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     Número 40 - Noviembre de 2012


ARTÍCULOS
Saudade de Medellín
Líderman Vásquez. Fotografía: Melitón Rodríguez.

Fotografía: Melitón Rodríguez

Cuando miramos el álbum familiar nos invade una suerte de saudade, una nostalgia placentera que le sienta bien al espíritu y que Antonio Tabucchi decía poder provocar voluntariamente caminando a ciertas horas de la tarde por las calles de su muy querida Lisboa. Nos resulta difícil reconocer en la adolescente de pantorrillas fuertes y gestos abiertamente coquetos a la abuela nonagenaria. El mundo que nos muestran los álbumes es el de los muertos, lo que fue y no volverá, incluso si aún estamos vivos y la foto es de hace solo tres años. Por eso de tarde en tarde, cuando quiero reconciliarme con la muerte, vivir la nostalgia del pasado, miro el álbum familiar.

Hace días cayó en mis manos un libro: Fotografía de arquitectura en Medellín, 1870-1960, de Luis Fernando Molina Londoño. Un libro fascinante que nos pone a caminar, una vez lo abrimos, por los senderos de la saudade, sentimiento que yo conocí cuando, después de muchos años, volví a leer los poemas de Mario Rivero, pero que nunca había sentido por una ciudad hasta el día en que desprevenidamente hojeé este libro. La primera foto, de 1893, es una panorámica de la pequeña villa tomada desde un sitio de Buenos Aires que inicialmente no pude ubicar, pero que al final, después de mucho cavilar, concluí debía estar por los lados del cerro El Salvador. Es un poblado rodeado de fincas, pantanos y bosques, cuya población no supera los cincuenta mil habitantes. Sobresalen las cúpulas de las iglesias, lo único que quedó de esa época, pues edificios como el Palacio Nacional, el Palacio Calibío, la Estación Medellín, y otros que sí se conservan, no hacían, todavía, parte del paisaje.

Para 1893 Medellín iba de la iglesia de San Benito a la iglesia de San Ignacio, y de la iglesia Metropolitana, todavía en construcción, hasta un poco más allá de la Torre Pilatos, que se demolió para construir, años después, el Palacio Nacional. Traspasando esos límites empezaba el mundo rural, los extensos cultivos de café, los pantanos, en fin, una vasta geografía en la que era posible que a veces aparecieran animales salvajes. La mayoría de las casas eran de la época colonial, de arquitectura sencilla, construidas en bareque, con amplias huertas en las que se cultivaba y se criaban gallinas y otros animales domésticos; casas que podían abarcar una cuadra entera, para dar albergue a la numerosa familia y a la igualmente numerosa servidumbre, como era la usanza en los tiempos de La Colonia. El ochenta por ciento de las personas eran analfabetas, supersticiosas, y todavía, con casi un siglo de vida republicana, de mentalidad medieval. Entre los pobres era común el amancebamiento. Los ricos, en cambio, buscaban el vínculo eterno del matrimonio, y la mañana que sucedía a la noche del himeneo se debía mostrar la mancha de sangre en la sábana. La honra de las mujeres, a media pulgada de distancia del ano, como diría Lichtenberg, era custodiada por padres y hermanos, quienes en caso de robo debían vengar el honor de la familia.

Los perros vivían en completa libertad, corriendo detrás de las mulas, las gallinas, los gatos, las perras en celo y cuanta cosa se moviera, de día o de noche. Más que mascotas eran guardianes de las casas en un mundo en el que todavía no había luz eléctrica, solo farolas de cebo que alumbraban las cuatro esquinas del Parque Berrío, y que en las noches de luna llena, por disposición gubernamental, no debían prenderse.

Había tanto perro en las calles que más de un vecino llegó a quejarse ante las autoridades porque el alboroto que armaban les impedía el sueño. A la salida de La Candelaria las castas esposas tenían que persignarse y mirar para otro lado, no porque hubieran visto a una puta, sino porque un perro arrastraba a una perra o porque otro acababa de despegarse y estaba como apaleado, con el sexo colgando cual fruto obsceno.

Al amanecer se escuchaba el vocerío de las mujeres que vendían rellena, dulces, natilla..., y que iban rumbo a la plaza de mercado de Guayaquil, recién inaugurada. Era una población heterogénea, constituida por blancos, mestizos, mulatos, negros, indios, y en la que no siempre el rico era blanco. Quizá esto se explica porque el negocio de la minería, origen de las grandes fortunas de la época, se aviene con la turbiedad de espíritu y la falta de escrúpulos que en sociedades con marcadas diferencias sociales se convierten, para quien las posee, en el combustible que los promociona socialmente.

Las calles empedradas, estrechas, en una población con servicios públicos precarios (recordemos que las casas no tenían baño) eran el punto de encuentro de los más diversos hedores, desde la mierda de perro, de cristiano, de buey, de cerdo, de caballo, de mula, hasta la catinga de la gente de todas las condiciones sociales. Mujeres del pueblo, con sus faldones largos de tela burda y grandes canastos sobre la cabeza, arrumbaban hacia la quebrada Santa Elena a lavar ropa, oficio con el que muchas conseguían el sustento. Casi todos y todas iban descalzos, pues el uso de zapatos era privativo de las clases altas. Éstas, en cambio, educadas en las costumbres francesas, vestían a la última moda, aunque con meses, y quizá años de retraso, debido a las grandes distancias que por esos años nos separaban del mundo civilizado. Desfilaban por el paseo La Playa con sus incómodas crinolinas que solo dejaban ver las manos, pero que exacerbaban la imaginación de los hombres, ya que bajo las acampanadas y rígidas faldas que tocaban el suelo, en vez de calzones llevaban enaguas. Esquivando una que otra deyección, con sus pasitos morigerados, castos, educados, al amparo de las sombras que prodigaban las grandes ceibas y escoltadas por el rumor de la quebrada, las mozas hacían lo de todos los días: ir a misa, visitar los negocios del Parque Berrío y desandar el camino rumbo a casa, siempre en compañía de sus progenitoras. Los enamorados debían conformarse con mirarlas desde lejos, pues el más mínimo contacto era escandaloso. No había sitios donde divertirse, y a ciertas horas de la noche algunas calles se llenaban de aparecidos y de cuanto ser sobrenatural podía crear la mente medieval. Dice don Tomas Carrasquilla que los mozos de buenas familias "disfrutaban del sol de la juventud (como única diversión) montando sus corceles, paseando por la quebrada arriba, amando en secreto y casándose en público…". No debió faltar la viuda que en las largas noches de 1893 dejara entreabierta la puerta del patio, o una ventana, para facilitar la entrada del amante que, embozado y ensombrerado, venía por lo suyo. Al día siguiente, revoloteando entre las crinolinas que iban quebrada abajo tumbando niños, crecía el rumor de que un hombre sin cabeza, el mismísimo diablo, había sido visto por los lados del puente Junín.

Tampoco debieron faltar las ñapangas, hijas del encomendero con las muchas indias que tenía a su servicio, que desde La Colonia parían hijos para surtir de servidumbre las casas principales. Además de sirvientas, eran barraganas de los señores e iniciadoras sexuales de sus hijos. A finales del siglo XIX las ñapangas (mestizas) trabajaban en las pulperías, en el servicio doméstico..., y no pocas en la prostitución. El hurto de un himen de ñapanga no creaba mayor escándalo en la sociedad ni conculcaba ningún honor, de modo que eran muy frecuentes las aventuras con estas mujeres, poseedoras de una sabiduría milenaria que las mozas de bien desconocían porque desde antes de nacer estaban consagradas a María, la jamás desflorada, la madre de Dios.

No obstante tanta mierda de perro, de buey y de cristiano en las calles, las casas de la villa eran limpias y las mujeres hacendosas, ocupadas en las faenas del hogar desde la madrugada hasta el anochecer, metidas en la cocina casi todo el tiempo, pendientes de que la sirvienta moliera el maíz y asara las arepas, porque a nadie se le había ocurrido la idea de asarlas para venderlas a los demás. Se comía seis veces al día, todo natural, producido sin fertilizantes, y los intestinos funcionaban a la perfección, intestinos de finales del siglo XIX. En ese mundo de grandes caserones de bareque y casas de adobe diseñadas por arquitectos de verdad, tenía su imperio el taburete, una silla rígida forrada en cuero de ganado vacuno que en las grandes mansiones decoradas al estilo europeo estaba al lado del sofá Alfonsino o de las butacas Luis XV o del piano.

En la foto se ve la pequeña ciudad como de soslayo y a todo el frente el cerro El Volador y las montañas donde todavía no están los populosos sectores de Robledo y Castilla. El Picacho, entre brumas, parece como una ola en la estribación que desciende vertiginosa hacia el valle. Todavía no están las grandes construcciones, de vida efímera, que si se hubieran respetado habrían hecho de esta ciudad un verdadero encanto para propios y extraños. La quebrada Santa Elena aún estaba abierta, y aunque para esos años de finales de siglo las lavanderas estaban siendo desterradas y buscaban sitios cada vez más alejados del centro, sus aguas eran limpias. El valle era un verdadero nido de aguas limpias.

A los viajeros que venían del norte, por los lados de donde hoy es el barrio Santa Cruz, y que alcanzaban a divisar solo las torres de las iglesias, aquello debió parecerles una pequeña parroquia abandonada en medio del bosque. Sin embargo, algo estaba sucediendo: como una muchacha en envero, cuyas caderas se expanden, pero que aún mira hacia atrás y no entiende la mirada turbia del seductor, Medellín no entiende todavía las palabras del amante salaz, el progreso, que terminará desvirgándola.UC