Por sitio Barbacoas,
el espíritu de las bacanales vive en el fandango,
acunando el más antiguo de los ritos.
Y exhalando algo…
que nadie puede pasar por alto
o de agache fácilmente:
un extraño y oscuro atractivo.
La mujer saltó de la cama desnuda, dejando azarado en las sábanas a 'El Ronco'. Se paró frente al espejo sonriendo como La Gioconda, y su cuerpo mulato, dulcemente brillante, absorbió los aires frescos y las primeras claridades del amanecer que entraban por las desbaratadas rendijas de la ventana. Luego empezó a repicar frenéticamente una y otra vez esa frase, que le sonaba a rezo de misa negra, a cruel acertijo, o a maldición.
Aunque a él casi nada lo impresionaba, acostumbrado después de sus cincuenta años a vivir peripecias de la luna en todos los laberintos, bien graduado en gozar o sufrir por los arrabales de la crapulosa ciudad, semejante actitud de la vendedora de fuegos lo sorprendió. Aquella oración, dicha con rudeza, cinismo e insistencia por la amante ocasional en el hotelucho, le acorraló poderosa y misteriosamente la razón.
La escuchó perplejo mientras se vestía y recogía sus cosas para largarse. Quería insultarla o protestar, pero pensó que era caso perdido casar zafarranchos en tales guaridas de la truhanería. Y al final, tampoco sabía si esas palabras que le taladraron eran sacadas de la república de los sueños, o meras especulaciones femeninas surgidas al calor de las cosas vividas allí.
Atribulado, se fue a dormir un rato en su aposento de la calle Barbacoas, chispeante lugar enclavado en la última playa de esta ciudad sin mar; sitio considerado desde siempre "olla infernal del pecado", ubicado a solo unos cien paradójicos metros del "sacrosanto" gran templo oficialmente llamado Catedral Basílica Metropolitana de la Inmaculada Concepción de María, cuyos interiores fueron siempre recatado espacio de honras fúnebres para los rabiblancos de la paisada despedidos con pompa en su viaje seguro al cielo.
Cuando despertó a la nueva noche, para no perder el recuerdo de ese episodio que le resultaba extrañamente especial, escribió con el cabo de lápiz de color verde que siempre le servía para hacer sus malas cuentas la perorata que había quedado tallada en su memoria. La copió en mayúsculas, sobre el envés de una hoja que arrancó del calendario Pielroja colgado detrás de la puerta, único adorno de su habitación.
Antes de salir a otra rumba, desenterró de su caleta en el fondo de la basura los restos monetarios del último cruce, y luego, como si hubiese recibido una oscura orden, se guardó la nota en el bolsillo de la camisa; tres gramos de papel que le pesaban igual que una nueve milímetros sin seguro con un tiro en la recámara.
En este postrer brinco el hombre se atragantó varios días fumando en un "sopladero" vecino, escuchando en su oído el golpetazo de la frase y mirando a cada rato la hoja del calendario.
Atrapado en el drogocomio, no le importó que su corazón se tambaleara en la cuerda floja y masoquista de aquel insólito placer; había llegado de la mano de una luna naciente a mitad de semana, y ahora era viernes.
Engrupido por ese humito se había gastado hasta el último centavo, y ya sin efectivo se convirtió en deudor. Primero le fiaron varias papeletas, "unos cosos pa desembalarlo", tomando en empeño su amado celular, y más tarde otros, por sus papeles de identificación. Después, a cambio de la chaqueta negra de pana que le regalara su última alcahueta, le facilitaron "¡de una!" el cohete final.
A este mancito que siempre tuvo una insensata impresión de libertad le decían 'El Ronco', por un eco de tambor en su tono de voz que parecía salir de ultratumba. Con dicho tronar, apenas llegado al lugar de su nueva juerga, una casa con ofertas clandestinas cerca a la Avenida Oriental, donde solo se veían un mostrador, fumadores y media docena de sillas cojituertas, se juró en voz alta tres veces que esta sería su última salida de andadas por esos lugares: "¡No más embales! ¡Eeel último embale! ¡Miii ultimito embale!", aseguró, pensando en dedicarse de lleno, a partir del otro día, al trajín de oficios varios. Y cumplió la promesa, aunque su retiro no fuese por estos fines loables.
Aquella adicción que terminó por dejarle muy pocos pulmones, lo mató de repente en un purgatorio del centro de la ciudad de Medellín, a eso de las dos de la mañana, armando su último porro bien rociado con base de coca, al tiempo que rumoraba algo.
Entonces el soplete se descompuso de súbito, su rostro se tornó cal, abrió unos ojos de búho excitado, extendió bruscamente los brazos en cruz expulsando polvo y tabaco por los aires, y sin decir mu se fue a tierra. Cayó boca arriba en uno de los estrechos pasillos, espumando los labios, sin ninguna esperanza de escoger entre opciones; colapsó crucificado en las maderas de aquel piso sucio, entapetado con picadura y pequeños sobres de papel mantequilla vacíos. Embrujadoras, perfumadas papeletas rectangulares, blancas, desparramadas, como fichas de dominó, como puertas alucinantes de laberintos consumidos, como señales premonitorias abiertas, igual que aquel texto corrosivo.
Desde la sala de estar otros clientes advirtieron lo sucedido, y en tropel saltaron igual que carroñeros para esquilmar el muerto, pero ya estaba ahí encima el más ágil felino, que sin dejarlos arrimar les braveó: "Este chichipato está muñeco y lo demás es mío".
Enseguida lo esculcó con minucia, pero el hombre no tenía nada en sus flacos bolsillos, solo el papelillo doblado con una línea escrita.
En el sopladero terminó pronto la desencantada rapiña. Luego de burlas y comentarios en voz baja, los usuarios avisaron al encargado de turno del negocio para que resolviera sin mucho alboroto ese asunto. El jíbaro, que por la naturaleza del trabajo era rudo, resolvió primero sacudirlo para ver si reaccionaba; enseguida le echó gotas de limón en los ojos, que seguían abiertos, y luego le pellizcó una oreja con su cortaúñas; no hubo respuesta. Así las cosas, el sujeto ofreció pagar a los más amurados con "tres trabas" si lo desaparecían de allí.
"¡Pilas! ¡En la vuelta! Que esta gonorsofia nos va a encochinar el parche", dijo con fastidio.
Dicho y hecho. Montando la farsa de llevar un compadre pasado de copas, dos arañados le sacaron de escena y lo recostaron en una esquina de la avenida, esperando que alguna patrulla se hiciera cargo. Pero antes que la policía se lo toparon feroces nómadas nocturnos que se repartieron sus prendas diciendo con desparpajo: "¡Quedó pagando!".
El hombre pernoctó varias horas ahí finado, atracado, acurrucado en medio de la eternidad y el olvido. Uno de tantos buseros del turno de las cuatro a.m., aficionado a reportar las malas noticias en la Bella Villa, dio aviso en la inspección de Prado Centro para que recogieran a un tipo muerto y empelota.
'El Ronco' se fue de este mundo de la misma manera que vino, sin nombre, desnudo. Los agentes que fueron a recoger el desvalijado cadáver no mostraron emoción alguna por tan temprana y turbia labor, le lanzaron a la parte trasera de la patrulla igual que a un costal de desechos, y se fueron con el N.N. rumbo al anfiteatro, cuando azaraba otra aurora. Jugando con el viento en la acera, rodó ese papel arrugado con la sentencia escrita a mano y sin firma que no tuvo interés para nadie: "En las cavas del placer, nunca saciarás tu deseo".
Todos ignoraban lo que se había cocinado bajo el extraño influjo de esa oración fatal; entre el corazón a mil del fumetas, su psiquis martillada y los histéricos bazucos.
(Del libro inédito Relatos oscuros de Barbacoas. Enero de 2013)