Horas antes de la explosión controlada de la Torre 5 de la urbanización Space, el jueves 27 de febrero de 2014, Santiago Restrepo (35 años) se encontraba en el apartamento de una urbanización vecina llamada Interlomas. A través de la ventana de la sala, a unos trescientos metros de distancia, podía ver las torres de Space que quedaban en pie. Desde la 1, donde había vivido, hasta la 5, que caería a las nueve de la mañana. Veía los escombros de la desaparecida Torre 6 –que colapsó sorpresivamente la noche del sábado 12 de octubre de 2013– todavía regados sobre la ladera de la montaña. Veía espejos adosados al muro de la 5, que quedó al descubierto, sin el reflejo de unos apartamentos que ya no existían, y era capaz de señalar con precisión el octavo piso de la 4, donde vivían sus padres.
El día del colapso, que dejó dos heridos, once desaparecidos y cientos de personas desalojadas, Santiago estaba en Lima, Perú. Hacía cuatro meses había dejado el apartamento que tenía arrendado en la Torre 1 para irse a buscar trabajo fuera del país. Seguía buscando cuando se enteró de la noticia. Durante los casi tres años que Santiago vivió en Space, al principio con sus padres y luego en el apartamento que arrendó con un amigo, tomó centenares de fotografías de la urbanización. Era una de las especialidades de su portafolio como fotógrafo profesional –que incluye fotografía arquitectónica, de productos, de moda–. Sus inicios como fotógrafo profesional fueron con fotografías urbanas. Así consiguió sus primeros contratos para fotografiar edificios. Space le parecía un lugar privilegiado. Sentía que vivía en un objeto de diseño y aspiraba a tener un buen archivo de fotos que pudiera ofrecerle a Laureano Forero, el reconocido y premiado arquitecto que diseñó la urbanización.
Santiago es medio tímido, medio sociable, medio robusto y de estatura media, lleva el pelo corto y usa unas gafas Ray-Ban de marco grueso que resaltan en su cara. Es hijo de un arquitecto y de una historiadora expertos en patrimonio arquitectónico y él mismo hizo algunos semestres de arquitectura. Luego se graduó en dirección de cine y ha trabajado como realizador audiovisual. Estaba seguro de que podía ofrecerle un trabajo de calidad al estudio de Forero. Le tomó fotos a las fachadas, los ladrillos, los balcones, los corredores y a los parqueaderos de Space; a los ángulos, curvas y líneas rectas; a la Torre 5 cuando la estaban terminando y a la 6 apenas en construcción. La recorrió horizontalmente a través de los corredores que unían las torres en la parte posterior y verticalmente usando los ascensores. Pidió permiso en el edificio de enfrente para tomarle a la urbanización completa y desde su balcón fotografiaba la ciudad. Lo hacía por reflejo, cada vez que veía un atardecer, una tormenta, un rayo de sol en una mañana nublada. En el apartamento de sus padres había dos cuadros con panorámicas de Medellín tomadas por él.
En su vida había Space por fuera y por dentro. Era un objeto, un producto, un paisaje, una niña bonita que Santiago disfrutaba a su antojo. Lo utilizaba para vivir y para trabajar. Llevó modelos para fotografiarlas en las zonas comunes y grabó videos debajo del agua de la piscina. Algunos días invitaba a amigos a jugar squash en la cancha de la unidad y algunas noches se reunían en su apartamento para hacer un asado y tomar Jack Daniel's. Le daba risa cuando los taxistas lo llevaban a la urbanización y le decían que por fuera parecía de interés social. Por dentro la sentía como una prenda de diseño exclusivo.
El apartamento que tenía alquilado en la Torre 1 es (¿era?) un dúplex de 98 m2. En el primer nivel quedan la habitación principal con balcón y baño, la cocina y la sala; en el segundo nivel, dos habitaciones más. La sala tiene una doble altura que lo hace muy espacioso y el balcón principal se proyecta hacia fuera del edificio y forma esos cajones que en la fachada lucen como decenas de ascensores futuristas que suben y bajan. Abajo vivía Santiago y arriba Roberto Úsuga, el amigo músico con el que compartía los gastos.
Con el tiempo, Santiago acumuló el archivo fotográfico más grande de Space que hay en la ciudad y un día consiguió mostrárselo a Laureano Forero.
—Eso es exactamente lo que yo no quiero —le dijo el arquitecto.
Nano Forero, como le dice todo el mundo, le explicó lo que quería, nada sofisticado, y Santiago se fue con el compromiso de volver con nuevas fotos. Nunca lo hizo. Antes de que terminaran la urbanización se fue del país y los planes cambiaron, aunque le seguía pidiendo a su padre que le mandara fotos de los avances de la obra. Las suyas se quedaron guardadas en un disco duro. Lamentó no haber estado presente el día del desplome de la Torre 6. Con la tranquilidad de saber que a sus familiares y conocidos no les pasó nada, pensó que le hubiera gustado haber fotografiado ese momento, incluso haber hecho un documental.
Ese 27 de febrero de 2014, de regreso en Medellín, Santiago estaba en el séptimo piso de un edificio vecino, cámara en mano, esperando a que cayera otro pedazo de Space. Un fotógrafo de la Associated Press que se iba de viaje le pidió que registrara el evento. Era una oportunidad para que una fotografía suya de ese lugar que había retratado y disfrutado tanto se viera en todo el mundo. Podía ser el final de una historia.
Ese mismo día de la explosión controlada, Ángela Alvarán (27 años), una mujer delgada, de pelo largo, liso y negro, y mirada dulce y algo melancólica, salió temprano de su casa en el barrio Aranjuez hacia las oficinas de la Secretaría de Salud en la Alcaldía de Medellín. Después de muchas vueltas y solicitudes, su empresa de salud le había negado la afiliación de Luis Ángel, de trece años, a quien consideraba hijo suyo.
—No tienen lazos de consanguinidad, no lo puede afiliar como beneficiario —le dijeron.
Luis Ángel era el hijo mayor de su esposo Diego Hernández (38 años) y ella lo había acogido desde que tenía tres años. Con Diego tuvo dos hijos, Mateo, de once, y Sofía, de seis, pero el padre ya no estaba con ellos. Falleció la noche del 12 de octubre de 2013 cuando intentaba reparar con soldadura la columna fracturada de la Torre 6 del edificio Space.
Johana Gómez, comunicadora contratista del Departamento Administrativo de Gestión del Riesgos de Desastres (DAGRD) y Claudia Restrepo, vicealcaldesa de Educación, Cultura, Participación, Recreación y Deporte, a quienes conoció durante los días del rescate de las víctimas, le habían dicho a Ángela que le ayudarían a afiliar a Luis Ángel al Régimen Subsidiado de Salud y por eso había ido a la alcaldía. Ángela sabía que ese jueves pasaría algo importante en Space porque esa semana un periodista la llamó para preguntarle por lo que sentía.
—No sé como se consiguen el teléfono de uno. La noticia me descompuso horrible —dice Ángela.
Le escribió a Johana y así se enteró del día y la hora en que tumbarían una parte de la estructura que mató a su esposo.
El día anterior al colapso, viernes 11 de octubre de 2013, Diego trabajó hasta la medianoche. Hacía parte de un grupo de cinco trabajadores de la firma Ingemed, entre ellos Juan Carlos (45 años) y Jaime Botero (47 años), hermanos fundadores de la empresa, y Luis Alfonso Marín (47 años) y Albeiro Alcaraz (38 años), soldadores. Los habían contratado para "encamisar" la columna fracturada. Para ellos era un muy buen contrato, de unos 150 millones de pesos, y por eso lo aceptaron.
Ese día por la tarde, Jaime Enrique Gómez, director encargado del DAGRD, dio la orden de desalojar a los habitantes de la torre por el riesgo que representaba su estructura; mientras el ingeniero Jorge Aristizábal, responsable del diseño estructural del edificio, aseguraba frente a las cámaras de televisión que: "La falla no implica ningún riesgo de colapso ni de seguridad para las personas" (la grabación se hizo tristemente célebre). Los trabajadores de Ingemed ingresaron a intentar salvar lo que se convertiría en su tumba.
Al día siguiente, se unieron a la obra cuatro trabajadores más de la firma Concretodo: Ricardo Castañeda (25 años), James Arango (27 años), Iván González (46 años) y Álvaro Bolívar (49 años). Junto con Wbeimar Contreras (38 años), vigilante de la empresa Baluarte Seguridad, también fallecieron en el interior de la torre. Jader Lopera (24 años) y Jesús Adrián Colorado (32 años), vigilantes de Baluarte, fueron rescatados gravemente heridos. Después de quedar cuadripléjico, Jesús Adrián no se recuperó y falleció; a Jader lo operaron de una fractura en el cráneo y se recupera en su casa del barrio Robledo Aures.
Lo único que Jader recuerda es que el sábado recibió su turno a las seis de la tarde y decidió guardar su moto en la urbanización del frente porque en el parqueadero de la Torre 6, donde la dejaba usualmente, no le pareció seguro. Antes del desplome estaba pasando ronda por la obra en el tercer piso. Iba a tomar el ascensor para subir donde su compañero Jesús Adrián, que estaba en el quinto piso, cuando sintió un ruido como si un árbol muy grande se hubiera partido en dos. No recuerda nada más. En la caída, el edificio giró sobre su propio eje y los expulsó a ambos hacia la zona de la cancha polideportiva. Eso les causó las heridas y les salvó la vida, aunque Jesús Adrián no sobrevivió para disfrutar su suerte.
En total fueron doce las víctimas fatales de la peor tragedia laboral sufrida en Medellín en muchos años. En Colombia, el once por ciento de los accidentes y el diecisiete por ciento de las muertes laborales reconocidas por las aseguradoras en 2013 ocurrieron en el sector de la construcción. Según la Federación de Aseguradores Colombianos (Fasecolda), en Antioquia murieron diecinueve trabajadores del sector ese año. La única víctima mortal que no estaba trabajando fue Juan Esteban Cantor (24 años), estudiante de Comunicación Social de la Universidad Eafit y residente de la urbanización.
Ese viernes que Diego empezó a trabajar en Space, Ángela lo esperó hasta muy tarde en la casa del barrio Aranjuez donde vivían con sus tres hijos, la madre y la hermana menor de Ángela. Había tenido que volver sola después de terminar su turno a las diez de la noche en el restaurante chino donde trabajaba como mesera. En otra ocasión, Diego la hubiera recogido en su moto. Lo llamó varias veces, pero siempre lo encontró muy ocupado. Durante el día, cada vez que podía, Diego le tomaba fotos con su celular a la urbanización y a la obra para luego mostrárselas a Ángela. Cuando llegó se quedaron conversando hasta pasada la una de mañana.
—Mirá lo que estamos haciendo, flaca, poniendo unos refuerzos. En el celular, Ángela veía los hierros doblados de una columna y grietas al interior de un apartamento.
—Es una urbanización muy bonita y los apartamentos muy lujosos —le dijo.
Luego hablaron de la posibilidad de postularse a un subsidio para comprar un apartamento de interés social, pero a Ángela no le entusiasmó la idea.
—Esos apartamentos son muy pequeños. Si aquí ya estamos estrechos… —dijo ella.
Diego le preguntó por la cámara digital porque al otro día quería tomar más fotos. Era una Samsung F2.5, pequeña y de color rosado, que él le había regalado el día que Ángela se graduó de bachiller.
A Diego no le gustaba estudiar, pero estaba orgulloso de que ella lo hiciera. Diez años después de haber tenido a su primer hijo, Ángela consiguió graduarse estudiando por las noches. Diego abandonó el estudio en séptimo grado, se enlistó en el ejército y se convirtió en soldado profesional contraguerrilla. Era finales de los noventa y Eulalia Ceballos, su madre, sufría cada vez que oía de una toma guerrillera o del secuestro de un militar. No paraba de llorar. Diego pidió la baja y regresó a la casa de su madre en el barrio Buenos Aires, donde ella vivía con su segundo esposo y cinco hijos más. Sin embargo, no era Diego quien corría el mayor riesgo en esos años. En el 2000, en una masacre ocurrida en el barrio, asesinaron a Luis, su hermano mayor.
Por intermedio de Rodolfo Giraldo, su padrastro, quien era vigilante en un local donde los hermanos Botero, dueños de Ingemed, tenían una cerrajería, Diego empezó a trabajar como ayudante y luego se convirtió en soldador. Cuando estaba en Space iba a cumplir 14 años de trabajar con los Botero.
El sábado, Diego se levantó temprano, pues tenía que estar de nuevo soldando la columna a las siete de la mañana. Se bañó y se puso el uniforme: bluyín, camisa verde de manga larga y botas de cuero negras. Cogió el maletincito gris donde guardaba la herramienta de la moto y echó la cámara y la comida que Ángela le había empacado para el almuerzo: arroz, carne y puré de papa. Sacó la moto de la sala de la casa, donde la guardaba, y se despidió.
—Amor, chao, te amo mucho —dijo Diego.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que la Virgen te acompañe —dijo ella.
Ese fue el último instante en que Ángela vio a Diego con vida. Le parecía un hombre muy guapo, de 1,75 metros, moreno y delgado. Tenía los ojos cafés y las cejas pobladas y pulidas y su mirada era dulce y expresiva.
En esa mochilita gris llevaba sus recuerdos. Los recuerdos de su familia. Esa cámara digital que cabe en un puño guardaba por meses, hasta que Ángela se decidía a descargarla en su computador, imágenes de paseos, reuniones familiares y celebraciones de cumpleaños. Con ella, más tarde, Diego le tomaría fotos a los huesos fracturados de Space.
En la memoria quedaría la radiografía de la enfermedad que carcomía al edificio y que hacía que la urbanización que le había parecido tan bonita estuviera raquítica. Así como Santiago y su cámara fueron testigos de la vida feliz que se daba en Space, para usar una frase popular en las historias que hay detrás de la arquitectura –hay por lo menos tres libros que la tienen en sus títulos–, Diego y la suya revelaron la vida secreta del edificio.
El día que detonaron la Torre 5, Claudia Restrepo llegó al Puesto de Mando Unificado (PMU) en la terraza del Hotel Intercontinental, a pocas cuadras de Space, a las siete de la mañana. Claudia tiene el pelo negro y ondulado y siempre parece sin peinar; sus movimientos son ágiles y su semblante sereno. Donde llega se siente como el filamento de una bombilla, imperceptiblemente ilumina el lugar.
Habían pasado cuatro meses y medio desde que le había correspondido estar al frente de la tragedia –era alcaldesa encargada de Medellín en ese momento–. Si hubiera podido decidir, se habría quedado en su oficina trabajando. No tenía ninguna intención de revivir aquellas noches de remoción de escombros, de búsqueda de cuerpos, de atención a las víctimas.
Las últimas semanas habían sido difíciles. Había participado en la decisión de aplazar la primera fecha programada para la explosión controlada; había tenido que negociar con la Fiscalía las condiciones en que, ya con todo listo, enviaría técnicos a tomar pruebas para la investigación, retrasando la detonación; había liderado varias reuniones de la llamada "mesa de afectados" con las familias propietarias no solo de Space, sino de las urbanizaciones vecinas: Ascensi, Continental Towers y Olivares –las dos primeras construidas por Lérida CDO, la misma constructora de Space, y todas evacuadas por razones de seguridad–, reuniones en las que los propietarios no avanzaban sin su presencia.
Y estaba Diego. Diego, Diego, Diego. O no estaba. Hacía seis meses que Diego, su esposo, que compartía el nombre con el de Ángela, había fallecido víctima de un cáncer. Claudia se daba cuenta de su ausencia cada día, decenas de veces, en las mañanas cuando se levantaba y no veía su cuerpo a un lado de la cama, y en las noches cuando se acostaba y se quedaba trabajando y no sentía ese brazo que la rodeaba y esa voz que le parecía tan profunda y serena y sexy.
—Duérmete ya, muñeca —le decía.
Para ella era el segundo matrimonio, pero el primer hombre capaz de sacarla de sí misma y de ponerla en función de algo compartido. Diego Paz era alto, de cuerpo delgado, pero fuerte; manos grandes y delicadas; ojos negros, con cejas gruesas y tupidas. A Claudia le parecía un hombre diseñado para abrazarla.
—La muerte de Diego vino antecedida de una enfermedad larga —dice Claudia—. Y cuando uno se está preparando para la muerte la perspectiva de la vida cambia sustancialmente. Con él viví la entrega, el desapego y las últimas palabras…
—¿No tenés algo para decirme? —le dijo Claudia en el lecho de muerte.
—Sí, no te compliques tanto la vida, muñeca.
Su partida fue un desgarro, pero su espíritu estuvo muy presente en los días del desastre. Antes de que el PMU se llenara de funcionarios y de invitados, de que llegara Aníbal Gaviria, alcalde de Medellín; Luis Felipe Henao, ministro de Vivienda; Carlos Iván Márquez, director nacional de la Dirección de Prevención y Atención de Desastres (DPAD), Claudia tuvo un momento para estar sola. Desde la terraza miraba el edificio. Se dio cuenta de que durante el rescate no se preocupó por su forma.
Claudia Restrepo no es una persona curiosa, si lo fuera no sería capaz de llevar la vida que lleva, de ocuparse de los cientos de asuntos de ese cargo con nombre pomposo que no cabe en un renglón y abarca cuatro secretarías. Es la forma como se protege a sí misma, atendiendo cada asunto a la vez sin detenerse en el paisaje, sin preguntar más de la cuenta. Contemplaba el edificio, pero no se detenía en ningún pensamiento, como en una meditación budista.
Así estaba justo antes de la muerte de su esposo. Diego llevaba dos años luchando contra un cáncer de páncreas y había llegado el día final, el jueves 8 de agosto de 2013. Estaban en el apartamento donde habían vivido los últimos años. Los acompañaban una amiga de Claudia y Carolina, de 21 años, una de los tres hijos que tuvo Diego en su primer matrimonio. En la noche, Claudia sintió que su esposo se iba a morir. A eso de las once le aplicó morfina. Diego no conseguía dormirse, se quejaba. Lo acostó sobre su pecho y lo acarició. Se quedó dormido y ella se acostó a su lado. Llamó a Carolina.
—¿Te quieres acostar aquí? —le dijo.
—Bueno —dijo ella. Carolina le cogió una mano a su padre.
A las tres de la mañana Claudia se despertó y vio que Diego expiraba.
—Vamos a hacer una meditación con el papá hasta que se vaya y se vaya bien —le dijo a Carolina.
—Om mani pad… Empezó a meditar en voz alta y en la mitad del mantra Diego dejó de respirar.
Aunque para la opinión pública era una desconocida, Claudia llevaba diez años trabajando como funcionaria pública de alto nivel. Había sido secretaria de Participación, de Educación y gobernadora encargada durante la administración de Aníbal Gaviria como gobernador de Antioquia, y fue secretaria privada y directora del Instituto de Vivienda en la alcaldía de Alonso Salazar.
Una vez terminada la alcaldía de Salazar, a finales de 2011, decidió dejar el servicio público y se fue para España a terminar una maestría en Filosofía. Después siguió a Diego a Costa Rica, donde él dirigía una filial de una multilatina de alimentos colombiana. Antes del diagnóstico, por primera vez habían hablado de tener hijos. Claudia podía seguir con un doctorado, dedicarse a la academia y a escribir.
Un día después del diagnóstico de Diego, realizado en Medellín, Claudia estaba de vuelta en Colombia y nada volvería a ser igual. Regresaría al servicio público. El pronóstico era de cuatro meses de vida. Diego tenía 45 años y su padre había muerto de la misma edad. Fue una sentencia de muerte.
—La vida nos regaló dos años en los que trabajamos, viajamos, compartimos juntos —dice Claudia—. Él tenía un poder maravilloso que era ser capaz de hacerme ver las dimensiones reales de los problemas. En lo público uno cree que el micromundo de uno es el mundo entero.
—Tranquila, de eso nadie se va a dar cuenta, se va a resolver con el tiempo —le decía cuando se acostaban por la noche y Claudia seguía trabajando en sus asuntos.
La enfermedad le cambió la mirada frente al mundo y al corazón de las personas. Claudia experimentó de una forma profunda lo que significa el cuidado, el amor y la pérdida y entendió que no tenía control sobre la muerte.
—Yo viví lo de Space en un momento de mi vida en el que la mirada de una persona es más importante que cualquier cosa.
Dos meses después de la muerte de Diego, el alcalde Aníbal Gaviria le dijo que se iba de vacaciones y que la dejaría como alcaldesa encargada. Y entonces se cayó Space.
En el quinto día de su encargo le informaron que el DAGRD había desalojado un edificio en El Poblado. Era la primera vez que en Medellín se ordenaba una evacuación de ese tipo. Los medios se enteraron y mostraron las imágenes del ingeniero estructural dando tranquilidad. Claudia estuvo de acuerdo con la decisión de los funcionarios de la alcaldía y sin más novedades, después de trabajar la tarde del sábado en un proyecto de escuelas populares de música, despachó a los escoltas y a las ocho de la noche entró con Tita Maya, la directora de Canto Alegre, a ver una obra de teatro en la Casa Teatro de El Poblado.
Nunca lo hace, pero esa vez, por pena del público, guardó el celular en el bolso –casi siempre lo lleva en la mano–. Sin embargo, pasados unos quince minutos, no resistió el impulso de mirarlo. ¡167 mensajes en el chat del gabinete! ¡Cuarenta llamadas perdidas! Varias de Luis Fernando Suárez, el vicealcalde de Seguridad. "Se cayó el edificio de El Poblado", leía en los mensajes del chat. Carlos Gil, el director del DAGRD, también estaba de vacaciones y ella no tenía el teléfono del director encargado. Llamó a Luis Fernando.
—Ya salgo para allá —le dijo.
Caminó hasta su apartamento, que quedaba muy cerca del teatro, y se montó a su carro. Cuando llegó al sitio, a las 8:45 p.m., los rescatistas coordinaban el desalojo de las torres que quedaban en pie y habían encontrado a los vigilantes Jader y a Jesús Adrián con vida. La prensa estaba en el lugar. Claudia le pidió a Luis Fernando Suárez que se encargara de las declaraciones mientras ella se concentraba en determinar cuántas personas había en el edificio. Los porteros decían que entre veinte y treinta. El único que les podía confirmar el número era Pablo Villegas, gerente de la constructora Lérida CDO, quien poco tiempo antes del desplome se había ido de la obra.
—Pablo no era sujeto —dice Claudia.
Sin embargo, a través de la constructora identificaron primero a los trabajadores de Concretodo y más tarde a los de Ingemed. Luego, el cuñado de Juan Esteban, el estudiante, dijo que lo había visto cerca de los escombros.
En las redes sociales la noticia corría por toda la ciudad y algunos comentarios reclamaban la presencia del alcalde. "El alcalde está aquí", se dijo Claudia, y decidió comandar el operativo y atender ella misma a los medios.
—Mi primera salida fue para dar los nombres de los desaparecidos —dice Claudia.
Ángela llegó al lugar de la tragedia cerca de las nueve de la mañana del domingo 13 de octubre. La noche anterior Diego no llegó a la casa. Lo esperó despierta y le marcó decenas de veces, pero las llamadas se iban a correo de voz. En la tarde Ángela recibió su turno en el restaurante y no hablaron en todo el día porque ella decidió no molestarlo. A las siete de la noche intentó llamarlo, pero no tenía saldo en el celular. Fue Diego quien la llamó.
—Me sorprendió mucho cuando me dijeron que lo de Space fue a las 8:15 p.m. porque estoy segura de que Diego me llamó y eran las 8:43 p.m., porque miré el celular. ¿Cree que algún día se me va a olvidar esa conversación? —dice Ángela y recuerda lo último que se dijeron.
—Amor, ¿me olvidaste?, ¿por qué no me llamaste? —le dijo Diego.
—No amor, ayer te estuve llamando y estabas muy ocupado —dijo ella.
—¿Y cómo estás?
—Muy indispuesta.
Esa noche iban a salir porque al otro día cumplían doce años de estar juntos. Ángela y Diego se conocieron en 2001, en la fiesta de quince años de ella, celebrada el 4 de mayo en una cuadra del barrio Manrique. Él tenía 25 años, estaba separado y vivía con su madre y su hijo Luis Ángel, quien no había cumplido un año. A partir de ese día, Diego empezó a visitar a Ángela. A los cinco meses, un 13 de octubre, se le declaró. Fue el primer y único novio que tuvo Ángela. Iba a cumplir 16 años cuando quedó embarazada de Tomás, y tuvo que abandonar el estudio. Dos años después se fueron a vivir juntos a la casa de la mamá de Ángela.
La conversación telefónica continuó.
—Creo que vamos a trabajar hasta las diez de la noche. Llámame para ver si te recojo.
A Ángela le pareció raro que le respondiera tan tranquilo. En otra ocasión le hubiera hecho más drama porque no lo había llamado en todo el día.
—¿Ya comiste? ¿Les dieron comida? —dijo ella.
—Sí, nos la acabaron de traer, pero es arroz chino y a mí no me gusta.
—Sácale la carnita y te comes el arroz.
—Yo veo a ver qué hago.
—Te llamo ahorita —dijo ella.
—Te amo mucho.
—Que Dios te bendiga.
Eulalia Ceballos, la madre de Diego, llamó a Ángela temprano ese domingo para preguntarle si sabía lo que había pasado en el edificio de El Poblado. Se enteró porque Joaquín, hermano de Juan Carlos y Jaime Botero, había llamado a Rodolfo, el esposo de Eulalia, en la madrugada. Nadie de la familia sabía cómo se llamaba el edificio en el que trabajaba Diego, ni dónde quedaba, pero con la ayuda de Rodolfo y un hermano domiciliario de Ángela lograron encontrarlo. Cuando llegaron a la portería vieron la montaña de escombros. El lugar estaba acordonado. Rodearon la urbanización y se toparon con un par de carpas blancas que la Cruz Roja tenía preparadas para recibir a los familiares de los desaparecidos. Allí se encontraron con Joaquín, quien les dio detalles del desplome y la hora exacta de la caída de la torre; entonces Ángela se convenció de que Diego no estaba ahí, la hora de la última conversación no coincidía. Lo que no sabía era que pasarían muchos días para que aceptara lo contrario.
Santiago se enteró de que algo grave ocurría en Space por un correo electrónico. "Parte de tranquilidad, tus papás están bien", leyó justo antes de salir a la calle ese sábado por la noche y vio un link de una noticia. Le pareció un mensaje trasnochado e incluso pensó en responder con un chiste, pues el día anterior su papá le había explicado lo que estaba pasando con la Torre 6.
—Fue como un aplastamiento, ¡quince centímetros desaparecieron y los hierros se doblaron como si la torre no se hubiera aguantado sobre sí misma! —dice Santiago que le contó su padre.
Las personas que estaban en la urbanización sintieron un sacudón y un ruido muy fuertes, pero en ningún momento se mencionó la posibilidad de que el edificio se cayera. "Los edificios no se caen", era una convicción bien cimentada no sólo en la familia de Santiago, sino en el imaginario popular.
Al mismo tiempo recibía mensajes en Facebook de amigos que le preguntaban por sus papás. Abrió el enlace de la noticia y vio la torre derrumbada. "Mierda, ¿qué fue esto?", pensó. Le pidió a un amigo que llamara a sus papás y así se enteró de que estaban a salvo. No salió y se quedó conectado siguiendo la información que empezaban a publicar los periódicos en sus páginas web.
—Como en esos días todavía no había conseguido trabajo, me dediqué a mirar lo que había pasado.
Seguía la información por varios medios. Por el "Minuto a Minuto" de El Colombiano se enteraba de los avances, del riesgo que corrían los socorristas, de la lluvia, de las suspensiones del rescate, de la recuperación de las mascotas y de los días de angustia que pasaban sin encontrar a ningún superviviente.
En el día, sus padres asistían a reuniones de copropietarios y con funcionarios de la alcaldía y representantes de la constructora, y en la noche Santiago les enviaba un parte de prensa. Los padres, por su conocimiento y acostumbrados a trabajar con edificaciones a punto de caerse, buscaba una explicación técnica y racionalizaban al máximo la situación. Sabían que no habían perdido su apartamento, podían verlo todavía ahí, en la Torre 4; sus hijos estaban vivos; tenían empleo; pero querían entender lo que había pasado. El suyo, podría decirse, era un dolor técnico por el fracaso de la ingeniería y de la arquitectura en soportar el sueño y el desafío de un edifico atípico, que no gustaba porque en Medellín el color gris en la fachada es para los pobres.
Además de exigir una explicación, las familias desalojadas sentían que habían perdido su patrimonio y que los habían forzado a desplazarse y a desprenderse de su hogar, con sus apegos, pertenencias y recuerdos. Nunca más volverían a su "rinconcito en el mundo", como diría el filósofo Bachelard. La urbanización quedó abandonada, como después de un bombardeo. Habían dormido en sus propias casas con un enemigo silencioso que amenazó sus vidas. Los habían despojado de la confianza en el lugar donde se sentían más seguros. Muchos, por primera vez, se sintieron vulnerables y exigían ser reparados por la constructora Lérida CDO; reparación que solo había llegado de forma económica a los propietarios de las torres 5 y 6 y a algunas familias de las víctimas.
Space es un semicírculo de torres ascendentes que comparten sus muros y están íntimamente amarrados por varios corredores posteriores que permiten recorrerlas en diferentes niveles. Como se lee en un libro editado por Laureano Forero en 2011: "Se concibió la posibilidad de llegar a cada apartamento por diferentes caminos, disponiendo de ascensores unidos horizontalmente cada tres pisos, con lo cual se logran apartamentos modulares, dúplex y sencillos, que se pueden unir tanto vertical como horizontalmente […], que contribuye a hacer de este conjunto un hecho arquitectónico de gran identidad".
Ubicado en una de las mejores zonas del barrio El Poblado, en una montaña sobre la transversal Superior y con acceso directo a la vía Las Palmas, más parece un hotel o un resort que un conjunto residencial. Tiene tan buena vista sobre la ciudad como cualquiera otra loma del barrio, sin los problemas de congestión vehicular que aquejan a las demás.
El Poblado es el barrio de Medellín con mayor concentración de personas viviendo en los estratos 5 y 6 (93%), los más altos de la estratificación social y económica de la ciudad. De acuerdo con la Encuesta de Calidad de Vida 2012, con un 5.2% del total de la población de la ciudad, el 74% de sus habitantes vive en el estrato seis (clase alta); el 19% en el cinco (media alta); el 3.2% en el cuatro (media); el 1.9% en el tres (media baja); el 1.9% en el dos (baja) y el 0% en el uno (baja baja).
Vivir allí es, desde hace décadas, el suspiro anhelado del ascenso social. Es más que un sueño. Muchos medellinenses que viven en el estrato cuatro; alcanzar el estrato seis es llegar al paraíso. A nadie que empiece o termine su vida en ese escalón se le exige una cosa más que no sea conservarlo. Vista desde esa altura, la caída de uno de sus edificios es más estrepitosa. Falló la fundación de una aspiración colectiva. ¿Ni siquiera en lo más alto y caro estábamos seguros? En este caso, además, como sí ha ocurrido en muchas otras partes de la ciudad y en numerosas ocasiones, incluido El Poblado –todavía se recuerda el deslizamiento de tierra que sepultó seis casas y dejó doce muertos en la urbanización Alto Verde en 2008–, no se puede culpar del desastre a la naturaleza.
De acuerdo con un artículo de 2010 de la antropóloga Paula Sanín (¿Ciudad abierta o ciudad cerrada? Configuraciones socio-espaciales en el barrio El Poblado), las características que encumbraron a El Poblado en la escala social de los barrios de Medellín y lo convirtieron en un referente de exclusividad y estatus hacen parte de una concepción "autoabastecida" donde es posible estudiar, trabajar, recrearse y, al mismo tiempo, autocontenida de unidades cerradas, con vigilancia 24 horas y servicios sociales que no es necesario buscar afuera. Y en Space estas condiciones estaban magnificadas: apartamentos modulares que podían ser diseñados casi al antojo de sus propietarios, con vista a al oriente y al occidente y con columnas cada ocho metros; dúplex intercalados cada dos pisos; piscina de veinticinco metros, gimnasio completamente dotado, cancha de squash, placa polideportiva, salones sociales, senderos peatonales; diseñado por uno de los arquitectos más respetados del país y construido por una de las constructoras más prestigiosas de la ciudad.
Era tal la confianza de Space que desafiaba a los edificios que la rodeaban, incluso a aquellos más lejanos a los que sería lo último que quisiera parecerse: los de interés social. Su construcción en ladrillo gris a la vista la hacían motivo de burla no solo de los taxistas, sino de vecinos, vigilantes y empleadas domésticas –alguno llegó a decir que parecía una cárcel–. Ni los unos ni los otros comprendían cómo era posible que existieran apartamentos de entre 250 y 500 millones de pesos que se parecían tanto a los de los barrios populares, pero nada de eso importaba a un diseño premiado.
Space quiso ser célebre desde antes de nacer y tristemente lo consiguió justo antes de que lo terminaran. El sueño se derrumbó por el peso de su propia ambición. La ambición arquitectónica de dominar el espacio, de conferirle utilidad y una idea estética, y de cumplirle el sueño a un grupo de familias de tener un lugar único y privilegiado donde construir un hogar, colapsó.
Hubo un solo instante, durante los quince días que duró el rescate, en el que Claudia sintió alegría. La esperanza de encontrar a alguien con vida se iba enterrando cada vez que sacaban un nuevo cadáver, y al final la posibilidad de que los últimos tres cuerpos no pudieran ser rescatados era inminente. Y entre ellos estaba Diego, el esposo de Ángela. Los técnicos del rescate le advertían a Claudia que la vida de los socorristas corría peligro debido a la inestabilidad de la Torre 5.
—¡No podemos dejar esos cuerpos ahí! —les decía ella.
—¡No podemos arriesgar vidas para sacar cuerpos! —le respondían.
—Si usted autoriza, nosotros seguimos —le decía Roberto Urquijo, el capitán de bomberos encargado del operativo—. Nuestro trabajo es correr riesgos, si fuera por los técnicos no entraríamos a ningún desastre.
Claudia pensaba en las familias de las víctimas y no era capaz de dar la orden. Además, pensaba en Diego. "No lo puedo dejar ahí", se decía. Lo último que podían hacer por los familiares era devolverles los cuerpos. Claudia dormía en el apartamento de una amiga muy cerca al desastre e iba a su casa a ratos para cambiarse de ropa. Cada dos o tres horas, o antes de retirarse en la madrugada, pasaba por la carpa de los familiares a saludarlos o a informarles de algún hallazgo.
—Sé que ustedes piensan que ellos están sufriendo; sé lo que es sufrir por un ser amado—les decía.
Para acercarse a ellos les pedía que le creyeran cuando les decía que los entendía y les contaba la historia de la larga enfermedad de Diego. Y de alguna forma sus palabras los tranquilizaban y se disponían a colaborar, porque todos pensaban que su familiar estaba vivo. Johana Gómez, la comunicadora del DAGRD, levantó una lista con fotografías y descripciones de objetos, vestimentas y señales personales de cada uno de los desaparecidos para poder identificarlos y cuando avistaban un cuerpo la cotejaba con el capitán Urquijo.
Por el deterioro de los cuerpos, cada día que pasaba la labor era más difícil. Una vez avistada una víctima, el rescate duraba horas. Si bien las condiciones del terreno eran en extremo complicadas, miles de toneladas de losas de concreto y hierro prensadas unas sobre otras, los socorristas insistían en recuperar los cuerpos completos. La mayoría fueron encontrados cerca del lugar donde trabajaban, en posición de cuclillas y con los brazos cubriéndose la cabeza. Fue el único reflejo que alcanzaron a hacer. A excepción de Juan Esteban, quien alcanzó a correr y quedó con una pierna aprisionada. Su rescate tardó más de 14 horas, pero lograron sacarlo sin amputaciones. Las familias podían resignarse a perder a sus seres queridos, pero tendrían un cuerpo que llevar a sus casas.
Desde el martes 15 de octubre, cuando los rescatistas confirmaron la identidad del cuerpo sin vida de Juan Esteban, pasó una semana para recuperar las siguientes tres víctimas: Álvaro, Iván y James. El miércoles 23 rescataron los cuerpos de Ricardo y Juan Carlos y el jueves 24 los de Jaime y Wbeimar. Cada vez que le avisaban de nuevos avistamientos, Claudia se preguntaba si que entre ellos estaría Diego, pero todavía pasarían tres días más para encontrar los que faltaban: Luis Alfonso, Albeiro y, por último, Diego.
Y mientras tanto, Claudia se acercaba más a los familiares y más difícil le resultaba mantener la distancia que le permitiera tomar decisiones razonables. Le daban cobija, almohada, le pedían que durmiera.
—A mí Space me devolvió la esperanza en la humanidad —dice Claudia.
Ángela tenía la costumbre de pararse en la barrera que los separaba del lugar de la tragedia a mirar. Miguel Cardona, coordinador del grupo de apoyo psicosocial de la Cruz Roja, se acercaba adonde ella.
—¿Qué tanto miras? —le decía.
—Miro como sacan escombros a ver si se van acercando a ellos.
Cada día, Ángela veía la llegada de la noche sin saber nada de Diego. No volvió al restaurante chino, se alejó de sus hijos, abandonó la técnica en contabilidad que estaba a punto de terminar. Llegaba a su casa a la medianoche y al otro día regresaba temprano a las carpas. Un par de noches durmió en ellas. Con el paso del tiempo se fue convenciendo de que finalmente Diego sí estaba entre las víctimas, pero entonces pensaba que podía estar en uno de esos "espacios vitales" que le habían explicado eran frecuentes en los colapsos de estructuras.
—Diego era tan inteligente, iba a tantas capacitaciones, que se pudo haber resguardado en uno de esos sitios —dice Ángela.
Rezaba y le pedía a Dios que se lo entregara sin importar las condiciones en las que estuviera.
—Diosito, yo lo voy a cuidar con mucho amor —decía.
Luego fue perdiendo también esa esperanza. Permanecía en silencio, retraída, llorando. En esos días, uno de los voluntarios de la Cruz Roja abordó a Claudia para pedirle ayuda.
—Necesitamos acompañamiento con uno de los familiares.
—Pero yo he estado presente —dijo Claudia.
—Este en particular es una chica que se llama Ángela y no hemos podido conectar con ella.
Tal vez usted, en su condición de que acaba de perder su esposo… El de ella también se llama Diego.
—Es muy difícil para mí porque significa meterme en un nivel personal que no sé si resista. Estoy cansada, las lágrimas se me vienen.
—Si no le habla a usted no hay quien pueda hablar con ella. Claudia accedió.
—Lloras tanto que te vas a deshidratar —le dijo y Ángela habló.
Se alejaron de las carpas y caminaron abrazadas hasta el hotel Intercontinetal. Ángela se sentó en un muro cerca de la piscina y Claudia se inclinó frente a ella.
—Me está doliendo, estoy mal, esto me está matando de a poquitos —dijo Ángela.
Claudia sacó fuerza para hablar de Diego. O se derrumbaba ella o se salvaban las dos.
—¿Qué piensas que está pasando con Diego?
—Él está vivo, alcanzó a correr —dijo Ángela.
—Si fueras tú, ¿cómo te gustaría verlo? —dijo Claudia.
—Bien. Diego se sentiría muy mal porque le aterraba verme llorar.
—¿Eres consciente de que las probabilidades de que esté vivo son muy pocas? —dijo Claudia.
Ángela había visto que junto a los cuerpos los rescatistas encontraban objetos personales y le contó a Claudia que Diego llevaba un maletín con una cámara digital que quería conservar. Claudia se comprometió a hacer lo que pudiera por encontrarla. Uno de esos días —Claudia solo recuerda que había luna llena— la vicealcaldesa lloró.
—Me hace mucha falta Diego —dijo.
—¿Te recuerda la muerte? —le dijo Juan Correa, el secretario de Participación encargado de la atención a las familias desalojadas.
—No entiendo por qué la vida es tan contundente conmigo. No sé qué quiere que aprenda. —¿Qué es lo más duro?
—Si Diego estuviera tendría una razón para llegar a mi casa.
El sábado 26 de octubre la discusión con respecto a parar definitivamente la búsqueda estaba en su punto más difícil. El capitán Urquijo insistía en que se podía hacer un último esfuerzo. Claudia lo apoyaba.
—¡Ustedes están muy comprometidos! —les decían.
—Tienen razón. Como ya me salí de mí, vamos por el último envión y si no funciona Urquijo y yo nos hacemos a un lado.
—Tenga fe en que los vamos a encontrar —le decía Urquijo.
Si fracasaban lo que seguía era el desmonte de la Torre 5, que podía tardar varios meses. Los familiares habían sido trasladados para un salón en el Hotel Intercontinental porque en la zona el ambiente era muy tenso y ya se sentía el olor de los cuerpos. Ese sábado en la tarde, las familias que quedaba recibieron la visita de los familiares de los hermanos Botero y prendieron velas para pedir por un rescate exitoso. Eran la luz de su última esperanza. Ángela quería quedarse a dormir, pero Claudia la convenció de que se fuera para la casa.
—Ve donde tus hijos que ellos te necesitan. Yo te aviso cualquier cosa —le dijo Claudia.
Ángela se fue muy triste, pensando en lo que iba a hacer si no los encontraban. Claudia se fue a dormir a eso de la una y media de la mañana del domingo. Se estaba acostando cuando la llamaron y le dijeron que habían encontrado un cuerpo. Salió en pijama y llegó al sitio. Entonces encontraron al segundo. Claudia y Jaime Enrique Gómez, el director encargado del DAGRD, estaban sentados en el tráiler del PMU cuando les avisaron que habían encontrado al tercero.
—Lo que son las victorias pírricas —dice Claudia—. Era horrible, pero nos dio una alegría enorme. Hay una foto en la que nos vemos sonriendo, abrazados. Volvimos a ser nosotros mismos.
Llamó a las familias y habló con Ángela.
—Encontramos el maletín, pero está muy contaminado —le dijo—. Te vamos a devolver la cámara, pero nos debes autorizar a desechar lo demás.
Claudia nunca vio las fotos. La curiosidad no tenía cómo ser impertinente con ella. Ángela estuvo de acuerdo y al otro día fue Medicina Legal a reconocer el cuerpo. Le preguntaron si Diego tenía tatuajes y le describieron la serpiente y el dragón que tenía uno en cada muslo. Ángela supo que habían recuperado a su esposo. La funeraria arregló el cuerpo de Diego para que sus hijos lo vieran por última vez. Ángela y su familia pudieron hacer una velación muy rápida y la misa de cuerpo presente. Después lo cremaron y lo pusieron en el osario donde también descansan el padre y un hermano de Ángela.
—Tuvimos la oportunidad de hacer lo considerábamos correcto —dice Ángela—. Eso me llenó de paz.
En el velorio, su hermano le entregó una bolsa que tenía la cámara y los documentos de Diego. La cámara estaba buena, con los recuerdos de sus paseos intactos en la memoria. En la casa revisó las fotos y se dio cuenta de lo que Diego estaba haciendo antes de morir, intentando rescatar un edificio moribundo. Semanas después, recordó que había hablado con él de hacerse un tatuaje en la pierna. Y entonces supo exactamente lo que quería. Diego el amor nunca muere, fue la frase que se tatuó en su espalda. Cinco palabras y cuatro pequeñas gaviotas volando.
Dos meses después, en enero de 2014, Claudia también buscó un tatuador: viviendounaexperienciahumana, sin espacios y en letra cursiva, le escribieron en la cara interna del antebrazo izquierdo. El lado del corazón.
En la terraza del hotel, el día de la caída programada de la Torre 5, Claudia miraba una masa gris llena de balcones. No podía ni siquiera distinguir dónde empezaban ni terminaban las torres de Space. Sabía que en pocas horas algo de ella caería. Algo moriría.
En el apartamento de Interlomas, Santiago buscaba el mejor ángulo para la fotografía que publicaría la Associated Press. La mañana era gris y amenazaba lluvia. Muchos vecinos de Interlomas se habían ido la noche anterior o muy temprano por la mañana para no presenciar la caía. Los niños fueron a estudiar como cualquier día, con la diferencia de que se despidieron de sus padres viendo periodistas y personal técnico de varios canales de televisión que desde la madrugada hacían presencia en el sector. A los que se quedaron, la expectativa por lo que iba a pasar los mantenía fuera de sus casas o pegados de las ventanas de sus apartamentos. Gloria Arango miraba desde la sala de su apartamento ese lugar que la había atormentado los últimos meses. Le parecía un cementerio, con los balcones como urnas funerarias. Un muerto que se le metía por la ventana. Poco minutos antes de las nueve de la mañana empezó a lloviznar. Santiago, desde la cocina del apartamento 706, fotografiaba un par de helicams (pequeños helicópteros a control remoto con cámara de video incorporada) que se preparaban para despegar desde la portería de Interlomas. Claudia recibió por radio el anuncio de que la lluvia traía las condiciones perfectas para la implosión. A las 8:52 a.m. se oyó una explosión y la torre empezó a caer. Santiago giró hacia el edificio y disparó una ráfaga. Se levantó una nube de polvo que cubrió el edificio de una bruma fantasmagórica. Pasados unos minutos se pudo ver la mortaja hecha añicos. Pedazos de losas quedaron colgando de la estructura.
—¡Mierda!, no sabemos construir y tampoco sabemos tumbar… —dijo Santiago.
Minutos después revisó su cámara. Pese a la sorpresa y al adelanto de la hora anunciada para la detonación, tenía una buena secuencia que más tarde se ofrecería al mundo.
—La tragedia fue como un quiebre en mi situación porque estando en Lima cambié de perspectiva y encontré trabajo —dice Santiago.
Unos pisos abajo, Gloria Arango miraba desilusionada por la ventana.
—Ese muerto sigue vivo —dijo.
Claudia sintió el mismo desgarro que el día que murió Diego. Un momento de desolación y de profunda tristeza. A las 9:07 a.m. recibió en su celular un mensaje de Ángela.
—Hola doctora, ¿cómo está?
No supo qué contestar.
El día que colapsó la Torre 6,
Diego Hernández,
soldador de la empresa Ingemed,
fotografió el edificio donde
estaba trabajando.
Las fotos las iba a compartir
con su esposa, quien
lo esperaba en su casa.
Él fue una de las doce víctimas
en la urbanización Space y
su cámara fue encontrada intacta.
Galería fotografías - Exclusivo Web