Al final de los años cuarenta, en una tienda del barrio Les Halles en París, espero a que por fin un cliente me elija, alineado con mis compañeros, mostrando nuestras hojas afiladas y nuestros mangos de madera bruta. Les Halles, el gran mercado de la capital, el barrio que solo duerme con un ojo alrededor de los doce pabellonesi Baltard*, donde cada día llegan frutas, legumbres, especias, carne, harinas, aves de corral, granja, marea... Todo lo que va alimentar a los parisinos pasa por este lugar, al por mayor o al detal. Es El vientre de París, se nutre de todo Francia, lo que llega en tren de noche, camiones, carretas, chalanas. Una multitud satura las calles: vendedores, compradores, repartidores, portadores, ambulantes, callejeros, mendigos... Desde mi escaparate les veo desfilar cada día, berreando, arengando, transpirando, cantando, buscando.
Un mañana, una mujer de cuarenta años entra y pide ver los cuchillos de carnicería. En nuestra familia cada uno tiene su especialidad: cortador, limpiador, deshuesador, hacha, sierra, e, indispensable, el que nos mantiene y al mismo tiempo nos mata: el afilador. Fui elegido junto con mi hermano menor y dos limpiadores pequeños; no olvidó a nuestro mejor enemigo. El precio fue negociado y dejamos la tienda empacados en papel periódico. Atravesamos la ciudad hasta la periferia Sur. Era allí donde trabajaríamos, de noche, en el garaje acondicionado como laboratorio de tripería.
La tripería es una rama aparte que en otro tiempo estuvo integrada a la carnicería, pero en París se independizó de forma oficial a finales del siglo XIII. En adelante, el "quinto cuarto" estuvo reservado al tripero, a la salida del matadero.
El quince por ciento de una bestia, sus órganos vitales: vísceras, estómago, hígado, corazón, pulmones, médula, riñones, patas, sesos, testículos, ubre, lengua, hocico, cola y cabeza de res, de oveja, de marrano, de ternero y de cordero, todo eso nos corresponde por derecho. Me considero tripero, como mis ancestros. Nuestro oficio se remonta al origen de la humanidad. Fuimos sílex tallado, después hojas de bronce, de oro, de acero. Empezamos en las manos de maestros de ceremonia como utensilios de sacrificios. Los sacerdotes en traje de gala fueron los primeros en utilizarnos. Cortábamos los cuellos y las panzas. Bañados en sangre, recortábamos la carne todavía caliente y palpitante de donde sacábamos los corazones, hígados y grasas quemadas en ofrenda a los dioses. El humo se elevaba mientras se asaban las piezas, que después eran compartidas entre los notables y luego entre el pueblo. Estos sacrificios duraban uno, dos, tres días, una semana, de fiestas, cantos, embriaguez, bailes, cortejos. Fue allí donde todo comenzó.
Siento nostalgia de esos tiempos olvidados, misteriosos, pero fundadores y gloriosos. Ahora paso la vida en los bastidores. Los tiempos modernos nos relegaron al patio trasero, escondidos de los ojos de los que alimentamos con nuestro trabajo nocturno y silencioso.
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Empiezo el día a las cuatro de la mañana. Primero hay que ocuparse de "los despojos blancos", casi listos desde la víspera: las cuatro partes del estómago y las tripas son limpias, blancas y lisas como marfil, tibias a la salida del baño de cocción, donde se cocinan de cinco a seis horas. Qué delicia cuando mi hoja se desliza por sus suaves arrugas.
Después hay que recortar un poco las patas escaldadas y depiladas.
La cabeza me da mucho trabajo, necesita todas las atenciones: escaldar, depilar, deshuesar, cortar la lengua, trepanar para quitar los sesos, hervirla horas y enrollarla como si fuera un pliego, bien sea sola o con los sesos y la lengua adentro. Las lechecillas**, reinas de la tripería, se escurren lentamente en agua fría antes de ir a una prensa durante una hora; casi no las toco.
Después participo también en la preparación y limpieza de "los despojos rojos": hígados, corazones, riñones, las partes más nobles; estos se venden crudos, y solo se les debe quitar grasa, piel interna y vasos sanguíneos.
Una vez lavados, cocidos, desengrasados, sacados los nervios, pelados y servidos en pequeños platos, nos vamos hacia los mercados. Son las seis de la mañana y la gente nos espera para la venta en los escaparates en plena calle.
* Pabellón [Pavillon]: Edificio redondo o cuadrado que termina en punta
** Glándulas Timo, de ternera o de animal joven.
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Mi dueña es conocida en tres mercados donde siempre ha trabajado. Los jueves y los domingos la venta es en el mercado del boulevard Brune Porte de Vanves, el miércoles y el sábado en el boulevard Lefebvre, cerca de la puerta de Versailles, y los martes y viernes en el boulevard Exelmans, cerca de la puerta Molitor: los bulevares que encierran a París.
Me gustan los mercados, el aire libre, la ciudad en las mañanas. La gente se levanta y viene a llenar sus canastos; son los primeros "buenos días", con la cara aún arrugada, el olor del café, de la panadería de la esquina, los gritos de los vendedores, los escaparates que cambian de productos según la estación. Y es en este momento, cuando se escuchan las historias del barrio y del día a día de sus habitantes, en medio de las pequeñas frases, que los vendedores buscan enganchar a los clientes y se cuidan de ofrecerles un regalito por aquí, una promoción por allá, un consejo, una receta: "El hígado de ternera se asa rápidamente por los dos lados, que quede medio cocido al interior"; "Los sesos de cordero se meten en un caldo hirviendo, apague el fuego y deje enfriar, póngale mantequilla. ¡Es delicioso!"; "¿Sabe?, las patas de cerdo debe apanarlas y luego asarlas… Hmmm, acompañadas de ensalada y vinagreta, ya me dirá... Además, no cuestan casi nada"; "Con las lechecillas de ternera se sirve una salsa Meunière o nada; si no le alcanzan, compre las de cordero: son igual de buenas"; "Y una cabeza de ternera para el señor Jacques, ¿una?, ¿una o dos? Le tengo unas tripas, muy buenas, blancas como la leche. Y con esto, ¿qué más le doy? ¿Un filete de corazón?, ¿un pedazo de hígado de ternera?"; "Ah, mire, el señor Martin, ¿va a llevarse su lengua?, es día de fiesta..."; "Y un par de testículos para la señora Hortensia... Ya me dirá si son tan buenas como las de su marido".
Y así hasta la hora del almuerzo. Luego comenzamos a empacar, y es momento de liquidar lo que sobra y no se puede guardar. Hay uno o dos trueques con las colegas, por un queso, un pan, a veces una botella del vino blanco que a ella le gusta tanto. Y volvemos al taller para hacer inventario de lo que no se vendió, meter la carne en el congelador, hacer algunas preparaciones, las cuentas y hasta el otro día.
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Todo esto duró hasta los años setenta. El cansancio nos ganó y cambiamos las tripas por las plantas aromáticas y los productos del jardín del marido de mi dueña. Es mucho más fácil para todo el mundo… Además, yo he ido perdiendo el filo, aunque he seguido trabajando hasta la jubilación. El tiempo pasó y me empacaron. Después de eso he pasado de mano en mano, de una cocina a otra: de la cocina de Giselle pasé a la de su hija, y después a la de su nieta, y luego a la de su bisnieto. Este último me reservaba una aventura: me empacó en una maleta y veinte horas más tarde estaba en el trópico; no me lo habría imaginado. Ahora paso el día cortando chocolate en una panadería. Confieso que estoy bien contento de probar el postre.
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