El Pontiac 48, un automático blanco y azul, tenía mi edad: diecinueve años. Recién salida del Marymount, y estudiando arquitectura en la Nacional, supongo que yo era una mezcla algo extraña: bohemia y abstemia a la vez, estrenaba un amor todavía impublicable pero conocido, patrocinado y ocultado por los más amigos, y estaba abierta a todo lo nuevo que pudiera traer la vida, como recorrer la ciudad a medianoche buscando tangos insospechados en lugares sospechosos.
Sin licencia para conducir ni intenciones de aprender a hacerlo, resulté de pronto, una noche en la que no había nadie lo suficientemente sobrio como para manejar el Pontiac, elegida por Óscar Hernández, el poeta dueño del carro, como conductora oficial; ante la negativa de mis ojos aterrados –no sabía manejar, no conocía la ciudad ni el lugar donde estábamos, no sabía para dónde íbamos–, me entregó las llaves tranquilamente diciendo: "si sos capaz de manejar al 'Viejo', sos capaz de manejar cualquier cosa. Además, el Pontiac es automático".
Con esa prueba de confianza absoluta no pude más que coger las llaves, prender el carro y arrancar rumbo a Sabaneta, siguiendo las indicaciones confusas de Byron, nuestro otro cómplice nocturno, intérprete de las todavía más enredadas señales de Óscar.
'El Viejo' era Manuel, el mismo Manuel Mejía que después sería el papá de mis cuatro hijos, a quien recogíamos más tarde después de que cumplía sus compromisos con la novia oficial. Mientras tanto, el trío que conformábamos Byron, Óscar y la susodicha, 'Papusa', como me llamaban Óscar y Manuel medio en serio medio en broma, –"che Papusa, oí…"–, visitábamos a Enrique Restrepo en la Prendería La Confianza, o recorríamos de punta a punta el valle en el Pontiac buscando algún tango perdido. Óscar y Enrique se los sabían todos. Byron y yo empacábamos las guitarras y el cuadernito de canciones para copiar las letras y los tonos. Hoy basta con sacar el IPod, el IPhone, buscar en Youtube, etc., pero en ese entonces teníamos que hacer toda una labor detectivesca para averiguar quién tenía tal o cual grabación, y volver a comenzar si de pronto era una pista falsa.
La ventaja con Óscar y Enrique era que no solo se sabían todos los tangos sino también dónde se podían oír en cualquier rincón del Valle de Aburrá; además, recitaban de memoria la lista completa de las versiones, las orquestas, los autores, los cantantes, y la historia de cada tango. Cada mujer era un tango, cada recuerdo también.
Había lugares obligados en la ronda del Pontiac: la gasolinera cercana a la Universidad de Antioquia para tanquear y oír en la rocola "de cada amor que tuve tengo heridas", si era la tristeza el ánimo de la noche; si el caso era de hambre, la carne asada de Lovaina era la mejor de Medellín y allá se podía oír "che madame que parlás en francés"; un cafecito de mala muerte a la entrada de La Estrella, "caballero del ensueño tengo pluma por espada", otro donde no cabían más de tres mesitas en Sabaneta, el Jordán en Robledo; cada uno tenía su propio momento en la noche.
Óscar era –es– la inteligencia pura. Tenía un sentido del humor absurdo que mantenía al rojo vivo aun en las peores situaciones, y encontraba una salida para todo. Pero sabía que los finales raramente eran felices, había vivido demasiado. Tal vez por eso su tango campeón era Indiferencia. La desesperanza absoluta y sin remedio de ese tango me golpeó la primera vez que lo oí: "Algún día te vas a dar cuenta de que la vida es así", me dijo Óscar; casamos una pelea, pero todavía hoy, aunque cada vez que lo oigo casi lloro, me niego a creerlo: "Ilusión, hoy te busco y no estás, ilusión, no te puedo encontrar"… Oíamos Indiferencia donde estuviera, buscábamos Indiferencia en todas partes, Indiferencia se volvió el himno de las noches: "Y los años, pasando y pasando, me están reprochando porque no hice mal…"
Todavía sueño con el Pontiac. Volando sobre Medellín, una Medellín mezcla de lo que fue y lo que es hoy, Óscar canta mientras yo manejo y Byron mira por la ventanilla, atento y feliz. La última vez nos encontramos a Manuel conversando con Enrique Restrepo en la esquina de La Confianza. Tal vez sonaba Indiferencia, tal vez no. El Pontiac siguió su vuelo, imperturbable.