Número 53, marzo 2014

Los misterios de leer
Líderman Vásquez. Ilustraciones: Elizabeth Builes

 
 
 

En San Juan de Urabá vivió una señora que se llamaba Francisca Gómez y hacía panes en un horno rudimentario cuyo combustible era el pericarpio en que viene envuelto el fruto del coco. Alternaba su oficio de panadera con el de maestra, algo muy común desde la Colonia, cuando un artesano aceptaba tener en su taller a un grupo de niños para enseñarles las primeras letras a cambio de unos deslucidos reales. Hacía panochas rellenas con queso rallado, galletas de limón y muchas variedades de pan, pero a mí lo que más me gustaba eran los suspiros, unas delicias de olor dulzón que se deshacían en la boca y que dejaron en mí, para siempre, la imagen de los olores paseándose descalzos por el mundo.

Para nosotros Francisca Gómez no tenía pasado. Aunque debió ser niña, adolescente y muchacha, no podíamos imaginarla en el cuerpo de una moza, despertando en los hombres deseos vitandos. Era como si Dios la hubiera puesto en el mundo ya hecha –Eva entrada en años, sin dientes, que cuando comía movía todos los músculos de la cara– con el único propósito de hornear el pan y enseñar las primeras letras a indolentes rapazuelos. Debió de leernos en voz alta, incluso debió de enseñarnos el abecedario y las sílabas, pero en mi recuerdo siempre está de aquí para allá, en el trajín de la panadería, inventando el olor de los suspiros. Así, de un momento a otro leíamos, por nuestra cuenta, la historia de la cigüeña y los bebés, la del sapo y el tigre. El resto lo hacían los señores que en las tardes, sentados en sus taburetes, recibían la brisa fresca y salobre que venía del mar, a quienes causaba asombro que seres tan diminutos leyeran las letras pequeñas de los libros. Nos hacían bajar de los triciclos y ordenaban: "lee aquí". Y leíamos, Domingo y yo, noticias de los periódicos. Pronto se formaba un círculo de personas en torno nuestro y alguien decía: "ese es hijo de Encarnación, y el otro, el blanquito, es un nieto". No es que yo fuera blanco, es que San Juan es un pueblo de negros y mi familia toda es negra, y hay uno que otro que no es blanco ni negro, y por eso la gente, para no decirnos café con leche porque es un color muy largo y pronunciarlo fatiga, decían "blanquito", sin ningún tipo de connotación racista. En esa época había muy pocos cachacos, se podían contar con los dedos de la mano, y los lugareños tenían sus parcelas sembradas con coco, plátano, ñame, etc., y nadie desayunaba con pan; este, y las otras delicias de Francisca, eran más bien antojos de las dos de la tarde.

Siempre fue un misterio el secreto de Francisca Gómez para convertir en alfabetos a unos párvulos que hacía poco estaban gateando. Muchos días de esos años tan cortos quedaron grabados en los pasadizos más antiguos de mi mente. Las niñas vestidas con trajecitos que parecían de muñecas, bajo los cuales no había pañales, ni calzones ni nada, haciendo moniconguitos en sus viejos y astrosos cuadernos; o la mujer, posiblemente de paso, que arrancaba bananos de un racimo colgado en un rincón de la sala y los devoraba acompañándolos con grandes bocados de queso; o la del hombre que tocaba el serrucho como si fuera un violín. En esos recuerdos todos los niños el kínder están en silencio, cada uno en su pequeño pupitre, arrobados mirando el racimo de banano y los movimientos de la boca de la mujer, o siguiendo, como hipnotizados, los movimientos del arco sobre el serrucho. Y puede, vaya uno a saber, que todas estas situaciones fueran sucedáneos en vivo de lo que hoy son el video y el tablero electrónico, que, junto con el olor de los suspiros, permitieron que el abecedario y las letras penetraran pronto en las cabecitas de tantos niños. Dos décadas después, cuando inquirí a la señora Aura, mujer de mi abuelo y madre de Domingo, sobre Francisca Gómez, todavía conservaba el mismo asombro: "no sé cómo diablos hacía Francisca Gómez para poner a leer a unos muchachitos tan pequeños", dijo.

Francisca Gómez era negra y delgada y siempre la recuerdo con un vestido bastante gastado, con florecitas que alguna vez debieron ser negras pero que en el momento en que quedó congelada para siempre en mi recuerdo tendían más al gris deslucido. Aún no había luz eléctrica, ni carros, y cuando era inminente la llegada de la noche las señoras limpiaban la cubierta de vidrio de las lámparas de petróleo, y las voces se escuchaban distantes, como la puerta que se cierra en un poema del poeta Elkin Restrepo; las gallinas se recogían y de las salas de las casas salía una luz tenue que medio iluminaba las calles. Ese mundo de sombras pertenecía a los adultos, a los mosquitos, a los perros y a los gatos.

Tampoco había acueducto (solo hace dos años se inició su construcción) y se tomaba agua lluvia, que en muchas casas, incluida la de Francisca Gómez, era amarilla como el agua de panela porque la mayoría de los techos eran de palma. Agua que se conservaba fresca en tinajas de barro y que luego se vertía en la harina para preparar la masa con que se hacían las panochas y los suspiros.

¿A qué escuela pedagógica estaba afiliada Francisca Gómez? A la escuela de los olores, de las sensaciones de todo tipo, porque ahora recuerdo que había, como en todas las casas, gallinas, pavos, patos, y hasta un burro que pasaba parte del día amarrado a un árbol de tamarindo. Las sílabas entraban en nuestras cabezas junto con el gluglutear de los pavos, el gaznar de los patos, el rebuzno de los burros y el olor de los suspiros. Una escuela cien por ciento proustiana de la que Francisca no era consciente, como no lo es ningún maestro, porque la pedagogía es un discurso vacío, inventado por profesores aburridos, parecido al de los sicólogos que año tras año producen las universidades y que salen al mercado laboral convencidos de que van a solucionar los problemas de los adolescentes, de las parejas que no se soportan, en fin, de los adultos embrutecidos por la tecnología y rayados por la vida.

Francisca Gómez no era panadera ni su casa una panadería, era más bien una señora de voz suave y firme que hacía pan y tenía en la sala un kínder al que no era obligatorio asistir, y que inició en las primeras letras a varias generaciones de niños, así como la puta del pueblo inició en las cosas del sexo a tantas generaciones de muchachos.UC

 
Imagen: Elizabeth Builes

Imagen: Elizabeth Builes

 
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