Número 53, marzo 2014

ÁRBOL
Fin de la Terminalia
Ignacio Piedrahíta. Fotografías: Juan Fernando Ospina



 
Ve el loco con la nariz, más que con los ojos.
Patrick Süskind, El perfume

 
Imagen: Juan Fernando Ospina
 

Mientras me tomo una aromática en la terraza de Crepes & Waffles de la avenida Nutibara, en Laureles, no puedo dejar de observar un árbol que se levanta imponente en medio del separador. Mide quizá veinte metros de altura y unos ochenta centímetros de diámetro, es un gigante. El tallo es liso y recto desde la base, y arriba, en la cima, se despliega en múltiples ramas en forma de parasol. A la hora del almuerzo, su sombra alcanza a proyectarse sobre los dos lados de la calle. Pero no es eso lo que atrae mi atención, sino la herida que tiene en la base del tronco. Es una úlcera amarilla hecha a machetazos, propinados a la altura de una rodilla humana, que le da la vuelta al árbol como un anillo macabro.

A pesar de todo el árbol está en pie, es un titán del lugar, es hermoso. Pero quien le hizo esa espantosa incisión –o se la mandó a hacer–, sabía bien que una herida así no era otra cosa que una sentencia de muerte. Justo por debajo de la corteza transitan desde las raíces hacia las hojas cientos de litros de savia, los cuales permiten el funcionamiento de esta máquina natural, silenciosa por fuera pero turbulenta y activa por dentro. "Anillar" el árbol con un corte de solo algunos centímetros de profundidad, es cerrarle el paso al agua y las sales minerales que suben por el tronco y se reparten por todo el árbol. Este corte no es pues el simple raspón que aparenta, sino un cuidadoso procedimiento homicida, una certera y cobarde cuchillada en la femoral.

Por eso, cuando mis ojos descubren la herida del árbol no puedo dejar de mirarla. Una vez entran en mi conciencia las consecuencias de esa incisión, el placer de la presencia del árbol desaparece. Es como si una solidaridad de origen primitivo se despertara y me inundara de dolor, fastidio, impotencia. Previendo la aparición de estas sensaciones, el asesino hizo el corte precisamente donde las hojas grandes de unas plantas sembradas en el separador, lo tapan un poco. Pero por más cuidado que el asesino haya tenido, la llaga, amarilla y dolorosa, no está oculta del todo y la veo perfectamente desde la mesa donde bebo a sorbos mi infusión de yerbabuena.

No es necesario preguntar a los vecinos por los motivos de la cirugía macabra. Este árbol es una Terminalia ivorensis, una especie a la que se le ha dictado sentencia en la ciudad, como si estuviéramos hablando de una raza de hombres rechazada y torturada por una indolente mayoría. La Terminalia es originaria de las regiones históricamente espoliadas (de esclavos, de marfil, de madera) en golfo de Guinea, en África. Por su velocidad de crecimiento, que prometía sombra en unos pocos años, el Inderena la introdujo para reforestar y la Terminalia dio un salto rápido al ámbito urbano. Y si bien no es propiamente materia para la fina ebanistería, da una aceptable madera de combate. Pero al parecer no tuvieron en cuenta un rasgo muy peculiar de esta especie exótica: el efecto del olor de sus flores en la exigente nariz de los habitantes de Medellín, más tolerantes a los perfumes baratos que a los hedores espontáneos.

Entre las estrategias de las plantas para llamar a los insectos polinizadores, los olores fuertes son un sebo efectivo. El ejemplo más extremo de esta técnica es el de la "flor cadáver", llamada así por su tufo a carne podrida. Esta flor, que puede llegar a medir hasta tres metros, es originaria de la isla de Sumatra y lleva el nombre científico de Amorphophallus titanum. El nombre traduce algo así como "falo titánico sin forma", y demuestra que no solo el órgano genital femenino puede tener aromas extravagantes y atrayentes; la prueba son las multitudes que gozan con ese perfume natural y se reúnen en los jardines botánicos para oler su efímera floración.

En una medida más modesta pero no menos potente, es lo mismo que pasa con las Terminalia. En Medellín hay muchos de estos árboles. En la estación San Antonio del Metro hay varios, también en Junín cerca del Coltejer y en la carrera 76 en Belén. En verano, cuando los botones revientan y florecen es divertido ver cómo la gente pasa y se huele las axilas, o se detiene y levanta un pie a ver si pisó una mierda. Pero las cosas van tomando otro matiz cuando las Terminalia han sido sembradas en una zona comercial, especialmente de restaurantes y comederos de cualquier tipo.

En lugares como la 76, cerca de la biblioteca, las primeras floraciones hicieron que los vecinos se culparan entre sí de problemas de aseo, hasta que llegaron al germen de su problema: una floración de varias Terminalia al mismo tiempo podía significar quince o veinte días de clientes que se devolvían o se levantaban de las mesas debido al olor reconcentrado, sobre todo en los negocios pequeños. En algunos casos, el Área Metropolitana tuvo que darles una "buena muerte" a los culpables del olor antes de que cada quien, en la alta noche, hiciera las cosas a su manera como ocurrió con la Terminalia de la Nutibara.

Es evidente que este fue un ataque selectivo, con lista en mano como es el uso doméstico, pues puedo ver que de todos los árboles del separador, un pero de agua, dos laureles, un mango, un tulipán africano y una Terminalia, solo este último está "anillado". Parece que la sombra que da durante todo el año no fue suficiente para que se le perdonaran quince días de vivificante fetidez. Si bien los dueños o administradores de restaurantes suelen ser los más impacientes con este tipo de perfumes, un trabajo como el de la Terminalia de la Nutibara lo pudo haber hecho cualquiera, desde el que cuida los carros hasta el vecino de un balcón a la altura de las ramas superiores.

Imagen: Juan Fernando Ospina

 
Imagen: Juan Fernando Ospina

Un funcionario del jardín Botánico de Brooklyn dice que durante la última aparición de la "flor cadáver", le pareció que ese olor fétido tanto repelía como atraía a la gente, de una manera misteriosa. Quizá el hecho de entender que esa es una estrategia para atraer las moscas, para que estas crean que las entrañas de sus pétalos son carne podrida donde pueden depositar sus huevos, sea la razón por la cual la gente saca ese poco de tolerancia que lleva dentro. ¿No será que si se le explica a los clientes de un restaurante, inquietos con el olor de una Terminalia, que se trata de algo natural, que no es suciedad sino un aroma que trae vida a la zona, se olvidarán y seguirán disfrutando de su comida?

Mientras tanto, en medio del separador, la Terminalia de la Nutibara resiste, y resistirá un tiempo hasta que las hojas se sequen y la tristeza lo invada por la falta de alimento, de savia nutritiva. O tal vez, pequeños milagros se han visto, si no se le refuerza el procedimiento, el árbol encuentre la manera de regenerar sus tejidos y siga viviendo. Si no lo logra, acabará como el de la carrera 76 con la calle 30, que también fue "anillado" y ya es todo un despojo en pie. Sobre este caso, un hombre viejo, mueco y sonriente, que por satisfacción propia siembra matas en las jardineras, me dice que a este árbol el trabajo se lo hicieron en la soledad de un fin de semana. Sin embargo, asegura que este no había dado aún la primera floración. ¿Por qué lo anillaron entonces, por qué lo mataron? ¿Previendo el mal olor? ¿Quizá porque la altura de las ramas podría ser un camino de apartamenteros al edificio vecino? ¿O, como dice el espontáneo jardinero: lo hizo un yerbatero falto de cortezas para recetar? Como siempre, en esta y otras iniquidades de nuestro pueblo, no fueron los vecinos, ni los extraños, ni nadie. Lo normal es que nadie haya sido el que ordenó dar machetazos en redondo a ese otro gigante, ni al de la Nutibara, ni a ninguno. En cuanto al autor material, ¿qué decir?: por unos pesos y la proporción de un arma afilada, cualquier mamarracho de hombre se ofrece.

Pago mi aromática y cruzo la calle hasta los pies del árbol. Confirmo lo que calculé desde lejos: el diámetro del tronco ha de ser de unos ochenta centímetros, la altura del árbol tal vez de veinte metros o más. El tronco sube liso y arriba se explaya como una enorme sombrilla, como fuegos artificiales estallando, buscando la luz con una fuerza que le viene desde las raíces, ocultas y aferradas a la oscuridad de la tierra. Pero ya eso tal vez no está ocurriendo, quizá ya no corre vida por su cuerpo alargado. Sin embargo, prefiero pensar que la Terminalia está luchando y sobrevivirá, y que lo que veo no es la apariencia de la vida que tenía antes, así como vemos la luz de una estrella en el cosmos, aun cuando ha dejado de brillar después de una muerte prematura.UC

 
 

 

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