Desde hace más de seis años vivo partido en dos. Duermo y resido con mi familia en una zona muy cómoda y moderna de la calle 90 de Bogotá, y salgo de allí a pasar el día en una casa ya traqueada que construí en 1985 en el barrio Colinas de Suba al noroeste de la ciudad. Esta casa todavía contiene mi biblioteca y algunos cuadros que quiero mucho y hay en ella rastros de mi desorden de viejo ingeniero de la soledad. Allí también me siento casi todas las mañanas y buena parte de las tardes de la semana a escribir textos como éste. Escogí entonces como paisaje el que me ofrece el ventanal del estudio de mi casa de antes, no por ser el más bello, sino por ser el que mejor conozco.
Al fondo del ventanal se ven las montañas orientales sobre las cuales Bogotá decidió recostarse a ver pasar turbulencias hace casi quinientos años. Estas montañas son parte esencial del misterio de la ciudad porque el viento aquí suele soplar de oriente a occidente, lo que implica que es imposible predecir el clima que hará dos o tres horas después del momento en que uno está: quizá brille un sol radiante y en un abrir y cerrar de ojos se desate una tremenda granizada venida desde los Llanos Orientales. El bogotano se ha acostumbrado, pues, a los cambios súbitos de luz y de color del paisaje, y mi ventanal es testigo diario de ello. Aquí y allá las montañas exhiben las cicatrices de las viejas y ahora abandonadas areneras, vestigio según parece de las playas prehistóricas que rodeaban al lago primigenio que había en lo que hoy se conoce como la Sabana de Bogotá. La ciudad moderna dio en herir sus montañas por pereza y por conveniencia, y estas mataduras quedaron ahí porque nadie las ha querido restañar. En el costado norte de mi paisaje se ve un tugurio grande que prácticamente llega al tope de la montaña. Es un barrio llamado La Cita y sobra decir que no cuenta con nada parecido al Metrocable de Medellín.
Mucho más cerca está la casa de mi vecino, el doctor Hernando Groot, un médico parasitólogo de 95 años que en su larguísima trayectoria de investigador y profesor universitario se convirtió en una eminencia internacional en materia de medicina tropical. El doctor Groot está bastante achacoso y yo a veces lo veo tomar el sol en el porche de su casa. Se levanta, se sienta, pasa un rato y al final arranca con su paso cansino y de la mano de uno de sus hijos hacia el interior de la casa. Pocas bolas les pone a los muchos perros que ladran en su jardín. Hace un par de meses me llamó por teléfono cuando le envié impreso un artículo en el que Jorge Orlando Melo hacía un elogio de Antonio Ordoñez Plaja, su viejo compañero de lides. Comprobé ahí que el doctor Groot, Secretario Perpetuo de la Academia Nacional de Medicina, es un hombre amable con un leve sesgo sentimental.
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Pero no sólo hay paisajes humanos en las ciudades; los hay mixtos. Desde mi ventanal se ven tres o cuatro urapanes calvos. Están pelados porque fueron víctimas, como buena parte de los centenares de miles de la ciudad, del chinche chupador y están muertos. Yo le debo a este árbol problemático e incierto –los botánicos aún discuten si los locales pertenecen a la especie Fraxinus chinensis, un fresno proveniente de China, o al Fraxinus udhei, otro proveniente de Centro América– un ensayo para el que he ido recopilando material, pero que me ha sido imposible escribir. Un árbol vivo es una de las mayores maravillas de la naturaleza, esté donde esté; un árbol muerto es un espectro que alguien debería tener la delicadeza de talar.
Ya al extremo del ventanal, hay un bosque de grandes cipreses que solía ser más tupido. Al igual que el urapán, el ciprés es un árbol de zona templada, muy inadecuado para los suelos húmedos del alto trópico en el que los botánicos de antaño tuvieron a bien plantarlo. Asimismo se ven desde mi ventana dos eucaliptos enclenques. Estos árboles –en su mayoría oriundos de Oceanía, un continente seco que obligó a los variados miembros del género a chupar agua a lo loco– han sido plantados por todo el mundo y abundan en el altiplano colombiano. El pasto kikuyo es otro rey puesto que se ve desde mi ventanal. Oriundo de la zona homónima de Kenia, esta especie agresiva se ha apoderado no solo de los bordes de mi jardín, sino de casi todos los potreros colombianos que quedan por encima de 2.000 metros de altura.
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Más amables y del todo nativos son los colibrís –habré visto por la ventana al menos ocho especies distintas sin que mis conocimientos me alcancen para distinguirlas– que rondan por las matas de platanillo que tengo sembradas. Los colibrís son, supongo, uno de los mejores símbolos de discreción que ofrece la naturaleza.
Pero si el verde de la naturaleza predomina en mi ventanal, el color humano que predomina es el naranja. Veo centenares de edificaciones hechas en ladrillo, muchas de ellas recubiertas de tejas. Sucede que en Bogotá se impuso hace cosa de sesenta años la cultura del ladrillo a la vista, impulsada por Fernando el Chuli Martínez y Rogelio Salmona, para mencionar apenas a sus dos mayores campeones. El uso tradicional de este material nos ha dado un telón de fondo que atenúa la sensación de caos, tan común otras ciudades tercermundistas.
Existe, por último, un paisaje interno de este lado del ventanal, compuesto más que todo por una gran cantidad de diccionarios y por una amplia colección de CDs, así como por una vieja selección de discos de acetato que ya no escucho pero que tampoco me he animado a descartar. La escritura, por si acaso, es otra forma de mirar paisajes, sobre todo ahora que las palabras van apareciendo en la ventana rectangular que abre para nosotros la pantalla de cualquier computador. La escritura, como el paisaje, se va volviendo anónima: nadie sabe para quién escribe. Cervantes pensaba que lo hacía para un "desocupado" lector.
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