Pero tal vez el recuerdo que mejor describa la relación de mi padre con ese Ford 56 es el de la ocasión en que la guerrilla armó un retén cerca del municipio de Valdivia. Pintaron consignas en todos los carros que lograron detener, menos en el camión de mi padre, porque uno de los jefes les dijo a los del aerosol: "dejen limpio el de este señor, que es de los poquitos que se mete a cuanta trocha hay".
El camión de la familia
Juangui Romero Toro. Fotografía: archivo familiar
Mi padre, el patrón de mi hermano mayor desde que este asumió la conducción del camión de la familia, es ahora, a sus 81 años, el ayudante más viejo de la Feria de Ganados de Medellín. Eso le dije antes de que se presentara una de las escenas más recurrentes en mi familia desde que ampliaron la calle 30 y ya nunca más se pudo estacionar el camión junto a la casa: mi padre y mi madre, parados uno al frente del otro, a la espera del camión que trae mi hermano desde uno de los parqueaderos del barrio, para dar inicio a otra de sus jornadas laborales. Ella, en la puerta de la casa y él, en la otra acera, dispuestos en una especie de calle de honor que solo se disuelve una vez mi padre pisa el estribo y abre la portezuela del carro, mientras mi madre les lanza una bendición tipo urbi et orbi, la bandera de partida para que el camión y sus tripulantes se dirijan un día más hacia la Feria de Ganados..
"¿Es que no tenés trabajito?", me preguntó. Ni él ni yo perdemos ocasión para reprocharnos la mutua falta de interés que hemos mostrado por nuestros respectivos oficios. Le expliqué que había unas becas de la Alcaldía para escribir sobre lugares o gente, y que la Feria de Ganados me parecía un buen sitio para encontrar historias; pero, claro, la aparición del camión se robó enseguida su atención: "Vea el carro, ¡cómo está de bonito! Y saber que cuando lo trajimos era un carro curtido, triste. Los choferes son los choferes… Un camión, para que se vea alegre, tiene que manejarlo el dueño, si no se vuelve una tumba con ruedas. Usted cree que yo me la gano sentado, y no es así…", me dijo antes de subirse, lo que indicaba que la presentación de mi proyecto lo había movido en algo. Solo quedaba entonces contarle todo a mi madre para que ella le pusiera su toque secreto al asunto, al decirle, como tantas otras veces: "vea, mijo, saque el rato y colabórele a Juan".
Mi padre, o 'Romero', como le dicen todos en el barrio y en la Feria de Ganados, nunca se ha puesto unos jeans ni ha usado tenis. Él siempre va de pantalones y camisas formales, aunque desde hace unos quince años, cuando le entregó el camión a mi hermano, después de que le negaron la licencia por problemas en los ojos, le adicionó a su vestuario una boina militar y unas botas de obrero: "yo ya me acabé, pero no por eso voy a ponerme bluyines y unos quesitos en los pies. Eso es deshonesto con uno".
"Deshonesto", "noble" y "preparado" son sus palabras favoritas, y las tres le resultan muy útiles para moverse entre el mundo de los humanos y el de los camiones. "Deshonesto" es, por ejemplo, el término que emplea para referirse al vestuario exhibicionista de una mujer, al cabello largo de un hombre y al cura que predica a muy bajo volumen durante la misa del domingo; pero también le sirve para designar al camión que lleva mucho tiempo sucio, huérfano, según sus palabras. "Noble", por su parte, es a sus ojos aquella persona que camina con seguridad y además habla en tono moderado o es capaz de tutear con naturalidad; y lo es, igualmente, el camión sobrio, sin calcomanías o exceso de biseles o adornos. Mientras que "preparada" es la persona que va bien trajeada o que responde con gran seguridad en un programa de radio –no le gusta ver televisión–, aunque también usa esta palabra para referirse al camión que puede meterse por carreteras difíciles e ir a sitios remotos sin presentar problemas mecánicos durante largo tiempo; para él, este tipo de camiones merecen llamarse "preparados" o "guapos", lo mismo que sus choferes.
Durante las conversaciones con mi padre, este no paró de decirme que la Feria de Ganados ya no era la misma de antes. Mi hermano era todavía más enfático: "búsquese otro tema, la Feria ya se acabó". Pero esa no fue la sensación que tuve al llegar hasta "El Patio de Arriba", como todos llaman a esa inmensa explanada de asfalto que antecede a la entrada, en el que había unos cuarenta o cincuenta camiones vacíos, ubicados de a ocho o diez en hileras dobles, mientras sus choferes y dueños se rebuscaban un viaje adentro.
Cuando me bajé de la moto, mi padre aún le avisaba a mi hermano para que cuadrara el carro de la mejor manera. Y mientras avanzaba hacia ellos, lo vi girarse para dar más indicaciones al conductor de un viejo camión que se disponía a partir. Los movimientos de sus manos, la boina y su flacura de toda la vida –mide 1,73 y su peso siempre ha estado cerca de los 65 kg– lo hacían ver como un anciano, perdido mentalmente, que se las daba de guarda de tránsito en aquel inmenso patio; pero una vez escuché sus gritos, recordé una de sus respuestas de la primera noche que hablamos de este proyecto: "a mí no me gusta ver sufrir a los animales, no ve que antes de ser camionero yo fui campesino y arriero". La entonación de su "hágale, hágale, ale, ale, ale, ale…" tenía mucho de arriería, aunque no hubiese ningún animal por allí. Los gritos no cesaron ni cuando lo sorprendí al ponerle la mano en el hombro, pues, como si lleváramos juntos muchas horas en ese lugar, en vez de saludarme me dijo: "vea la nobleza de ese camión. Ningún carro voltea las llantas tan hermoso como un Ford 56". "Es igualito al que teníamos en la casa", fue lo único que atiné a responderle.
"Con el Ford 56 los crié a ustedes", me había dicho también la noche anterior. Y en efecto, una de las cosas que más recuerdo de mi infancia es la imagen de ese camión Ford 800, de color azul y carrocería de estacas en tono marfil, con motor a gasolina, que él había tenido durante 24 años y había comprado cuando yo todavía era un bebé; por cierto, era mi única tabla de salvación en medio del pánico que me invadía durante las noches, cuando tras la ventana de mi cuarto, que daba a la calle, la gran luz del alumbrado público convertía la pared de enfrente de mi cama en una gran pantalla por la que desfilaban toda clase de sombras. Por fortuna, cada vez que el camión llegaba era el fin de la proyección, pues mi padre no se bajaba del carro hasta no ubicarlo justo enfrente de la ventana. Mi tranquilidad provenía, entonces, de apreciar desde la cama cómo la carpa oscura que cubría la carrocería bloqueaba progresivamente la entrada de la luz, mientras mi padre reversaba el camión con suma lentitud; además de volver a sentirme acompañado, yo veía cómo todo el cuarto se oscurecía en una suerte de eclipse artificial que duraba hasta la llegada del sol.
Mi hermano Isaías casi nunca se despertaba cuando mi padre llegaba. Yo, en cambio, esperaba que el motor se silenciara, como si esa fuera la señal para salir corriendo, descalzo y en pijama, a pesar de los gritos de mi madre, a ayudarle a mi padre y a su ayudante a entrar lo que hubieran traído del viaje: un racimo de plátanos, un bulto de panela, un bloque gigante de queso costeño, bolsas llenas de naranjas o de mangos, o incluso, en una ocasión, un ternero que había nacido dentro del camión.
De alguna manera, ese carro azul se convirtió en otro integrante de la familia, algo así como tener un elefante de mascota. Era una máquina enorme cuya limpieza semanal interrumpía mis partidos de fútbol y se convertía, a la par, en el deporte favorito de mi hermano. Cuando él y yo entramos a la secundaria, el ayudante de mi padre se había ido a manejar otro camión, así que todos los domingos, sin falta alguna, los tres –mi padre, mi hermano y yo– nos dedicábamos unas ocho horas a lavarlo, tiempo durante el cual mi padre me enseñó, al estilo del señor Miyagi, el anciano maestro de la película Karate Kid, la importancia de estregar y estregar, con gran aplicación, la mierda que dejaban los novillos en cada una de las tablas de la carrocería. Mientras que lo mío era la parte trasera del carro, mi hermano y él se las veían con el motor y las latas. Puede ser que desde entonces se haya, empezado a definir que ambos trabajarían juntos el resto de sus vidas, muy a pesar de lo que esperaban mi madre y la tía Elvia, que hacían votos para que mi hermano entrara a la universidad.
Los recuerdos que todos en la casa guardamos de ese camión tienen temas muy diversos. Los hay de carácter religioso, como las salidas que hacíamos la primera semana de enero, año tras año, rumbo al templo del Señor Caído de Girardota, con el fin de pedirle que protegiera el carro y el hogar durante el nuevo año, pues, a diferencia de muchos conductores, mi padre no tiene a la virgen del Carmen como su patrona.
Hay otros recuerdos un poco más dramáticos, como la vez que el carro se volcó por culpa de una falla en los frenos cerca del municipio de Yarumal, en mayo de 1985. Todavía recuerdo la angustia de mi madre al explicarle a mi hermano, en medio de sollozos, que no sabía con exactitud dónde había sucedido el accidente, porque mi padre solo había dicho por teléfono que el carro se le había acostado a dormir y enseguida había colgado. Tanto mi hermano como yo nos enteramos de los hechos al regreso del colegio. Mi padre apareció a eso de las once de la noche, montado en una grúa que dejó el camión en el lugar de siempre, solo que esa vez las latas arrugadas y la carrocería torcida no impedían que la luz del alumbrado público se filtrara en mi cuarto, una fijación que por fortuna ya había abandonado. Al día siguiente, el camión sería sitio de peregrinaje de todos los vecinos del barrio.
Pero tal vez el recuerdo que mejor describa la relación de mi padre con ese Ford 56 es el de la ocasión en que la guerrilla armó un retén cerca del municipio de Valdivia. Pintaron consignas en todos los carros que lograron detener, menos en el camión de mi padre, porque uno de los jefes les dijo a los del aerosol: "dejen limpio el de este señor, que es de los poquitos que se mete a cuanta trocha hay". Es decir, según el diccionario de mi padre, el carro de la casa se había salvado por ser un camión "preparado", "guapo", "noble" y "honesto". Le conté mi interpretación de lo sucedido en Valdivia para ver qué otra historia me soltaba, pero él solo respondió: "el camión azul es el carro que más me ha querido".
Mi padre vendió ese Ford 56 en abril de 1998. Para entonces era imposible sostener un camión que trabajara a gasolina, y, además, los patios de la Feria de Ganados habían comenzado a llenarse de nuevas jaulas ganaderas, muchas de ellas de marca International, con motores tipo diésel, de mucha más capacidad y mayor rapidez y potencia. Muchos de estos nuevos carros eran conducidos por dos choferes que se relevaban durante los viajes, de manera que casi nunca paraban, para que sus dueños pudieran librar la inversión lo más pronto posible. Mi padre y sus colegas de toda la vida vieron entonces cómo emergía una nueva generación de choferes que rompía con sus principios, pues se caracterizaban por conducir a gran velocidad, llenar de adornos los carros y preocuparse más por mantener las llantas embetunadas, los biseles y los rines muy brillantes y el radio a todo dar, que por el estado de los motores; una nueva generación de choferes que veteranos como mi padre calificaban como "chiflados".
Él, sin embargo, intentó conservar lo más que pudo su Ford azul, y para ello, a despecho de su patrimonio, le hizo alargar tanto el chasís como la carrocería, con el ánimo de igualarlo a los carros nuevos, aunque la diferencia, más que en la capacidad, estaba en el motor. Así las cosas, tuvo que venderlo, pues los costos de adaptación de un motor diésel eran similares al valor total del camión, algo que él no acababa de comprender, ya que solo unos años atrás, en los ochenta, muchas personas solían abordarlo con la idea de comprarle el carro para revenderlo a algún coleccionista o mafioso que valorara la redondez de su línea clásica y, sobre todo, sus cuidadas latas. Tanto en la Feria como en el barrio era un decir que ese camión se prestaba como ningún otro para "engallarlo", un verbo a todas luces irreconciliable con la visión personal de mi padre: "todo gallo que usted le ponga a un carro se vuelve después un parche. Hasta ahora no he visto ni calcomanía ni bisel que no terminen despintados o no se caigan".
Cuando lo vendió se puso muy irritable, y solo mi madre se atrevía a alentarlo, al decirle una y otra vez que las ánimas del purgatorio sabrían mostrarle cuál carro comprar. La negociación no le había dejado mucho dinero y, para colmo, todo camión que le ofrecían hacía parte de una herencia, tenía problemas de papeles o su procedencia no era transparente. Por esos días no le gustaba irse temprano para la Feria y le daba por barrer y trapear la casa, pero su colaboración muy pronto se convirtió en la interventoría más rigurosa que todos pudiéramos enfrentar.
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El primer paso de su método consistía en amontonar todos los muebles y las camas en los pasillos: "¡Vean estas baldosas de aquí, se ve que no las ha tocado una trapeadora en muchos años!… ¡Qué son todos esos libros en esta cama! Si siguen trayendo más basura, vamos a tener que irnos a dormir debajo de un puente", nos decía mientras se movía por los cuartos como un león enjaulado.
"Deje eso así y váyase mejor para la Feria, que de pronto allá algún chofer le inicia un carrito que le guste", se defendía mi madre. Pero él enseguida la cogía contra toda la gente de ese lugar, incluidos sus amigos de toda la vida, los únicos capaces de despertarle algo de nostalgia cuando en las tardes de los 31 de diciembre, mi madre, muy emocionada, le anunciaba que Bedoya, 'Nandito', o cualquiera de ellos, lo aguardaba en el teléfono para darle el feliz año: "qué nobleza la de este güevón, llamarme hoy; dígale que ya paso", le respondía a mi madre. Pero ahora, en medio de la angustia, su opinión era muy distinta: "a qué va ir uno allá. En la Feria, si usted se descuida, hasta el más buena gente lo tumba; allá el que va con platica sale pelado, y el que va sin un peso sale millonario. Ahora que no tengo camión todos se volvieron comisionistas, lo invitan a uno a gaseosa y por ahí derecho le ofrecen cualquier juagadura de carro", contestaba.
Mi padre veía en todos lados su Ford azul; o, mejor dicho, no lograba ver en ningún sitio un carro que al menos se pareciera a su Ford azul. Mi hermano, recién graduado de chofer, se la pasaba lejos de la casa, sin meterse en nada, por un excesivo temor a cargar con el peso de una sugerencia que luego resultara errónea. Yo era entonces quien acompañaba a mi padre los fines de semana a la Plaza Mayorista o a las zonas industriales de la ciudad, con la ilusión de encontrar el nuevo camión de la familia; pero tales recorridos no hacían otra cosa que confundirlo o, peor aún, confundirnos, porque mientras caminábamos en medio de los camiones sus comentarios oscilaban entre los de un experto en moda y los de un jurado de una muestra equina o de un comentarista taurino: "vea ese camión tan mal parado, los troques se parecen a los zapaticos que usa su mamá; y mire la carrocería de ese otro, parece una cartera abierta; y vea ese Dodge rojo, un carro avispado, pero muy cortico, no sirve para cargar ganado…". Para remate, a veces me decía con la voz quebrada: "a mí, hijueputa, me salaron", mientras se rascaba la cabeza con fruición.
Sin embargo, casi tres meses después de haber vendido el camión azul, mi padre, por fin se atrevió a comprar un Dodge costeño. No es que en la costa colombiana se ensamble esta marca, sino que cuando los dueños no son muy conocidos entre los camioneros de la Feria los carros suelen etiquetarse por el sitio de donde provienen; y a la Feria de Ganados llegan muchos camiones de la costa norte, sobre todo de Córdoba y Sucre, y también de Santander, pues en ocasiones los precios del ganado en Medellín superan los de esas zonas. Lo cierto es que ese camión marca Dodge, motor diésel, modelo 80, de color blanco y carrocería de estacas en tono gris, duró tres días en la casa. Mi padre lo devolvió a su anterior dueño cuando todavía no se habían diligenciado los papeles, aunque esto le significó pagar una multa por incumplir con el acuerdo de compraventa, que ya se había cerrado. Según él, ese carro no se dejaba limpiar. Todavía recuerdo lo enojado que entró a la casa después de haber ido con mi hermano a ensayarlo durante un corto viaje. Lo vi pasar por el lavadero, aventar el dulceabrigo y sentarse en la cocina con la cabeza entre las manos; y de pronto, mientras se tomaba la tercera de las ocho tazas de café que se bebe en el día, comenzó con uno de sus inapelables monólogos teatrales: "ustedes creen que es güevonada mía, pero ese carro no se deja limpiar. En el Ford, yo me apoyaba en un guardabarro o en el estribo, y desde ahí llegaba hasta el techo o a toda la tapa; pero este parece una puta lata de sardinas. Y además, ese hijueputa tiene el motor en la cabina; uno lo prende y ahí mismo se vuelve un horno. Ese carro no tiene nobleza; ahora mismo lo voy a devolver, así pierda plata".
Así las cosas, el carro regresó a su anterior dueño y mi padre quedó otra vez mirando para el techo; o peor, con la cabeza en el techo, pues ese mismo procedimiento lo repitió con otro par de carros. Los ensayaba, cerraba el negocio, y por la noche se transformaba en un adolescente que da vueltas al teléfono mientras piensa qué va a decir cuando repique el aparato; en este caso era cómo decirles al ilusionado vendedor y, sobre todo, al desesperado comisionista, que ya no habría venta. Hasta que previo monólogo, otra vez inapelable, nos informó a todos que recuperaría su viejo camión.
Pero este había sido transformado en un planchón, es decir, le habían quitado gran parte de la carrocería, pues su nuevo destino consistía en movilizar materiales y varillas para la construcción. El reencuentro fue sumamente doloroso para mi viejo, a tal punto que sus palabras, "al carro lo destruyeron", nos hicieron pensar a todos en un accidente definitivo; aunque luego agregaría, para mayor confusión nuestra: "lo motilaron como un gamín; no le dejaron sino el piso de la carrocería". Pero como no hay mal que dure cinco meses, apareció un camión modelo 71, marca Dodge, que, según mi padre, nunca lograría borrar la imagen del viejo Ford azul. Hoy, cuando también hace parte del pasado familiar y yo hago de escribano en esta historia, debo agregar que ese carro amarillo, con carrocería de estacas en tono blanco-hueso y motor diésel, llevó con mucha más solvencia de la que todos en la casa esperábamos las implicaciones de ser "el camión de la familia". Lo hizo durante casi doce años, pues apenas en julio de 2009 los rumores de una modernización en el transporte público colombiano precipitaron su partida.
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No es común que mi padre llegue a las diez de la mañana a la Feria de Ganados, y eso lo percibieron muchas de las personas con las que nos cruzamos aquel día; poco hizo falta para que yo le sugiriera colgarse un letrero que explicara que venía del taller, según la frase que más usó, y me presentara como su hijo menor, "el estudiado". Yo lo seguía, mientras intentaba rememorar esas pocas veces que lo había acompañado por esos mismos corredores, cuando todavía era un estudiante de colegio.
Aunque él y mi hermano llevan trabajando juntos casi dos décadas, mi padre aún no le suelta la negociación de los viajes –o a mi hermano no le interesa apropiarse del trabajo, no lo sé–, así que es él quien se adentra en la Feria, mientras mi hermano se queda en el camión, dedicado a alguna labor de mecánica preventiva, uno de sus pasatiempos favoritos. De modo que mientras mi padre cobra algún dinero que le adeudan por uno de los viajes, o se las arregla para que los comisionistas de ganado o los demás choferes se enteren de que está libre, sin trabajo a la vista, mi hermano tensiona los frenos o limpia los contactos de la batería, hasta que unos minutos después, unas horas más tarde o al finalizar el día, vuelven a encontrarse en los pasillos de la Feria.
Mientras acompañaba a mi padre en su recorrido matutino, trataba de recordar los apellidos de algunos de esos choferes que, al igual que yo, se esforzaban por evocar alguna escena que certificara que nos conocíamos de antes: "Romero, ¿éste era el mariquita que te ponía tanto problema para comer en carretera?", o "Muy bien hecho, mijo, ¡siquiera no le gustaron los camiones!, estos hijueputas son un cáncer, o si no vea a su papá, ¡todos esos años aquí y no engorda!". Esos eran los dos estilos de comentarios más recurrentes, que ellos soltaban a modo de tarjeta de invitación para que yo pudiera repetir el ritual de la infancia: oír sus desordenadas conversaciones mientras bebía una gaseosa a cuentagotas y veía cómo se nos iban las horas de cafetería en cafetería, de gaseosa en gaseosa. Porque mientras los ganaderos –la otra población numerosa en la Feria– suelen conversar o negociar sentados, al ritmo de unas copas o de un café, los camioneros no se aguantan mucho tiempo con las posaderas en una silla, y, si bien suelen reunirse en pequeños grupos para compartir un tinto o una gaseosa, siempre hay uno que desarma el grupo al llevarse a otro o a otros dos bajo el pretexto de contarles algo de gran importancia, lo cual provoca la burla de los demás.
Los grupos de camioneros se caracterizan por comportarse con el desparpajo de una barra de jóvenes de esquina, pues conversan en voz alta, emplean palabras y gestos de grueso calibre, y, sobre todo, apoyan casi siempre uno de los pies sobre la pared, un ademán capaz de rejuvenecer incluso a mi padre, que a sus 81 años lleva veinte, treinta, cuarenta o más años que sus compañeros consagrado a la rutina de ir semanalmente a la Feria de Ganados y salir desde allí hacia cualquier lugar, para regresar en todo caso a esos mismos pasillos, a esas mismas sillas, a esas mismas barandas.
Recostados sobre la cerca de tubos de hierro que demarca uno de los corrales, dos choferes conversan acerca de las bondades de una marca de llantas; a su lado, otros definen el ranking de los mejores mecánicos eléctricos de la ciudad; al frente, otros despotrican de los honorarios que recibieron por el último viaje; y veinte metros más allá, otro corrillo se renueva cada tanto, mientras uno de ellos recrea su última borrachera en el mejor bar de Barrio Triste, adonde todos van en busca de repuestos. En todos estos corrillos mi padre es recibido como una verdadera autoridad, una suerte de "vaca sagrada", menos en el que se discute sobre mujeres, a tal punto que, al verlo llegar, le dicen: "esto no es pa vos, Marianito". (Lo llaman así porque tiene cierto parecido físico con el santo colombiano).
Cuando le pregunté por las "mujeres de la carretera", me dijo, sin más, que esa es la mayor "deshonestidad" que existe, aunque me contó que había aprendido a manejar gracias a las putas. Muy confundido, empecé a imaginar a la mujer que lo animó a meter por primera vez los cambios de quién sabe qué viejo camión cuando apenas había dejado de ser un soldado, en 1956. Entonces me aclaró: "yo había comprado un Ford 51; pero como no sabía manejar muy bien, le tenía un chofer, Gutiérrez. Yo tenía pase, porque en esa época era fácil chanchullarlo, y al güevón ese le dio por quedarse tomando aguardiente con unas vagabundas en Puerto Valdivia. Más aburrido que el putas, me puse a apretarle los pernos a las ruedas delanteras, y en esas pasó Vacará, un compañero del ejército, y le conté todo. Él me dijo que me fuera detrás de su camión, y hasta ese día duró Gutiérrez. En esa época todo el mundo me tenía que ayudar a reversar en las fincas y en la Feria; hasta su mamá me llegó a avisar, para salir de la casa; pero ahí aprendí que las cosas de uno las maneja uno, y si no se puede, hay que dejarlas".
Esta crónica es tomada del primer capítulo del libro Vidas de feria que publicará próximamente la editorial de la Universidad Eafit. Hace un año, este mismo trabajo de Juangui Romero Toro, ganó la novena convocatoria de las Becas de Creación Artística de la Alcaldía de Medellín en la categoría de periodismo narrativo.