que corría entre cordilleras de cobijas, vuelve a ver la película de su infancia. A Marcel Proust le pasó con una tacita de té, tomando el algo, mientras remojaba una colación: lo llamó memoria involuntaria. Y algo parecido es lo que sucede todas las semanas en la bodega de La Bayadera, donde se refugian Rafael y sus juguetes.

Desde hace quince años, él y su hermano Alejandro llegaron a Barrio Colombia a construir naves y animales utópicos inspirados en aviones antiguos, monstruos mitológicos y algunas máquinas de Leonardo Da Vinci. Al tiempo, el lugar se fue llenando de otros inquilinos, los muñecos abandonados que adoptaba Rafael en las quincallas del Centro y en el Bazar de Los Puentes. De niño coleccionaba monedas y estampillas por contagio de su tía Corina, filatélica y numismática. Pero fue ya grande cuando algún dios de los juguetes le hizo el llamado. No se cayó del caballo, como Pablo de Tarso, pero casi.

"Fue en el Centro, por Bolívar, antes de que tumbaran esa calle para hacer el Metro. Iba al lado de la ventanilla, en un bus de Belén Terminal. Cuando lo vi se me apareció toda la infancia: era un carro viejo de pedal. Me bajé a mirarlo. Valía como dos mil pesos. Lo compré y me lo llevé para la casa. Desde ese día, a mí no me pueden decir que hay un juguete en la cola del mundo porque allá voy.

"Una vez me contaron que en la repisa de una cantina había un carro de bomberos y hasta allá fui. Era hermoso. 'Muéstremelo', le dije al dueño. 'No… no… y no', me respondió. Era muy parecido al que yo tenía cuando niño. Volví varias veces hasta que el hombre lo bajó y me lo vendió".

Antes de abrir su taller de creación, Rafael estudió Derecho con el único fin de proteger a su familia luego de la muerte del padre. Siendo adolescente leyó una novela donde un tal Pietro Crespi trataba de conquistar a una mujer a fuerza de regalarle jugueticos de cuerda que ella ponía de adorno en las paredes de la sala, hasta que un coronel loco los desbarató para ver si tenían alma. Castaño nunca litigó. Se enamoró de María Cecilia y, cuando a ella la trasladaron a Cartagena por su trabajo, él se fue detrás. A la postre hizo dos cosas: se casó con su novia y se graduó como artista en la Escuela de Bellas Artes.

Como tantas de sus criaturas que hacen maromas increíbles con un pequeño impulso, también Rafael, con monedera de artista, ha logrado reunir auténticas joyas de colección: un mono articulado marca Schuco, de los años veinte; autómatas japoneses de la postguerra; el Cadillac dorado de Elvis Presley, que se prende con llave como el de verdad; una motocicleta Arnold Mac, cuyo piloto se baja, la prende, sube el pie y arranca: todo un prodigio accionado por un diminuto motor de cuerda. En la promiscuidad de las vitrinas conversa Topo Gigio con un grupo de muñecas, el Mago Fox desaparece a un conejo, o lo desaparecía porque ya no prende. La mayoría de los juguetes están descompuestos, las pilas de hoy no les funcionan o les falta algún resorte, una rueda del engranaje... Así, los juguetes lucen adormecidos en su limbo, como los de Toy Story. Tal vez, de noche, cuando el dueño se va, salen todos a pasear, cojeando por La Bayadera, o se cuelan en la alucinación de algún habitante de la calle.

Cuando algún reciclador del barrio encuentra un robot entre una caneca, corre a llevárselo a Rafael. No lo mueve solo la paga: "Aquí regresan todos los que me han vendido algo para que se los muestre. Entran y contemplan otra vez el juguete que trajeron hace tres años. Se emocionan porque sienten que hacen parte de algo grandioso como esta colección y que su trabajo no es basura.

"Hace algún tiempo vino uno al que llaman 'El Bogotano'. Apenas vio el famoso Batimóvil de hojalata, inspirado en la serie de los sesenta, dijo que cuando tenía ocho o nueve años iba de la escuela a trabajar en una fábrica que ensamblaba estos carritos. Las piezas las mandaban de la casa Ford, en Estados Unidos. Era la época en que las empresas matrices de automóviles sacaban al mismo tiempo que sus carros una línea de réplicas de juguete. No me atreví a preguntarle al hombre si él mismo había llegado a tener su Batimóvil. Es muy posible que no".

De pronto, asoma un astronauta que ha salido a dar una vuelta alrededor de la nave, atado a su cordón umbilical. "Todo esto es de Los Puentes", dice Castaño, quien con ese semblante de plácido mostacho y rodeado de sus figuras, se parece cada vez más a Gepetto. "Son juguetes de mi época. A mí me tocó el viaje a la Luna, los aviones de propulsión; monté en los de hélice y en el Super Constellation. La característica de los juguetes de esos años son sus decorados con litografía".

Un día pasó un hombre vendiendo escobillones. Castaño, atraído por la UC forma de ese cepillo de alambre trenzado para limpiar botellas, le compró uno. El vendedor también sintió curiosidad por el refugio del artista.

Imagen: Juan Fernando Ospina

"Siga, adentro tengo juguetes", le dijo.

El otro caminó a lo largo de las vitrinas hasta que se fijó en una mariposa y un avión rústico de lata. Los ojos se le encharcaron, eran los juguetes que le hacía su papá, y allí estuvo un buen rato recordando, entre lágrimas, cada detalle. Antes de la irrupción del plástico casi todo era de hojalata: baldes, regaderas, bañeras para bebé. En Medellín era habitual que los hojalateros hicieran juguetes con los retales de ese material. Los soldaban con estaño y los pintaban con esmalte. La mariposa tiene ruedas y cuando el niño la empujaba con un palo agitaba las alas. Rafa hace la demostración mientras lanza una declaración de terapeuta: "Estos juguetes le permitieron a ese señor encontrarse con su padre".

Una señora llamó al local para preguntar si allí tenían una muñeca de pasta que lleva unas flores en la mano. Y como aquellos niños a los que les inculcan que no sean egoístas con sus juguetes, Rafael se la prestó para que la cargara, pero solo dentro del museo. Ella vino y contó que esas muñecas eran muy populares en los cincuenta, que entre sus amiguitas les celebraban fiestas de cumpleaños y de primera comunión, y hasta les hacían tarjetas de invitación.

Entre tanto hay una secretaria, con cola de caballo, que ha dejado de teclear para mirarnos a través de la vitrina. Rafa anota que hubo una época en que estos juguetes pretendían enseñar roles u oficios en la sociedad. Ahora no sucede así, antes bien podría considerarse como una discriminación de género o un insulto: "Yo le tuve que pedir permiso a una hermana para regalarle unas ollitas a una sobrina porque le había escuchado decir que quería jugar mamacita con vajilla".

Una búsqueda memorable del juguete favorito empezó cuando una visitante agachó la cabeza y confesó que nunca había tenido juguetes. "Haga memoria", le dijo Rafa con el tono neutro del analista, "haga memoria que usted sí tuvo. Es que los juguetes se hacen", le insistió. Y luego de un silencio revelador la mujer recordó: "Mentiras, yo sí tuve una muñeca. La hicimos entre mi mamá y yo con una mazorca, le pusimos ojos y el cabello de lo mismo… Hasta me duró un buen tiempo".

También vinieron unas antropólogas para confirmarle a Castaño su teoría. En sus estudios sobre la vida cotidiana de los indígenas emberá en Risaralda, escucharon de buena fuente que a los niños les prohibían jugar. Pero una informante les contó luego que su hermanita y ella hacían amasijos de hojas que amarraban con tiras de tela, a manera de muñecas. Cuando los adultos se acercaban, las pequeñas solo tenían que soltar los nudos: las hojas saltaban por el aire y las muñecas desaparecían.

No siempre los chechereros son los que proveen a Rafael de sus piezas. De pronto, en una visita familiar vio a una niña boleando una abeja de madera, una maravilla de colección hecha por la Fisher Price en el año 37, caramelo escaso. Rafa empezó a temblar.

"Preste pa' acá", le dijo, "que eso no es pa' jugar".

 

 Imagen: Juan Fernando OspinaA él le gusta decir que no compra juguetes sino que se los encuentra. También se siente depositario de un secreto cuando alguien le entrega el juguete que más quería cuando era niño. Sabe que en cualquier momento esa persona va a volver. Se erige como delegatario de la memoria que encarnan esas figuras. Y por eso son las que cuida con mayor celo.

Cuando Castaño expuso en Comfenalco una serie de ciento cincuenta piezas, bajo el título Arqueología del Juguete, un señor muy serio se acercó y le dijo: "Ese avión es el mío". Él le replicó que ese era un juguete japonés de los cincuenta, del cual podría haber miles de ejemplares en el mundo. Son aviones grandes de tres motores que hacen aparecer la azafata en la puerta y muestran a los pasajeros levantándose de las sillas.

"¿Por qué dice usted que es el suyo?". Entonces el otro sacó algo del bolsillo: "Mire, estas son las ruedas que le faltan". Se las puso y calzaron a la perfección. Daba la impresión de que era un tipo muy aporreado por la vida, de una edad menor a la que aparentaba.

"Se llamaba igual que yo, Rafael. Nos volvimos amigos y caía a deshoras al taller, se notaba que necesitaba hablar. Me contó que había salido de la casa y que cuando volvió, la mujer con la que vivía le había botado todos sus juguetes, los que guardaba desde niño. Parece que nunca se recuperó de esa separación. Saber que tuvo momentos felices en su infancia lo alentaba a seguir".

Rafael sabe cada detalle de su Robocop de los ochenta, de un tren Lionel o de un Bambi hecho en Medellín, en el taller de José Bartolini, cuando la fiebre del plástico logró que muchos niños pudieran tener uno. Un buen número de personajes no gozan del privilegio de estar exhibidos en las vitrinas y se mantienen confinados en enormes cajas de cartón en el segundo piso. De pronto nos muestra unos carros de hojalata con inscripciones diminutas: "Japón ocupado", "Alemania ocupada". Eran los juguetes que se hacían poco después de la Segunda Guerra, muchos de ellos con material reciclado de latas de galletas y con proclamas políticas. Era habitual en los barrios de las ciudades arrasadas reunirse para hacer juguetes con lo que se hallaba a mano.

También aquí pasaba que los papás ocupaban tardes enteras en hacer juguetes para sus críos. Don René Botero, el personaje que recoge en un Volkswagen al niño que perdió el bus de la escuela, en El olvido que seremos, era uno de esos.

"Don René tenía apariencia de hosco, pero le encantaba fabricar trompos y patinetas para sus hijos. Los viejos de esa época se hacían los bravos porque creían que era la única manera de lograr que no nos desviáramos en la vida, aunque de todas maneras nos desviamos".

A Rafael le parece un tanto disparatada la idea de que las armas de juguete vuelvan violentos a los niños. "Yo mismo jugué con armas, rifles de copas, disparé pistolas y tiré con caucheras". Entonces recuerda la idea de Virgilio en la Eneida cuando dice que en un momento de ira cualquier instrumento de trabajo se convierte en un arma.

"Una vez vino un personaje a decirme que necesitaba que yo le vendiera todo: mis juguetes, los móviles, las vitrinas, la bodega, yo incluido con las historias. Fui insistente al decirle que nada de esto andaba en venta, pero el hombre volvía desafiante: '¿Cuánto vale? Dígame una cifra'. No había ninguna. ¿Qué iba a hacer yo con la plata? ¿Qué pensaba hacer el tipo con mis cosas? No lo sé, tal vez las quería para decorar o… ¡para nada! Hay gente que no sabe qué hacer con la plata y quiere comprar los sueños de los otros".

Si los juguetes han sobrevivido a las bataholas de la niñez debe ser porque hay niños cuidadosos o madres como aquella que no dejaba sacar a la Barbie de su caja, de modo que la niña la tenía que arrullar así empacada. Gracias a esa orden, las lánguidas se conservan intactas como momias en su sarcófago. Aunque Rafael Castaño prefiere las reliquias mugrientas que encuentra bajo el Metro: un oso lustrabotas, un bombero de moto, un payaso en harapos con los que el niño desconocido maquinó más de una jugarreta. UC

Imagen: Juan Fernando Ospina


 
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