Platón propuso un gobierno de la sabiduría y sin quererlo dejó ver que resultaría tan terrible como la peor de las dictaduras latinoamericanas o alemanas o africanas. En el libro tercero de La República, en un pasaje en el que examina la mejor educación que puede recibir un guardián, prohíbe la música lastimera y la embriaguez: había que silenciar a los músicos que no ejecutaran las melodías apropiadas. Aunque Platón fuera, como dijo Karl Popper, un bastardo, por lo general sabía lo que decía.
Para una ilustración, basta considerar el caso de Luis Ángel Ramírez, El Caballero Gaucho, quien murió en agosto pasado a los 96 años.
En cada estación de buses o jeeps del Eje Cafetero se oye al fondo, como un eco natural, la música de El Caballero Gaucho. También en cada cantina. Gustavo Colorado dice que esa música es la banda sonora del Eje Cafetero. La expresión es más precisa de lo que parece: se trata de una farsa y, en consecuencia, de una tragedia en versión pintoresca y borracha.
La vida no ocurre solo en la mente, pero es solo allí donde importa. Esta es la nuez tautológica de la que se nutre todo el idealismo. La memoria es como la espuma de la cresta de la ola y todo lo que olvidamos y permanece inconciente es la masa acuática que nos sostiene, que hace posible la pequeña espuma.
La versión de la vida que nos contamos los habitantes de esta región del país –por lo menos los habitantes rurales o los que crecimos con la música de El Caballero– no es nueva: un ideal absurdo del honor sin fisuras para los hombres y de pureza para las mujeres; una frustración evidente en ambos casos; un lamento constante y la conclusión no siempre aceptada con sinceridad de que la vida es una seguidilla de desgracias. Todo con mucho trago. Y mucha negación, ante todo mucha negación.Una vez un amigo llevó a su papá a una sesión de Alcohólicos Anónimos con la esperanza de que allí pudiera encontrar una vía para salir del remolino suicida de alcohol en el que se había metido. Mi amigo esperó afuera y cuando su papá salió le preguntó qué le había parecido. El padre le dijo: "Yo no puedo entrar a esto porque lo primero que uno tiene que hacer es pararse al frente y decir que tiene un problema, y yo no soy capaz de hacer eso".
El municipio de Aranzazu presenta desde hace años una tasa muy alta de enfermedades mentales, particularmente de trastorno bipolar, pero a nadie se le ha ocurrido que sea un asunto que deba tratarse médicamente. A un observador de fin de semana podría parecerle que toda la zona es un sanatorio de gente dormida encima de las mesas de los bares. Pero la sola idea de enfermedad mental es dudosa por estos lares: uno tiene que aguantar lo que sea, y las únicas explosiones permitidas son las de la borrachera.
Las autoridades de Caldas, Risaralda y Quindío siempre han manifestado una conducta igualmente neurótica. Basta con que un periódico publique algún dato desagradable –sobre la cantidad de homicidios o de prostitutas o de tráfico de menores o de narcotráfico– para que esos dirigentes se muevan a desmentirlo. En un último recurso, ante la tozudez de la realidad, como un borracho que no quiere irse, piden que por favor nos fijemos en lo bueno.
Los hombres van a las cantinas de esta zona a emborracharse hasta la inconciencia. Llega un momento en que parecen muñecos tirados sobre las mesas. Cuando se desata una pelea, sin embargo, cobran un dinamismo instantáneo y se propinan machetazos hasta que uno de los dos (¿el perdedor?) cae al borde de la muerte. La escena se repite con revólver o pistola, o con botellazos.
Los hombres no lloran. O si lo hacen, debe ser por una razón aplastante. En una de sus canciones más sonadas, El Caballero canta: "No muestres tu dolor / no seas cobarde / Niega que sufres / y tu pena esconde". Luego se queja porque esa es la prédica de todo el mundo, de quienes no entienden que "cuando llora un hombre / es que no le queda / ninguna esperanza". He visto a tipos que reciben un machetazo con lo que parece ser una sonrisa, llorar sin consuelo al oír las letanías de El Caballero.
Las mujeres son a un tiempo misteriosas y pérfidas. No puede saberse lo que anida en el corazón de una mujer, pero sí se puede estar seguro de que es mejor no enamorarse de ellas: siempre pagarán mal. En un raro, quizá único momento de humor, El Caballero comienza su Alma de mujer con el viejo y fácil chiste masculino:
"Yo sé qué es lo que anuncian las estrellas / Cuando salen marchitas en oriente
Yo entiendo el vago ruido de la fuente / En su fugaz correr
Y entiendo muchas cosas de la vida / Mas no sé de secretos sobrehumanos
La traición que se oculta en los arcanos / De un alma de mujer".
Comentando la música y la actitud de Eric Satie y algunos de sus contemporáneos, Alex Ross dice: "Su llaneza era urbana, no rural: frivolidad con una fuerte impronta militante". Exactamente lo contrario puede decirse de la música de El Caballero y sus coetáneos. Su llaneza es rural, no urbana: gravedad sin compromisos. No hay militancia estética ni ética ni política. Es el solo recuerdo de que la vida termina en la muerte y en medio están las desgracias, de que el pobre sufre más que el rico (uno de los logros notables de El Caballero es Viejo juguete, una cima del melodrama: la historia del niño pobre que, al correr por un juguete que un niño rico ha tirado a la calle desde una ventana, es atropellado por un carro. Una canción que ha hecho llorar a varias generaciones).
El regocijo con el que Dylan Thomas declara que la muerte no tendrá dominio cuando todo haya pasado solo puede entenderse como una mueca irónica, o como el consuelo de quien agoniza. Y aun como ironía falla. Cuando se trata de la aniquilación, de la nada, los únicos acordes que parecen tocar la mente son las viejas obviedades de la desaparición y el exterminio: "Todo es un espejismo pasajero / incienso en el altar de la mentira", canta El Caballero en Espejismo.
Es ya un lugar común señalar que la ironía elude a quien la busca concientemente. Las mentalidades literales y melodramáticas, en cambio, la encontrarán aunque no se den cuenta. Uno de los casos más impresionantes que conozco es el de El Caballero: durante décadas, miles de borrachos hemos sido impulsados en el delirio alcohólico por las notas y la letra de No bebas, amigo: "No bebas, que no vale la pena / las copas no ayudan a olvidar… / Amigo, no bebas demasiado…".
Una voz gangosa, delgada y en falsete; una música de cuerdas y unas vidas realizadas principalmente en los campos, las montañas y las cantinas, con períodos de tiempo considerables de sueño pesado pero nada reparador encima de las mesas y al lado de las botellas. Con momentos en los que se levanta la mirada para, como dice Eroféiev, beber "tirando hacia atrás la cabeza como un gran pianista". La voz de El Caballero siempre termina como en un quejido, y los acordes de las cuerdas de tiples y guitarras también son gemebundos. Platón tenía razón: hay una simetría entre lo que sale por los altoparlantes y lo que ocurre en las mesas. Como si alma fuera proyección de la música que la penetra.
Kierkegaard sugirió que uno de los rasgos distintivos de la experiencia humana es el deseo de repetición. A través de la repetición los fenómenos entran a formar parte de la vida y es así como accedemos a su significado: no racionalmente, sino mediante la inconciencia, la recepción continua, como lo hace el cuerpo con el alimento. Aunque suena todo el tiempo, la gente no oye la música de El Caballero. No se celebra un festival de esta clase de música, y no podría ser un festival. La repetición ha hecho que estos acordes arranquen la verdad desnuda de estas vidas, nuestras vidas: un espectáculo patético y ridículo. Pero no se puede vivir con la verdad desnuda. Así que, por favor, sirvamos otro trago.