Habemus rey
Nico Verbeek. Ilustración: Cachorro
El pasado 30 de abril los holandeses estaban de fiesta. Celebraban, como todos los años, el tradicional Día de la Reina, pero este año el suceso tenía un toque especial. La reina se fue y vino el rey. La reina Beatriz, ya con 75 años a cuestas y 33 en el trono, decidió disfrutar de un merecido descanso y pasó el mando a su hijo mayor, el príncipe Guillermo Alejandro.
Este cambio de majestad trajo varias novedades. Por primera vez en 123 años el país tiene de nuevo un rey, luego de cuatro generaciones consecutivas de mujeres en el trono. También es la primera vez que una chica latinoamericana asume el papel de reina consorte. Son tiempos agitados para las casas reales de Europa, donde en el pasado los matrimonios eran cuidadosamente planeados por los jefes de las dinastías como un ajedrez de poder y amor donde los peones no podían coronar, pero hoy en día hasta plebeyas argentinas pueden llegar al trono.
Y hay que decir la verdad. La muchacha que se convirtió en Máxima de los Países Bajos cayó muy bien entre los súbditos de la Casa de Oranje-Nassau. Tal vez sin saberlo, Máxima cumplió una tarea importante y nada fácil: enderezar la vida de un joven aristócrata, hasta hace poco dudoso prospecto de rey de Holanda. En la época en que los dos se conocieron, a finales de los años noventa, el príncipe tenía una bien ganada fama de darse la gran vida y disfrutar de su juventud sin muchas complicaciones, en concordancia con la mejor tradición de ciertos aristócratas del pasado. La pareja se conoció en Nueva York, donde Máxima se desempeñaba como agente de inversiones en un banco, y se casaron en 2002.
Su mamá, la reina Beatriz, había mandado al joven desocupado a estudiar historia en la Universidad de Leiden, pero parece que le gustaban más la rumba y otras diversiones del ambiente estudiantil. Lo cierto es que nadie podía dar fe de que el futuro rey fuera un buen estudiante, y por alguna razón los voceros de la casa real nunca hicieron públicas las notas de sus exámenes. Lo que sí se sabe es que el hombre terminó con un diploma en sus manos, entonces algo debió haber hecho bien, o de pronto tenía buena rosca, una rosca real.
A menudo tengo que responder los cuestionamientos de mis amigos colombianos que se declaran sorprendidos al saber que Holanda, ese país tan progresista, tan democrático, tan libertino, tiene como cabeza de gobierno una reina o un rey, como si viviéramos en los oscuros años del Medioevo o del siglo XVII, cuando el rey Luis XIV, el llamado "Rey Sol", declaraba: "El Estado soy yo".
Sin embargo, estos son recuerdos de tiempos lejanos. En algunos países europeos la monarquía ha sobrevivido, pero el papel de los soberanos ha cambiado radicalmente. Muy lejos estamos de la época del "Rey Sol", y hoy en día la supervivencia de los monarcas depende del buen funcionamiento de la oficina de relaciones públicas de la casa real, y de cruzar los dedos y esperar que a ninguno de los vástagos se le ocurra meterse en algún escándalo erótico o financiero.
A la Casa Real de los Países Bajos le ha ido relativamente bien, si la comparamos con sus pares en Europa. Nada de escándalos sexuales como en Inglaterra, nada de problemas de imagen por cacerías desmesuradas como en España. Una explicación de este relativo éxito puede ser que desde 1890 los Países Bajos han tenido únicamente mujeres en el trono. El último rey, Guillermo III, pertenecía a otra estirpe de soberanos: era un señor que aún no se resignaba a su nuevo papel de monarca constitucional, y creía que podía gobernar como cualquier rey absolutista. Peleaba con sus ministros y trataba de mantener una influencia política que a finales del siglo XIX no era bien vista. Su personalidad tampoco ayudaba. La reina Victoria de Inglaterra lo llamó "patán maleducado", y sus aventuras extramatrimoniales llevaron al New York Times a considerarlo el monarca más decadente de la época.
Capítulo aparte merece su hija, la reina Guillermina, que ocupó la silla real de los Países Bajos durante más de cincuenta años, el reinado más largo de un monarca holandés. Es recordada sobre todo por su papel en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), durante la cual inspiró a la resistencia holandesa y se convirtió en una destacada líder del gobierno exiliado en Londres. El primer ministro inglés Winston Churchill la describió como "el único hombre de verdad en los gobiernos exiliados en Londres". Guillermina se llevaba bien con Churchill, otro pilar de esa guerra que definió el futuro del mundo en el siglo XX. Como Churchill, la reina confiaba más en la fuerza de las armas que en la de las palabras, y era enemiga de la política de apaciguamiento con la que algunos pretendían enfrentar los afanes expansionistas de Adolf Hitler. Por razones similares a Guillermina nunca le gustaron organizaciones internacionales como la Sociedad de Naciones y su sucesora, la ONU, que le parecía apenas una sigla inútil.
La hija de Guillermina, Juliana, quien asumió el trono en 1948, no heredó las capacidades mentales ni el liderazgo de su madre, pero ya no era tan importante: los tiempos habían cambiado y el poder real había disminuido. Pero su regencia no estuvo exenta de problemas. Las mayores crisis las causó su marido, el flamante y notorio príncipe Bernardo, un aristócrata alemán, quien al casarse con Juliana en 1937 probablemente se salvó de los tribunales de Núremberg, pues ya como esposo de la futura reina hizo parte de la causa aliada en contra de sus compatriotas. El nuevo bando familiar le ahorró una colección de horrores.
El matrimonio entre la reina y el príncipe atravesó épocas difíciles. Bernardo utilizaba muchos de sus viajes para celebrar fiestas y encuentros comprometedores en el exterior. Se le conocen por lo menos dos hijas ilegítimas, que no fueron confirmadas hasta después de su muerte en 2004.
El príncipe Bernardo era un personaje muy extrovertido, por decir lo menos. A menudo rompía el protocolo con comentarios políticamente incorrectos, como cualquier príncipe Carlos de Inglaterra. Sus hobbies e intereses estaban en la línea de los soberanos sin complejos de modernidad: la caza de grandes animales en África, los aviones de combate, los uniformes militares y las millonarias inversiones inmobiliarias.
El escándalo que casi acabó con la monarquía holandesa también fue obra de Bernardo. Los hechos ocurrieron en 1976, cuando se descubrió que el príncipe había aceptado un soborno de 1'100.000 dólares de la Lockheed Corporation, una empresa aeronáutica estadounidense, con el fin de que influyera en el gobierno holandés para la compra de aviones de combate F-104.
Bernardo negó todo, pero la prensa holandesa hizo eco del escándalo aportando pruebas contundentes; además, aprovechó para sacar a relucir sus pecados de juventud como miembro las SS nazi, sus numerosas aventuras extramatrimoniales y la compra de un lujoso apartamento en París para su amante francesa.
Por órdenes del primer ministro de la época, el socialista Joop den Uyl, se adelantó una investigación oficial sobre las actividades ilícitas de Bernardo, que confirmaron el pago de "comisiones" por incentivar la compra de los aviones de Lockheed. Sin embargo, el gobierno decidió dejarlo todo en un escándalo de prensa y no quiso iniciar un proceso judicial contra él, y así fue como un primer ministro socialista salvó a la monarquía.
La hija mayor de Juliana y Bernardo, la princesa Beatriz, asumió el trono en 1980, lo que llevó a serias trifulcas en Ámsterdam cuando okupas (personas que ilegalmente invaden y ocupan casas sin pagar arriendo) protestaron contra la coronación de la nueva reina y la de su esposo, el alemán Claus (Nicolás) von Amsberg, con quien Beatriz se había casado en 1966.
Sin embargo, la reina Beatriz demostró ser una soberana inteligente y eficaz, y logró ganarse el aprecio de sus súbditos por el estilo empresarial con que ha manejado los asuntos de Estado, y por su talento para meter en cintura a los hijos, sobrinos y nueras de la Casa Real, al sofocar en el origen cualquier amenaza de escándalo. A la reina no le faltaron talentos como gobernante, pero también debió soportar el recorte de sus funciones políticas. De hecho, el último pedazo de poder que tenía una reina en Holanda era su influencia directa en la formación de un nuevo gobierno, pues ella misma nombraba a la persona encargada de dirigir las negociaciones en el parlamento para elegir al primer ministro. Sin embargo, en la formación del último gobierno esa función le fue silenciosamente quitada por el parlamento.
Ese es el panorama que encuentra el rey Guillermo Alejandro. No tiene poderes políticos y se enfrenta al difícil reto de dar forma a una monarquía cada vez más ceremonial y simbólica. También carga con la maldición de los miembros masculinos de la Casa Real, quienes han demostrado ser una amenaza para la estabilidad de la monarquía. La personalidad y gustos que exhibió en su juventud recuerdan más a su abuelo Bernardo que a su padre, el príncipe Claus, quien trabajó toda su vida en causas benéficas y murió en 2002 a causa de una depresión aguda. Al nuevo rey, como a su abuelo Bernardo, le gustan los aviones (tiene certificado de piloto), los uniformes y cierto estilo de vida. Hace poco se vio involucrado en un escándalo por la compra de una casa de veraneo en Mozambique, uno de los países más pobres del mundo, y la opinión pública holandesa le obligó a dar marcha atrás.
Pero el nuevo rey tiene un gran "activo": su esposa, la reina consorte Máxima. Ella es, de lejos, la persona más popular de la monarquía. Y eso que la argentina no empezó con buen pie su vinculación a la casa Oranje-Nassau por causa de su padre Jorge Zorreguieta. Cuando se supo en Holanda que el futuro suegro había sido ministro durante el régimen dictatorial del general Rafael Videla las críticas abundaron. El tema fue solucionado de manera típicamente holandesa: el parlamento aceptó el matrimonio entre Guillermo Alejandro y Máxima, pero no permitió la presencia del suegro en la boda; tampoco fue invitado a las fiestas de coronación del pasado 30 de abril.
El rey Guillermo Alejandro sabe que el papel de la monarquía ha cambiado, que su poder es prácticamente virtual y que le toca ser Jefe de Estado de protocolo y símbolo de unidad nacional, no más. También sabe que sus súbditos lo están fiscalizando con lupa, y que un paso en falso podría significar el fin de la monarquía. Para probar eso solamente tiene que girar la mirada al sur, hacia su colega el rey Juan Carlos de España. Tal vez a causa de su avanzada edad este soberano no se ha dado cuenta de que los tiempos han cambiado y ya no puede matar elefantes en África como cualquier rico desocupado mientras las grandes mayorías de su país abrazan las causas ecológicas y atraviesan por una situación económica nada fácil.
Por fortuna a Guillermo Alejandro no le gusta la cacería.