Ayer a eso de las cinco de la tarde me encontré con Chepe en el alborotado Parque del Periodista, o "El Guanábano", como se le dice más familiarmente en las garufas de la bacanal. Oasis histórico y colorido de muchos "parches", este parque es una espontánea sala cultural al aire libre (contigua a la cremosa y estupefacta Academia de Historia de Antioquia), con vibrante espectáculo silvestre sin boleta, y funciones permanentes de apretujadas tribus urbanas que arrebatan sus banderas y goces en el rudo adoquinado y los quicios.
Suelo buscar al Chepe para tomarme un tinto con él en un pequeño negocio de la esquina, donde con la gente que come sancocho, toma cerveza o café, se inhala a la fuerza y gratis una abrasadora e irresistible humareda canábica que se esparce cincuenta metros a la redonda. Allí sonreímos en incoherente silencio o intercambiamos ideas sobre las bastas mañas que corren en la calle y el mundo.
La gente, que siempre ha visto a Chepe callado o tocando instrumentos invisibles en un costado del parque, lo cree autista. La maledicencia canibalesca rumora que quedó mudo y loco después de fumarse la plata de un piano en los sopladeros de Medellín, y algunos "sobradillos", que practican esa crueldad propia de la ignorancia más triste, lo miran con cierto desprecio al verlo diferente.
Pero este músico del flautín invisible, poeta del asfalto y conspirador de silencios, José Humberto Ramírez Vanegas, más conocido con la chapa de 'Chepe', es muy inteligente, rebelde e imaginativo, y por lo menos conmigo habla largamente y bien. Incluso a veces tengo que pedirle que pare el discurso, cuando se pone a entremezclar complicados apartes del Dogma y ritual de la alta magia escrito por el ocultista Eliphas Lévi siglos atrás; o cuando hace planes detallados para que en el año 2035 vayamos directo a un extraño lugar de la estratosfera, viajando en una nave que él espera hace más de una década, la cual, asegura –asunto que no dudo–, quedó de venir a rescatarlo… "No me hablés más güevonadas Chepe, que en esos años ya hemos marcado calavera, y además fue a vos y no a mí al que invitaron a viajar esos manes", le increpo, tratando de no crearle falsas expectativas conmigo como pasajero.
La última vez que me salió con ese trompo de viaje, me la jugué: "¡Bueno! Si estoy vivo y en saudade, nos vamos, pero dígame: ¿quién maneja esa puta nave?" Al punto Chepe se convirtió en orquesta, y en un tris improvisó música agitando las dos manos. Con la derecha palmoteó el oído izquierdo y con la otra sus labios, mientras soplaba muy originalmente una tonada indescriptible, posiblemente música de las esferas que tampoco me atrevo a cuestionar. Luego, muy serio, afirmó: "¡Volare! ¡Volare ad honórem! Tripulo yo…".
Esa respuesta me cabreó. Teniendo yo al frente, ahí mismo, a un capitán de vuelo sin patente, le rogué que me disculpara pero que nunca más habláramos del caso ese, que definitivamente no me le montaba a esa nave ni por el trasero de cuatro reinas, y que era una negativa solo porque dudaba de su pericia para conducir vehículos, los cuales ni siquiera utiliza como pasajero, pues día a día se recorre, errante perpetuo, la ciudad caminando. Uno lo puede ver en cuestión de tres horas en lugares muy distantes, realizando un variado jornaleo: bien palmoteando en parques, bien encabezando con su música actos callejeros que se encuentra a su paso, bien a la expectativa en la entrada de bibliotecas o haciendo carrizo con las palmas juntas en alguna iglesia. Le rinde.
Guardo gran afecto por Chepe. Sufrimos o nos divertimos por igual reinterpretando décadas trajinadas, discutimos a menudo y terminamos siempre en tablas, y sobretodo nos aceptamos; somos amigos hace más de treinta años. En la juventud militamos con explosivos radicalismos por los que murieron cientos de amigos y conocidos, y estamos así, contando la historia "de arepa", como se dice en lenguaje antioqueño, ramplón. De adultos sumamos a nuestras historietas personales una visita a las grutas del esoterismo y la "drogadicción mística", desde Madame Blavatsky y Las enseñanzas de Don Juan, hasta El libro tibetano de los muertos y el I Ching, cuevas de donde salieron muchos de nuestros compadres para los manicomios. Pero, como dato curioso, ni a él ni a mí nos pudo encerrar nunca la jauría de los cuerdos, del mismo modo que en los versos del apátrida Marroquín, la pobre perrilla "no pudo coger tampoco al maldito jabalí".
Termino diciendo que ya muy mayorcitos nos cayó encima estruendosamente el pasado, igual que una mole de basura cósmica, y nos desgranamos a distintas ínsulas hasta terminar como habitantes alucinados de calle. Marginados de otros, insubordinados con nosotros mismos, sin boleto de regreso al paraíso ciudadano.
Pertenecemos a la generación de quienes, a partir de la mitad del siglo XX, bebieron y fumaron en los estertores del nadaísmo, la efusividad fanático religiosa de la revolución años sesenta, y el posterior nacimiento de aquel baboso espejismo llamado narcotráfico, con sus secuelas. Y somos de los pocos de esa camada que hemos quedado en pie, livianitos, un poco chamuscados, pero cero dueños, con las manos libres, vacías, y de cara al sol.
Porque vale la pena aclarar, a diferencia del Chepe, la mayoría de los hoy sesentones vivos que ayer tropeleaban terminaron de mojigatos defensores del nuevo pseudoorden, escampados en los abrevaderos del establo ciudadano; incluso algunos utilizaron el renombre transgresor logrado en el momento para asegurar pequeñas o grandes "riquezas", deslizarse entre mafias, lagartear inescrupulosamente puestos públicos y estafar en novedosas empresas. Hasta se rumora que en dudosos reservados algunos personajes de esos, convertidos en intocables profetas poéticos, se lucen comiendo carretas untadas de mantequilla oficial, "pues en más de una ocasión sale lo que no se espera".
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Así también, otros insumisos del medio siglo aquel, que tratan por curiosidad, arrepentimiento o tontería de regresar a última hora al teatro chinesco de lo normal, nunca lo pueden lograr, pues además de los garrotazos recibidos al buscar aceptación, en el antes esputado jardín de las delicias ciudadanas solo son considerados estorbo advenedizo. Los espera un grueso volumen del libro inquisitorio, donde están reseñados sus nombres completos con apellidos, apodos, turbaciones, infracciones y deudas. El pasado no perdona y la ciudad tampoco.
Y existe también una larga lista de este torpedo generacional "que se crió con Chepe" y, distinto a nuestro flautista del silencio, llevó bien del bulto. Se trata de aquella humanidad que, si no está ahora en los profundos avernos, es un club de divagadores fantasmas en "las ollas", reos reincidentes en el tratamiento siquiátrico, o parte de la lista de desaparecidos y ene enes en la morgue.
Cuando me encuentro con Chepe pienso que nunca ha perdido la certeza de saber lo que es, un indefenso admirador de su majestad Diógenes Laercio, tranquilo e inmutable, no obstante llevar encima tantos fardos tatuados y tantos egos feriados en las faenas del circo ruin que tiene la fallida "ciudad educada".
Chepe, nada acelerado y muy coherente, es de los que se ha quedado sin interés de volver nunca, refugiado en su mansión de música invisible, sobreviviendo con la carretera como morada, con sus dos metros de plástico doblados en el bolsillo de atrás para armar cambuche en cualquier acera, bastándose además con una sola muda, sin que se sepa qué hace para no morir de hambre, firme en su esperanza de volar a un punto sideral donde lo esperan sus iguales.
Antes que adaptarse a lo que repudió, Chepe ha preferido flotar en los abismos del valle oscuro y traicionero, como meteorito que después de estrellarse en el fondo nunca se apaga del todo, crucificado siempre por los fariseos, auto recompensado con su ebriocínico mundo interior que bien sonríe dulces frutos o bien vomita sobre nimios protocolos, arrastrando su cuerpo titilante sobre las pendientes de Medallo; pasándola increíblemente sereno y seguro en su soledad silenciosa, frente al ajetreo del mundo que no evade, el mismo donde irrumpe solitario y único, rey de sí mismo, según intuyo, aferrado a una fuerza misteriosa, sobrehumana, que lo lleva de la mano soportando, desechando y burlando carencias.
Ayer hablé con Chepe como de costumbre, unos minutos antes de que prendieran los faroles en el Guanábano. Bebimos café, comentamos las barrabasadas del servicio de inteligencia, especulamos acerca de la cuadratura del círculo, nos burlamos un poco de las cortes de empresarios y gendarmes de la cultura en Medellín, recordamos la alocada carrera de cuerpos celestes que se estrellaran en cualquier momento contra el planeta haciéndolo desaparecer irremediablemente, y salimos a caminar hacia el Instituto de Bellas Artes.
De pronto, bien parado en las escalinatas del Instituto, Chepe me miró abriendo sus maliciosos y desiguales ojos que parecían explotar en medio del júbilo, y me dijo algo que me dejó cabezón.
Primero pronunció dos veces, despacio y con fuerza, una palabra a manera de mantra: "¡Diafragma! ¡Diafragma!". Y luego se despachó con esto: "en el jardín del viento / cuando nace la flor / es el tiempo sagrado / de esta meditación".
Me golpeé los oídos con las manos y se sonrió. Entonces, mientras en la taberna Diógenes sonaba estruendosamente El cantante, interpretado por Héctor Lavoe, inclinamos levemente las cabezas y nos largamos cada cual por su lado sin decir palabra.
¡Para qué más!
Mayo 27 de 2012
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