En mi casa, antes que la Madre Laura, fue famosa la Madre Cecilia; y lo es todavía: se trata de mi tía paterna –mi única familiar directa en esa rama podada–, misionera octogenaria tan audaz e indoblegable como todas las de su clase. De no mediar los solemnes festejos por la canonización de su antigua superiora –así como cierto consejo médico– mi tía estaría ahora mismo enseñando el catecismo a los makunas y yukunas de La Pedrera, agobiada por el calor y las boas de la selva amazónica. No cabe duda de que las misiones religiosas son el destino natural de los obstinados.
Gracias a mi tía, Laura Montoya Upegui es vieja conocida de mi casa, y, en consecuencia, la noticia de su llegada a los altares fue tomada como el anuncio de que una abuela se ganaba el Premio Nobel o, al menos, el premio gordo de la Lotería de Medellín. El estreno de mi uso de razón está ligado a las estadías de mi tía –La Tía, para ser más exactos– en Bogotá y Ecuador, desde donde llegaba todos los diciembres con la maleta llena de chécheres, regalos y misteriosas "encomiendas". A un lado de nuestras chocolatinas y galletas exóticas aparecían las revistas y estampas con la efigie de la Madre Laura, ya se tratara del retrato en que, todavía muy joven –de hecho, muy bella–, mira hacia su izquierda con un gesto tan humilde como imponente, tocada en el pecho con la florida "M" de la Congregación de Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena; o de ese otro dibujo en que, vieja y mofletuda, está dirigida hacia la diestra mientras sostiene una pluma, sentada a un escritorio con visos de reclinatorio. A propósito de dicho gesto literario, no está de más anotar que de las maletas de La Tía surgían frecuentemente los libros de la monja escritora, sobre todo las Cartas misionales y La aventura misional en Dabeiba. Un capricho del destino ha hecho que yo asocie esas obras pías con los cuentos de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada de García Márquez, que por entonces leía mi hermana mayor en cumplimiento de una tarea colegial.
La Tía conoció a la Madre Laura el 15 de diciembre de 1946, según se lo recuerda su proverbial memoria, afilada como la de un compositor sordomudo. Pero entonces la hermana de mi padre era solamente eso, hermana de mi padre –aunque cabe advertir que para entonces mi padre no era mi padre–, y apenas se aprestaba a iniciar la devota carrera que la convertiría en "Madre": tenía 13 años, y había ido al convento de Belencito en vísperas de una especie de reclutamiento espiritual que la llevaría, al día siguiente, a la Escuela Apostólica que las monjas tenían en el municipio de Granada. Mientras La Tía recorría el convento bajo la tutela de la hermana Margarita Ochoa, apareció, en un cruce de pasillos, la venerable matrona. La llevaban en silla de ruedas, para que sus hondas cavilaciones no tuvieran que distraerse con las profanas lidias de un cuerpo achacoso. La hermana priora presentó la niña a la superiora, y esta, tras palmearle la mejilla, le dijo: "Sea juiciosa, mijita". La Tía supo inmediatamente que su vida se partía en dos: había sido tocada por una escogida. Pero lo sintió porque Laura Montoya lo irradiaba, y no porque, por obra de alguna impensada cabriola de su memoria borgiana, La Tía hubiera sabido que un Papa latinoamericano la iba a declarar santa 67 años más tarde.
Con el barullo de la canonización quise hurgar más a fondo en la memoria de La Tía y le pregunté por los últimos días de la Madre Laura. A pesar de que esos fueron días grises, los recordaba entre sonrisas: tanta es su conciencia de haberse cruzado con el carro de la historia. Con toda generosidad me descorrió el velo de una escena que pertenece a la intimidad de la congregación (generosidad que, acaso, algo tiene de agradecimiento por el hecho –sabe Dios si intencionado o casual– de que puse el nombre de Laura a mi primogénita), y me contó lo que vio las veces en que, como novicias, ella y sus compañeras fueron llevadas ante la cama de la Madre agonizante para que elevaran preces por su próximo descanso. La Tía narra que la Madre Laura, presa del delirio de la meningitis, alzaba los brazos al cielo con visible desespero, dejando ver que la agobiaba un dolor infinito, pero, al mismo tiempo, dando a entender que algo se vislumbraba en las alturas. Cuando se produjo el deceso, La Tía fue comisionada para tocar las campanas a rebato y anunciar la mala nueva a Medellín. La muerte de la iluminada conmovió a la ciudad, y la iglesia del convento de Belencito se abarrotó con motivo de las honras fúnebres, presididas por el Arzobispo de Medellín.
La Tía ha vivido un lustro más de lo que pudo la Madre Laura. Y, como la de ella, su vida es una suma de esfuerzos y milagros; por supuesto, los de mi parienta no han gozado del reconocimiento de la opinión pública y, mucho menos, del Vaticano: conocer y compartir los rincones en que anida la pobreza de Colombia; radicarse en los confines del mundo, entre mosquitos y humedades, para enseñar un catecismo que acaso pocos entienden, y trabajar de sol a sol todos los días del año, sin el aliciente de los festivos, las primas y las vacaciones remuneradas que hacen la dicha de los asalariados; inclusive, quizá no sea un prodigio menor tener que soportar –porque la vida es irónica– que un sobrino le haya salido antropólogo y, por fuerza, descreído. El monumento de sus inminentes ochenta años, sumado al miedo de perderla, me hizo soñar con ella una noche perdida de hace dos o tres semanas. Las caprichosas asociaciones de la memoria quisieron que un cuento de Gabo, La viuda de Montiel, fuera el eje narrativo del sueño. Por eso, en la última escena –a un segundo de que la alarma de las cinco me sacara de la visión– La Tía está en un solar tupido de plantas amazónicas, mientras la Madre Laura, vestida con una sábana blanca y con un peine apoyado en el regazo –como la Mamá Grande del cuento–, está sentada muy cerca. La Tía pregunta: "¿Cuándo me voy a morir?". La santa dice: "Cuando te empiece el cansancio del brazo".