Vida diputada
Mauricio Sammer. Ilustración: Verónica Velásquez
"Buenas tardes, señor Rodrigo Mesa, mucho gusto, me llamo Mauricio y quiero hacerle una entrevista para Universo Centro…". Le suelto de entrada mi anuncio porque el hombre va caminando, y lleva como lastre una romería de personajes que, si no fuera porque son las dos de la tarde y todavía no me he pasado la primera birra por la garganta, juraría que es producto de mis alucinaciones. El diputado me mira y me estrecha la mano, de inmediato se da vuelta y les pregunta a sus seguidores: "¿Alguna vez les he pedido que voten por mí o les he dado plata por votos?". "Nooo, nunca", responde apresuradamente un hombre al que le faltan cuatro dientes, en cuya frente, angosta y curtida, se ven las huellas del sudor del mediodía.
Además del mueco veo entre los perseguidores a una vieja rechoncha de ojos tibios y movimientos bruscos, y a un hombre con largas patillas coloniales. El hombre lleva un sombrero blanco y una camisa por fuera de un pantalón de paño. Tiene la pinta de un cantante de rancheras venido a menos. También un cojo acompaña la correría; su pierna derecha parece la extremidad de un animal disecado. El colmo de la fábula son las historias de esos extraños seres a quienes Rodrigo Mesa llama "desamparados". Algunos perdieron un hijo, o tienen hijos en la cárcel, y hay incluso hijos recién echados de sus casas; personas violadas, pacientes de sida, enfermos de leucemia, ciegos.
Siento un respetuoso temor por esa gente proveniente de algún submundo lejano de la percepción de nuestros limitados sentidos; un submundo, tal vez, incrustado en las profundidades de la tierra, como aquel que relató Martín en su Informe sobre Ciegos.
Mesa, que camina despacio, soportando sus 120 kilos de peso, lleva en la mano izquierda un fajo de billetes de diez mil pesos que reparte uno a uno entre su séquito. Su figura, sus pasos cortos y pesados, su respiración con la boca abierta, lo asemejan en mi mente perversa a esos dioses gordos y holgazanes de la mitología japonesa que algunos hemos disfrutado en El viaje de Chihiro. Pero me aclara su rutina para mostrar que los políticos también muelen, así sea a su manera. A pesar de su edad y de sus problemas nerviosos, madruga todos los días en su casa de Envigado, escucha las noticias, intercambia opiniones con su esposa y sus cuatro hijos y luego se va para la Asamblea, la más devaluada de nuestras ágoras, donde se pasa la mayor parte del día atendiendo seguidores y discutiendo notas varias.
Rodrigo Mesa Cadavid se acostumbró a trabajar desde los 17 años, cuando perdió a sus dos padres, Lázaro y Sofía. Él era un comerciante del Centro, callado, dadivoso; ella, una matrona de carácter recio que durante muchos años fue líder del barrio Mesa en Envigado.
En esa época, como el mayor de doce hermanos, el hoy diputado dejó el noveno grado, se inscribió en la "universidad del cambalache" y se hizo cargo de los negocios de su padre: mueblerías, cambiaderos de cheques, una confitería y otros establecimientos ubicados en la calle Junín y en el Parque de San Antonio. Faltan datos de otros municipios.
La entrevista no empieza. Rodrigo Mesa sigue avanzando con su andar acangrejado. Yo voy tras él, como un limosnero más; me uno a ese variopinto grupo de hipnotizados que ruegan por un billete de diez mil pesos. Somos las ratas detrás del flautista. El señor diputado se detiene y me busca. "Dónde está el periodista", pregunta. Al verme repite su muletilla: "¿Yo a usted le he pedido alguna vez que vote por mí?", le dice a una anciana vestida con ropas rancias. 'Liriecita', de 78 años, viuda, habitante del Popular 1, responde: "no, no señor, nunca". Ella es una de las más fieles seguidoras del político. "Yo me llamo Liria Rosa Muñoz, pero él me dice Liriecita. Lo conozco desde que era comerciante, hace más de 25 años, y siempre me ha ayudado –cuenta la pobre viejecita, y sus ojos denotan total sinceridad–. Yo tengo más años que él, pero para mí es como un papá".
No es la única que piensa así, pues a Anatilde Botero de Alzate, de 59 años, propietaria de un puesto de frutas a las afueras de La Alpujarra, se le salen las lágrimas cuando relata su historia con Mesa: "es muy generoso, lo conozco hace más de 22 años, él me dio trabajo como empacadora en uno de sus negocios y luego me siguió ayudando, lo quiero mucho".
"Tengo que ir a una reunión con la comisión presupuestal y ahorita lo atiendo", me dice Mesa. Me quedo atorado en el vaivén de los desamparados, que suman más de veinte. A uno le falta una pierna, otro tiene una de tornillos. Parece una escena del Cándido de Voltaire, donde todos los personajes, sentenciados al purgatorio eterno, persiguen a un redentor con pinta de gamonal del Magdalena Medio.
El señor diputado no se tarda, se escapa de la reunión y me mira de nuevo. Se da cuenta de que han llegado nuevos pedigüeños, y entonces repite: "¿Yo les he pedido votos a cambio de plata?". Todos responden al unísono: "nooo, nunca".
Por fin la entrevista. Rodrigo Mesa Cadavid me invita a su oficina en el segundo piso de la Asamblea de Antioquia. En la "sala de espera" hay más desdichados. Él los mira con cierta ternura y me dice: "Son personas humildes con historias muy trágicas, cómo no les voy a ayudar".
La costumbre de regalar plata es herencia de su padre, quien recogía monedas de 500 y luego las repartía entre los necesitados que llegaban a sus negocios. Rodrigo Mesa reparte plata cada quince días, desde hace más de veinte años. Se gana cerca de ocho millones de pesos mensuales como diputado, y me asegura que cada mes reparte cerca de la mitad entre la gente más pobre de Antioquia. "La felicidad en la vida se encuentra en la humildad. Yo soy feliz haciendo esto", expresa el sexagenario envigadeño.
Mesa creció en una casa grande, con solar, gallinero, árboles de mango y aguacate. Aprendió a ser disciplinado bajo el consejo de la correa de su padre. "Pero no me pegaba siempre con la correa, a veces me castigaba con la manguera de una lavadora Hoover que había en la casa", recuerda.
En su casa nunca faltó nada, creció en la opulencia de la clase alta. Aunque no terminó el colegio, me dice que siempre fue aficionado a la lectura. También ha sido melómano; era cliente asiduo del bar La Yuca, donde se gozaba tardes completas escuchando a Los Panchos y al Dueto de Antaño. No quería ser político, pero no pudo evitarlo. Fue concejal de Envigado de la mano de grandes proyectos de vivienda. Una mano tan cambiada como la de los amigos de Rafael Forero Fetecua, o tan completa como la de Germán Vargas Lleras.
Lleva veinte años como diputado, ha sido presidente de la Asamblea en tres ocasiones, y debido a su talento para la calculadora jamás ha salido de la comisión presupuestal.
Su vida siempre ha sido simple. Prefiere no salir de Colombia porque el cambio de horario le produce náuseas. Es casero, se acuesta temprano y no bebe. Ha salido ileso de cuatro atentados, y por eso lo acompañan dos o tres escoltas y siempre le pide la bendición a 'La Abuela'. Le gusta usar camisas de rayas o cuadros, pantalones de algodón y de paño, zapatos bien embetunados. De su sudoroso pecho cuelgan dos escapularios, uno de la Virgen y otro de Juan Pablo II: "es el personaje que más admiro en este mundo, y me place mucho que lo vayan a declarar santo", dice con voz aguardentosa.
Fue él quien pronunció la polémica frase: "invertir dinero en el Chocó es como echarle perfume a un bollo". Ese pecado le costó cinco meses de suspensión y varias investigaciones y demandas. El diputado acepta que cometió un error, que fue imprudente, pero asegura que no es racista.
"En mi casa tuvimos siempre una empleada que se llamaba Dorian. Ella era negra, y cuando murieron mis padres prácticamente nos crio a mí y a mis hermanos. La hija de ella, Norma, que también es negra, sigue trabajando para la familia", asegura. Cuando regresó de su suspensión, hace menos de un mes, los periodistas lo encontraron en su mundo de fábula con 'Tabaco', 'Liriecita', 'Picachú', 'La Abuela', 'Doña Torta', todos sus desamparados. Les estaba repartiendo plata y lo tildaron de politiquero, lo acusaron de comprar votos, pero él solo estaba atendiendo a su pequeña iglesia electoral, su directorio político sin números ni teléfonos.
"Yo no compro votos, yo ayudo a los pobres. Yo a 'La Abuela' lo único que le pido a cambio son bendiciones, nada más", se defiende Mesa. Y sí, es un hombre generoso, a su manera, y buen comerciante, a su manera.
Este hombre macondiano, de cachetes inflados y ojos melancólicos, que se sabe las historias de sus desamparados con obsesivo detalle, siempre saca tiempo para una imprudencia más. "Ponga en ese artículo que a mí no me gusta Bogotá, por la indiferencia de la gente y porque el frío me da soroche". Dirán en Bogotá que gastar tinta en Rodrigo Mesa es como retratar un…