A media cuadra de la casa de tres pisos donde Faulkner escribió La paga de los soldados, y a pocos metros de una plaza donde unas robustas y emperifolladas matronas negras adivinan la suerte en Nueva Orleans, me encontré con Arcadia, una surtida librería de viejo atendida por un amable gringo de origen francés, de mediana edad, amplia sonrisa, gafas en la punta de la nariz y absoluto desconocimiento de nuestro idioma. "Sabe de español lo que yo sé de inglés", pensé.
El negocio me recordó otro, en Medellín, cercano al Parque Bukowski: Palinuro, libros leídos. Y así llamé a la librería que, por suerte, me encontré allí, donde según García Márquez, "empieza América Latina": el Palinuro de Nueva Orleans.
Después de husmear anaqueles atiborrados de libros en todos los idiomas, me encontré frente a un arrume de títulos en castellano, y para mi sorpresa, vi uno que ni que lo hubiera buscado expresamente: Alfanhuí, de Rafael Sánchez Ferlosio, libro amado como el que más por un amigo librero que tiene a la lectura como su religión y su filosofía y su patria. "Los dioses me pusieron ese libro aquí para quedar como un príncipe frente a mi amigo". Lo compré, pidiéndole al librero –a través de mi hijo Juan José, quien fungió como intérprete– que pusiera su firma y un saludo para quien comparte su afición y gerencia una librería similar a la suya muchas millas más allá, al sur, en un pueblo de los Andes.
Salí de allí con cuatro libros más, pleno por la compra realizada y, sobre todo, por el casual encuentro con el amarillento ejemplar del escritor hispano.
Nos dirigimos al puerto para embarcarnos, río Misisipi arriba, en un barco de cuatro niveles, como de tarjeta postal, movido por aspas, impulsadas, a su vez, por el vapor de dos inmensas calderas marcadas con toda claridad: Thelma y Louise.
Tras dos horas de navegación volvimos al puerto de embarque. Cercano ya el momento de abandonar la nave, y parado en el primer piso, a menos de un metro del majestuoso y oscuro río, tuve una luminosa idea, como si se me hubiera prendido un bombillo allá en los enredijos de mi materia gris: lanzar al agua una moneda gringa de mínima denominación y pedir un deseo. Y así lo hice, con tanta fuerza que la bolsa con los libros –Alfanhuí entre ellos– se rompió, y por un gran boquete cayeron cuatro volúmenes dentro del barco, mientras solo uno buscó la corriente, sus páginas al viento y sus pastas semiduras aleteando como un pájaro herido. Casi caigo de bruces al caudal por ir tras él; otra historia se estuviera escribiendo hoy, quién sabe por quién.
Solo me quedó comprobar que, empapado, el libro se sumergió en pocos instantes. Fui el único y desolado testigo de esa gran tragedia.
Alfanhuí, el libro destinado a Luis Alberto, reposa desde ese mediodía de invierno en el fondo del Misisipi. Agua eterna en su tumba…