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La vida se me está acabando y no he dejado de ser un provinciano fotuto. Como dirían los muchachos de ahora, llevo ese provincianismo en mi ADN. Mis padres fueron hijos de provincianos orgullosos de su terruño y dueños del recuerdo de sus paisajes. Mi padre cambió forzadamente su espacio vital cuando apenas llegaba a los veinte años y una excomunión de Monseñor Builes, el imperial obispo de Santa Rosa, lo hizo salir en estampida de su natal Guadalupe. Pero no olvidó jamás su paisaje, y me lo describió tantas veces que cuando por fin subí hasta las breñas de Porce entendí que la película había sido muy bien montada. Me hundí entonces en los canalones que servían de camino para que bajaran desde Malabrigo bestias y aguas correntías, y me quedé esperando oír al abuelo borracho dando alaridos en una medianoche para espantar al diablo que debía rugirle en los oídos. Por esos canalones subieron ilusiones y sudores después de una semana de intenso ajetreo en la mina de La Bramadora, donde me dijeron que el abuelo Pablo Álvarez Maya había conseguido con que alimentar su numerosa familia. Lo tenía tan pegado a mi ADN, que no me costó trabajo reconocerlo en el olvido con que mi vida loca y acelerada descuartizaba añoranzas y confundía ficciones y realidades.
De esas montañas antioqueñas en las cuales se crio mi padre, ya no queda nada. Las aguas de las sucesivas represas del río Porce terminaron por tragarse la geografía. Ya no queda la playa del mango donde dicen que nació Dasso Saldívar, el biógrafo de García Márquez, que apenas si era uno de los Sepúlveda. Es la mano transformadora del antioqueño dispuesto a cambiar el paisaje con tal de que se vuelva productivo. Lo mismo hizo mi padre cuando en 1940 llegó a la planicie vallecaucana cargando el pecado de Builes, la huella imborrable de una malaria mal combatida por los hospitales de las Truco en las petroleras de Barranca y el deseo ferviente de hacer plata trabajando de sol a sol. Se afincó en Riofrío para revivir a orillas del Cauca los pivotes del que le habían arrebatado en la memoria. Lo primero que hizo fue bautizarlo como El Porce. Desde aquí, 62 después, escribo este relato para demostrar que los nexos con aquel marco geográfico que limitaban la cascada de Guadalupe por un lado y Anorí al otro, el desaparecido caserío de Malabrigo y Amalfi, en el otro costado del cañón, no se me han perdido.
Por el lado de mis abuelos maternos, el afecto al terruño fue igualmente provinciano. Aunque don Marcial Gardeazábal era el hombre más culto de Tuluá, y sin haber viajado mas allá de Manizales escribía (y debía leer) muy bien en francés y alemán, nunca dejó de ser provinciano y de pensar en la vida teniendo un eje fundamental en la tierra que se pisa. Desde cuando montó su librería en la esquina del Parque Boyacá, hasta el día que murió, prefirió vivir en la tranquilidad de su finca a pocos kilómetros del casco urbano. Hacía el viaje a caballo cada día desde La Rivera hasta su librería, hasta cuando construyeron una carretera siguiendo la pauta del camino de herradura y se compró el primer carro que llegó a Tuluá. Pensó y educó a su familia con afecto y devoción hacia el campo, y como mi madre era su hija consentida y la que más había aprendido de sus lecturas y de sus versiones, la gran felicidad fue verla casarse con el finquero paisa que pensaba frente al paisaje algo igual.
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El abuelo Gardeazábal era animalero. El Álvarez minero. El librero tenía pájaros en jaula y tablas en casi todos los árboles para ponerles bananos, papayas y guayabas a los que seguían libres. El minero tenía mulas y las usaba para montar en ellas, para llevar o traer la carga. El uno quería mantener vivo el hábitat de sus memorias y prefería comprar la leche de las vacas del vecino. El otro sacarles la mayor producción a las mulas o a las vacas del ordeño. Ambos empero pretendieron en su provincianismo hablarles a los caballos. El vallecaucano quería hacerse comprender de los perros, y volver una tradición casi inglesa el criar patos, gansos y gallinas.
No sé exactamente cómo era la finca del abuelo librero. Ficcioné sobre ella, la idealicé en las brumas de la memoria, y me dolió tanto que cuando él murió lo primero que hicieron sus hijos fuera venderla, que sobre ella preferí construir el escenario en donde se desarrolla mi novela El bazar de los idiotas, y por sus espacios reducidos se desperdigan los milagros que vuelven famosos al par de imbéciles. Tal vez por lo mismo, cuando falleció mi padre hace veinte años impuse mi criterio de unidad familiar y de goce compartido del bien, y he logrado hacer exactamente todo lo contrario con su Porce de lo que hicieron los Gardeazábal.
Aquí estoy tratando de armar su historia, pensando que tiene tantas aristas como vacíos. De lo que era ese pedazo de tierra cuando mis padres llegaron a él, prácticamente no queda nada. La sed de ver la tierra produciendo dinero, volteó totalmente el paisaje. Donde inicialmente se sembraba cacao y café debajo de sombríos majestuosos, ya no se ve un vestigio. El lugar donde antes pastaban las vacas que religiosamente ordeñaban a diario para ayudar a pagar la nómina, es apenas un recuerdo. Todo se lo tragó la caña, que no puede permitir sombra ni cercos arbóreos. Las furias del Cauca que inundan las tierras cada siete años a lo menos, tratan de ser frenadas con jarillones y obras de ingeniería que frustraron la supervivencia de los guaduales y los sauces a la orilla del otrora caudaloso río. Allí, empero, en medio de las ruinas sentimentales de lo que ya no es, he logrado la hazaña de hacer en pocas cuadras una especie de museo de lo perdido y de vivir en él creyendo acaso que los abuelos tienen todavía la capacidad de percibir lo desandado. Están los guaduales brotando como cercas entre la caña y la ilusión arqueológica. Está el lago y los patos y los gansos. Las palomas y los chivos africanos, las tres o cuatro vaquitas con sus terneros, los perros y los gatos, los jardines y las orquídeas, los árboles gigantescos y un sabor a tierra y un olor a vida, que nada importa que al otro lado no más la caña de azúcar aceche esperando mi muerte para tragarse también el relictus de añoranzas que casi rebeldemente he querido mantener.
El Porce, noviembre de 2012.
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