Creo que era una noche de febrero, a pocas cuadras de mi casa. Desde unos tacos altísimos un par de ojos muy delineados me atravesaron con absoluto descaro. La calle estaba vacía, salvo por nosotros dos.
–Hola papi, vení conmigo –dijo. Yo sonreí algo nervioso y seguí mi camino.
Pocos días después me pareció verla de nuevo. Fue en la verdulería. Sin el maquillaje era difícil reconocerla, pero su voz era muy parecida a la que me había hablado aquella noche. En los meses que siguieron los encuentros se multiplicaron. No solo con ella, sino con muchas de las travestis que caminaban por mi barrio. Las veía siempre en grupos de tres o cuatro, a veces muy arregladas y otras veces más de entrecasa, pero siempre cargadas de una inquietante aura sexual.
Un día, buscando un local de comidas árabes que me habían recomendado, me acerqué a pedirle ayuda a una mujer que estaba parada en una esquina junto a sus dos perros. La mujer resultó ser Zoe, una travesti que no conocía el local de los árabes pero que me dio muchas otras respuestas. Fue en la intersección de Aráoz y Jufré, en Villa Crespo, un barrio de Buenos Aires que hace algunos años las inmobiliarias comenzaron a llamar Palermo Queens, y en el que hoy conviven caros peaches remodelados, restaurantes vegetarianos de moda, locales de lanas y algunas casas usurpadas. Ahí, a veinte metros de esa esquina donde por primera vez hablé con Zoe, está el Hotel Gondolín, un edificio de cuatro pisos, de fachada turquesa y una pequeña puerta de metal, donde viven cerca de setenta travestis.
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Veinte años atrás el Gondolín era un tranquilo hotel familiar. Había un dueño, precios económicos, algunas familias y varias travestis. Con el tiempo, el dueño del hotel vio que las chicas eran un mejor negocio: estaban dispuestas a pagar más y no se atrasaban con el alquiler. Entonces decidió echar a las familias y quedarse solo con las travestis, sin imaginarse que pronto se quedaría sin nada, y que ellas, organizadas como una gran familia, serían las nuevas dueñas del hotel.
Zoe me contó esto aquella vez que la vi con sus perros. También me contó que es salteña, que tiene 38 años y que hace 16 vive en el hotel. Zoe es morocha, tiene el pelo largo con rulos y comenzó a vestirse de mujer a los catorce años.
Tras esa primera conversación quise saber más acerca de ella y del hotel. El Gondolín se me antojó un lugar mítico del barrio y comencé a frecuentar esa cuadra. Fueron muchas las veces que golpee la puerta de metal esperando que me atendieran y terminé por familiarizarme con algunas de sus residentes. El hotel no tiene timbre pero siempre hay alguien que sale o que entra. Finalmente hoy, en una noche muy fría, Zoe me invita a pasar.
Cruzamos la puerta y un pasillo nos lleva hasta un pequeño patio interno con una mesa y una escalera que sube hacia un segundo piso. Varias travestis toman mate y conversan. Me saludan y me miran de arriba a abajo. Adentro del Gondolín todo es violeta.
Zoe es la séptima de nueve hermanos. Su padre, separado de su madre desde hace muchos años, es puestero en un campo y está siempre vestido de gaucho, con bombachas, sombrero y cuchillo en la cintura. La última vez que Zoe fue a visitarlo tuvo que andar una hora y media a caballo. Cuando decidió mudarse a Buenos Aires, Zoe tenía apenas dieciséis años. Su madre intentó convencerla de que se quedara en Salta con ella. Le decía que la vida en Buenos Aires era difícil, pero igual ella sacó un pasaje de ómnibus para la capital. A las pocas horas de viaje, cuando llegó a Tucumán, se bajó del ómnibus y volvió a la casa de su madre. Recién dos años más tarde se animó a mudarse definitivamente a Buenos Aires.
–Ahí ya estaba más decidida, ya quería tener tetas, todo. Tenía el pelo largo y me vestía como una mujer – dice, sentada sobre su cama con las piernas cruzadas.
Su habitación tiene una ventana que da a la calle. La persiana está baja. Hay una cama de dos plazas, un televisor encendido, una heladera, un armario grande y un par de sillas y sillones. Debajo de uno de los sillones hay un tacho con cera para depilación. De una de las paredes cuelga un espejo y de otra un cuadro en el que se ve un castillo en la punta de una montaña, como los de los cuentos de hadas.
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La mayoría de las travestis comienzan a reconocerse a sí mismas en su adolescencia. En muchos casos, sus familias no aceptan los cambios y las echan de sus hogares. Buenos Aires recibe cada año a cientos de travestis del interior del país que deciden buscar una vida con más oportunidades. El Gondolín es uno de los puntos de encuentro en la capital para muchas travestis provenientes de las provincias del Norte, sobre todo de Salta y Jujuy. Llegan muy jóvenes, casi sin dinero y con apenas unas pocas convicciones. Acá no les resulta fácil ganarse la vida, y la primera alternativa casi siempre es la prostitución. Zoe no fue la excepción, aunque había comenzado a ejercer el oficio antes de llegar a la capital. En Salta Zoe cursó hasta el primer año de secundaria y después empezó a estudiar mecánica dental en un instituto nocturno. Cuando volvía del instituto a su casa tenía que pasar sí o sí por la zona roja salteña.
–Pasé una vez, pasé otra vez… la tercera vez me paró un tipo, me pagó y me gustó. Y así empecé a ir, aunque no tenía necesidad. Era como un juego. Pero cuando me tomé en serio la prostitución fue cuando llegué a Buenos Aires, porque acá tenía que comer, tenía que pagarme el hotel, pagarle a la policía, la ropa, todo.
Zoe llegó a Buenos Aires en 1994, y en el 96, por medio de unas travestis rosarinas que conoció en la calle Godoy Cruz, fue a parar al Gondolín. Entonces tenía poco más de veinte años. Su adaptación no fue fácil e incluyó unos cuantos pasos por el calabozo. La calle Godoy Cruz, en Palermo, donde Zoe buscaba a sus clientes, era una de las zonas rojas más concurridas de la ciudad. Pero para poder trabajar primero debía pagar un derecho de piso. Según recuerda, estuvo mucho tiempo entrando y saliendo de las comisarías porteñas. La retenían durante veinticuatro horas, pagaba una multa de quince pesos y la dejaban salir. Al día siguiente, la misma secuencia. Hasta que un día, cansada, Zoe habló con el policía jefe de calle y él le dio dos opciones: pedía un recurso de amparo o pasaba todos los días a las seis de la mañana por la comisaría a pagar un "arreglo" de cincuenta pesos.
–Hice lo más fácil, rápido y seguro: el arreglo.
En esa época eran pocos los hoteles en Buenos Aires que alojaban a las travestis, y los que las recibían se aprovechaban de ellas. Era lo que pasaba en el Gondolín. Los baños y las cocinas estaban muy sucios, no había luz en los pasillos y las camas estaban rotas. Además, el dueño del lugar no tenía las habilitaciones en regla, tenía deudas con la dirección de rentas de la ciudad y cobraba un alquiler cada vez más caro. Fue entonces cuando un grupo de travestis que habitaba el hotel denunció al dueño en la municipalidad. Finalmente, en el año 99 hubo un allanamiento y el lugar quedó clausurado, pero no pudieron desalojar a sus inquilinas. Zoe me explica que no se trató de una usurpación, porque ellas ya vivían ahí y hasta figuraban en el libro de actas del hotel que quedó incautado en alguna comisaría. "Es el primer hotel del mundo ocupado pacíficamente por chicas travestis", dice Zoe.
Desde el patio llegan gritos y alguien toca la puerta de la habitación. Zoe abre y una cabeza rubia teñida se asoma. Es Carolina, una travesti jujeña de veinte años que llegó hace varios meses al hotel. Viene a traerle a Zoe un plato de comida y de paso quiere saber con quién está, pero Zoe agarra el plato y cierra rápido la puerta.
–Carolina es sobrina mía y es hija de Cristal, una jujeña que está acá hace mucho –dice.
En "el Gondo", como llaman al hotel cariñosamente sus habitantes, las travestis se organizan en una suerte de núcleo familiar. Todas tienen alguna hermana, prima, tía o madre. Algo típico de la cultura travesti. De esta manera las más jóvenes tienen un respaldo a la hora de pararse a trabajar en la zona roja. Decir que son hijas de Zoe o de Cristal, o que viven en el Gondolín, les facilita el respeto de las demás prostitutas.
Zoe y Cristal son de las pocas travestis que quedan en el hotel desde los años de la ocupación. Pero en el medio pasaron muchas cosas.
–En aquella época empezó a haber mucho descontrol acá. Se vendía merca, pasta base, trabajábamos en esta misma cuadra, entrábamos con clientes...
El hotel era muy diferente a lo que es ahora. Zoe fue solo una más de las travestis que quedaron atrapadas por la pasta base. Tener la droga dentro del hotel era una tentación muy peligrosa que llevó a muchas a una dependencia casi absoluta. Llegó a estar muchos días tirada en un colchón en el piso, con el cuarto vacío, fumando.
Mientras conversamos, yo estoy sentado en una silla frente a Zoe y un olor a perro flota en la habitación. A mi lado, en un sillón, descansa el Bebé, uno negro sin raza que ya tiene quince años y fue un regalo de Osvaldo, la ex pareja de Zoe, con quien ella convivió durante más de doce años en esta habitación.
Se conocieron en la Godoy Cruz. Según su descripción, era un pibe de la calle que hacía changas y se la rebuscaba.
Osvaldo también quedó atrapado por la pasta base, pero mientras que ella supo rescatarse a tiempo, él no lo logró. Un día Osvaldo fue a comprar droga y cayó preso. Entonces las cosas se complicaron en serio. Además de su adicción, Osvaldo estaba enfermo de VIH. En la cárcel no recibía los medicamentos que necesitaba ni una atención médica adecuada. Osvaldo terminó internado en un pabellón del Hospital Muñiz, donde contrajo tuberculosis y murió hace algo más de tres años. El Bebé es lo único que le quedó de aquel compañero.
–Esta perra tiene más derechos que todos estos putos que viven acá –me dice.
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Varias semanas después, un viernes a la tarde, vuelvo a pasar por la puerta del Gondolín y me encuentro con Zoe. Cambió los rulos por el cabello lacio. Me invita a pasar. Esta vez hay más movimiento y no estamos solos en su habitación. Hay dos chicas sentadas en la cama mirando la televisión. Una de ellas es Carolina, la jujeña rubia hija de Cristal. Mientras destapamos una cerveza le pregunto cómo llegó ahí.
–Mi familia es un caos, ya no aguantaba más y mamá no tengo, así que antes de seguir viviendo entre peleas preferí irme..
Tiene 19 años y seis hermanos, llegó a Buenos Aires el año pasado, acompañada por dos amigas travestis. Sus ojos son grandes y redondos, y lleva un top diminuto que deja asomar los bordes de sus pezones. Cuando estaba en la escuela secundaria, Carolina ya se vestía como una mujer y la directora le hizo varias actas por eso. Al poco tiempo de llegar a la capital se implantó los pechos de silicona que le costaron 7.200 pesos en una clínica de Palermo. Me cuenta que hasta hace poco vivió en una casa donde tenía su propia habitación.
–Ahí hacía lo que quería, podía ir con clientes y quedarme toda la noche, pero después empecé a ver las cosas de otra manera. Me sentía sola y al final me vine para el Gondolín. Estoy acostumbrada a vivir con muchas personas.
Atrás suyo, recostada en la cama, está Agostina, una salteña que vino a Buenos Aires hace cuatro años, cuando acababa de cumplir quince. Es fina, delicada, y habla poco. Su cabello es lacio con reflejos rubios. Dice que en la calle pasa desapercibida, que nadie se da cuenta de que es travesti.
Afuera se escuchan los motores de los taxis que vienen a buscar a algún grupo de travestis para llevarlas a los bosques de Palermo, la zona roja más popular de Buenos Aires. Salen con tacos, minifaldas, pelucas y mucho maquillaje. Carolina dice que ella a los bosques va muy de vez en cuando, prefiere trabajar en la calle Godoy Cruz.
–Allá hay mucho quilombo, te hacen de todo. A mí una vez, un día de lluvia a las seis de la mañana, un cliente me robó todo –cuenta.
Esta vez, además del Bebé, en la habitación también está Messi, el otro perro de Zoe. Messi es más pequeño y movedizo, y fue un regalo de Andrea, la actual encargada, una suerte de jefa del Gondolín. Andrea es salteña y llegó al hotel de la mano de Zoe en el momento de máxima decadencia del edificio, hace unos ocho años. Su figura fue clave para generar un cambio. El hotel necesitaba a alguien que tuviera autoridad y que se ganara el respeto de todas sus habitantes. El primer paso fue echar a la gente que vendía droga y establecer una serie de normas de convivencia. Ya no se podía trabajar en las cuadras del barrio y mucho menos hacer entrar a los clientes al hotel; eso fue fundamental para mejorar la relación de las travestis con los vecinos. Además, se acordó una tarifa mensual para comenzar a mantener el edificio en buenas condiciones, se pagaron las deudas y se restablecieron formalmente los servicios de luz, gas, agua y cloacas.
El Gondolín funciona hoy como una Asociación Civil. El hotel tiene cuatro pisos, tres cocinas, tres baños y quince o veinte habitaciones. En cada habitación hay dos literas, y las travestis más jóvenes se acomodan en ellas mientras se adaptan a la gran ciudad. Si no tienen dinero se les da un tiempo de gracia para que aprendan a trabajar y junten lo suficiente para el alquiler. Además, se reparten preservativos y se brinda información para la prevención de enfermedades. Zoe cuenta que ella trabajó durante un tiempo acompañando a grupos de travestis más jóvenes a los hospitales para que se hicieran análisis. El problema de salud más común entre ellas –explica– son las infecciones en los pulmones, porque se pasan noches enteras trabajando desnudas en los bosques, muchas veces soportando temperaturas bajo cero.
–Es que los clientes te quieren ver en bola. Si estás tapada no te comen.
La conversación se interrumpe porque un hombre se para en la puerta de la habitación. Es Leo, un vendedor ambulante que desde hace muchos años pasa semanalmente por el Gondolín vendiendo lencería. Hoy viene a cobrar: las chicas siempre están en deuda con Leo.
–¡Todos los días vienen! ¿Qué se creen ustedes? ¿Que cagamos la plata? –le dice Carolina. Es una escena que se repite cada vez que llega un vendedor.
Finalmente Carolina saca unos billetes de su escote y paga lo que debe. Despacha al vendedor y dice que en el verano se va a ir a Jujuy a hacer el trámite para el documento, y que de paso va a carnavalear un poco. Las jujeñas y las salteñas discuten sobre quién tiene los mejores carnavales. Mientras hablamos, el Bebé está sentado a mi lado y Messi entra y sale de la habitación. Zoe se maquilla frente al espejo. Milagros está inquieta, excitada, organizando algo para la noche que se aproxima.
Salimos. Los árboles de la cuadra fueron podados pero ya muestran sus primeros retoños. Antes de irme me quedo conversando un rato más con Zoe en la vereda. Dice que ella ya no se dedica a la prostitución. O mejor dicho, ya no lo hace de la misma manera que antes. Hace ya varios años dejó de salir a buscar clientes, pero a veces los clientes la encuentran a ella.
–En Buenos Aires no necesitas una zona roja, porque salís a comprar el pan y "pim", pasa un cliente.
Por alguna razón, cuando dejó de buscar clientes también decidió implantarse pechos de silicona, para lo cual viajó a Brasil. Antes de eso usaba unas prótesis del mismo material que se podían poner y sacar todos los días. Ahora Zoe tiene otras maneras de ganar dinero. Al lado de la casa de su madre, en Salta, tiene un terreno en el que construyó tres habitaciones pequeñas que alquila a travestis salteñas. También gana algunos pesos haciendo favores y préstamos dentro del hotel. Muchas veces le presta dinero a alguna travesti más chica para que se haga una operación y cobra una alta tasa de interés, jugando a ser banco. También cobra por prestar sus zapatos, sus vestidos, su perfume y sus esmaltes. "Nada es gratis", me dice.
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Algunas horas más tarde, bien entrada la noche, volveré a pasar por la puerta del Gondolín. Zoe habrá tomado mucho alcohol y unas rayas de cocaína, y me observará con ojos desenfocados para contarme que está por vestirse bien puta y salir para los bosques de Palermo con sus compañeras. No quiere quedarse sola en el hotel. Me cruzaré con Milagros, que me mirará de reojo como si no me conociera. Estará irreconocible, con el cabello brillante atado en un extraño rodete y unos pantalones ajustadísimos que harán ver su culo como una manzana. Caminará una cuadra y buscará clientes sobre la avenida Scalabrini Ortiz. No tardará mucho en subirse a un Fiat negro. Los perros estarán durmiendo en el cuarto de Zoe, y Carolina y Agostina ya estarán paradas semidesnudas en alguna esquina de Buenos Aires. Seguramente me las volveré a encontrar muy pronto.