El árbol fue enviado desde Leticia como regalo al fundador y presidente de Caracol, la cadena de radiodifusión que pretendía comunicar a todo el país a través de afiliaciones con pequeñas emisoras locales. Tal hazaña debía ser recompensada. Su fruto, en ese entonces desconocido en esta tierra de guayabas y mangos, habría de aportar la cuota exótica a la arboleda de una casa recién construida en Prado, a cuya fauna doméstica ya se habían sumado un venado llegado de los Llanos Orientales y un tigrillo proveniente del Viejo Caldas. Ignoraban el domicilio del personaje y la única opción fue enviarlo al Club Unión. Desde allí, sin duda se lo harían llegar. El pequeño árbol, insignificante en la lata cuadrada de manteca de cerdo en que fue enviado, fue relegado a una esquina del jardín que adornaba una de sus entradas. Pasado un tiempo, algún jardinero con iniciativa decidió sembrarlo, abriendo un hueco amplio para permitir el rápido desarrollo de las raíces. Cuando la esposa del dueño fue a reclamarlo, el pero de agua ya contaba con metro y medio de altura y formaba parte del paisaje del Club. Al dar la primera cosecha, de frutos frescos y rosáceos, recibió el más sofisticado nombre de pomarrosa y su dueño original se atribuyó el honor de la siembra.
Corría el año 1952 y el Unión, que ya llevaba casi cuatro décadas en la sede de Junín, entre La Playa y Maracaibo, seguía adaptándose a las necesidades de sus miembros. Las instalaciones deportivas constaban de una cancha de tenis en polvo de ladrillo, unas barras de madera en las que los socios podían practicar algunos ejercicios de gimnasia y estiramiento y, excavada en lo que fuera el solar de la antigua casa que albergaba la sede, una pequeña piscina construida para que el entonces campeón nacional pudiera entrenar para las olimpiadas patrias que se celebrarían en Barranquilla.
Ya en pleno desarrollo, el pero había presenciado las empanadas bailables que se celebraban todos los sábados de tres a seis de la tarde, a las que, además de lo anunciado en su nombre, se les sumaba coca cola, kolkana, palos de queso y mucha conversa; la entrada a los bailes de gala y disfraces que se festejaban en el Salón Dorado, cuya fastuosidad se advertía desde la magnífica reja que hacía las veces de puerta y luego se ratificaba en las figuras de bailarinas cubanas talladas y enchapadas en laminilla de oro que cubrían las columnas; los algos de señoras que ordenaban tostadas con champiñones, o en su defecto palmitos o espárragos gratinados, y el entrar y salir de quienes encontraban en la bolera construida de cara a su tronco un espacio para divertirse. Para entonces sus frutos habían dejado de ser novedosos, y en plena cosecha el piso se cubría con el manto rosado y el olor dulzón de las peras en distintos estados de descomposición. Solo los niños se maravillaban ante la vista de los gajos brillantes e intentaban por todos los medios –escobas, palos, piedras atadas a cordeles– hacerse a unos cuantos, así fueran magullados. La textura crujiente que al ser apretada contra el paladar liberaba el agua simple y refrescante bien valía la pena.
Las áreas del Club se encontraban claramente delimitadas y muchas solo admitían la presencia masculina. Así ocurría con el salón para fumar, los billares y tres de las cuatro salas de juegos. Las partidas de póker, pero principalmente de parqués, podían extenderse hasta altísimas horas de la noche, y era común apostar carros, caballos y fincas. Famosa es la anécdota de un socio que tras una noche de juerga llegó a informar a su señora que tenía que desocupar la casa porque la había perdido a puerta cerrada; eso sí, los mismos amigos tahúres se encargaron de prestarle una finca mientras se reponía de la desgracia. La cuarta sala era territorio de las esposas de los socios que pasaban tardes enteras jugando canasta con barajas marca KEM, las únicas que traían las cincuenta y cinco cartas requeridas para este juego.
A ciertas horas del día, las sillas del corredor entre el bar principal y el comedor tenían dueño. Faltando diez para las diez de la mañana, los socios que trabajaban en oficinas cercanas se dirigían a tomar tinto como en una peregrinación las reclamaban como propias. El mismo señor en la misma silla, siempre. Charlaban un rato y a las diez y media en punto todos se encontraban de nuevo frente a sus escritorios. Lo mismo ocurría a las seis de la tarde, pero el ánimo provocado por el whisky o el ron originaba tertulias literarias y apasionadas discusiones económicas, políticas, de negocios, de ganado.
El espacio insignia de la sede era, sin lugar a dudas, el Salón Dorado. Construido en los años cuarenta, la espléndida reja coronada por el escudo del Club y dos dragones rampantes representaba una opulencia pocas veces desplegada por la sociedad antioqueña. Era el sitio obligado de las más fastuosas fiestas y los enlaces de las familias más elegantes, y no había político importante que no hubiese sido atendido en él. Allí se celebraron las nupcias de la primera Señorita Colombia que tuvo Antioquia, y que por dispensa especial del Arzobispo de Medellín se convirtió en el primer matrimonio nocturno de la ciudad. Para el evento se extendió un tapete rojo desde la residencia de la novia hasta la Basílica Metropolitana y la multitud, en su afán por ver a la reina, se paró en las bancas de la iglesia y en los descansos de las columnas, y terminó amenazada con excomunión general por irrespeto al templo. Los recién casados tardaron más de media hora en recorrer las dos cuadras que separaban la Catedral del Club Unión en el Cadillac de la Gobernación. Flores y velones adornaban el patio central. El entorno del pero fue alumbrado con faroles, y sus frutas resplandecientes servían de antesala a aquellos que ingresaban por el parqueadero. Ya en el salón, la iluminación tenue se multiplicaba en el oro de las columnas y las joyas de las invitadas. La fiesta se prolongó hasta la madrugada, y los seiscientos invitados bailaron y gozaron al son de la orquesta de Lucho Bermúdez y demás artistas que por esos días se presentaban en el radioteatro de La Voz de Antioquia.
El fiambre del Club era muy solicitado. Constaba de una presa de pollo o un trozo de carne de cerdo, según la elección, una papa cocida, un huevo duro y, para el postre, bocadillo con queso. Los sábados muy temprano el trabajo en la cocina consistía en empacar las cajas blancas de cartón, y a las cinco de la mañana muchas de ellas ya estaban con sus dueños en la Iglesia de San Benito, cerca de la estación Villa del tren que llevaba a Puerto Berrío. Pescadores y cazadores, con toda la indumentaria requerida –cañas, escopetas y perros–, asistían a la misa más singular de Medellín, pues en el momento en que el silbato anunciaba la partida, sin importar en qué parte de la liturgia se estaba, el padre la daba por terminada y todos, incluido él, se montaban a los vagones con la esperanza de regresar con las manos llenas de las sabaletas que generosamente ofrecía el río Porce, o de las guaguas y torcazas apresadas en el monte. Otros fiambres eran reclamados más tarde, y si el pero se encontraba en cosecha algunos agregaban a su contenido unas cuantas de sus frutas, que terminaban aplacando la sed en paseos a quebradas, ríos o fincas. En los pícnics las cajas complementaban el contenido de las canastas, de las que salían sánduches de huevo, quesos, uvas y vino, dispuestos sobre un mantel a cuadros al mejor estilo extranjero.
Para algunos ir de caza consistía en todo un ritual. Se reunían temprano los sábados, y vestidos con la indumentaria apropiada –botas, pantalones de dril y sombreros estilo safari– se montaban en la camioneta Willys comprada para este único propósito rumbo a las laderas de Santa Elena, Caldas o Boquerón. Los perros viajaban en la parte de atrás. Entre los importados, los de raza azul de Gascuña eran los más apetecidos. Su tamaño, que en otras latitudes les permitía rastrear osos y alces, aquí se empleaba para levantar guaguas, liebres y gurres. Más pequeños, los criollos contaban con la virtud de poder meterse a las madrigueras, y terminaban desafiando con su agilidad las hidalgas narices de sus compañeros galos. Ya de regreso, los cazadores terminaban con sus presas en el Club. En la cocina sabían cómo prepararlas, y ese mismo día daban cuenta de la carne almizclada que tanto trabajo había costado conseguir.
La biblioteca, una estancia pequeña con una soberbia mesa rectangular de superficie taponada conformada por treinta y dos hexágonos pequeños con incrustaciones en maderas exóticas, rodeada de vitrinas en las que permanecían los libros bajo llave, era el sitio preferido por los señores serios para leer la prensa. A pesar de no tener la colección más nutrida, contaba con ejemplares notables, como una biografía de Santander impresa en papel de arroz. En una de las estanterías, cubiertos por cristal esmerilado, se guardaban los libros prohibidos, a los que únicamente los hombres, previa autorización de la Gerencia, podían acceder. Imagino a Madame Bovary, El amante de Lady Chatterly, Lolita y las obras del Marqués de Sade encerradas y mohosas, a la espera de que algún socio se sometiera a la doble censura que implicaba retirarlas.
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Dos lotes grandes en la parte posterior, con ingreso sobre Palacé, conformaban los parqueaderos del Club. Los carros permanecían de puertas abiertas y llaves en su encendido, lo que podía generar algunas confusiones. Socios pasados de tragos que buscaban sosiego en la parte trasera del carro de un amigo, terminaban montándose a otro igual e iban a dar a casas equivocadas, o, en caso de ser detectados a tiempo, le causaban un tremendo susto al conductor, que en medio del recorrido se desconcertaba al escuchar un borracho roncando a sus espaldas. Otros se sorprendían oyendo música en el auto que habían comprado sin radio, para luego descubrir que estaban en uno casi idéntico. Al regresar para cambiarlo, el propio ya no estaba, y quien se lo había llevado no notaba la ausencia del equipo.
Medellín se transformaba. El rápido proceso de expansión e industrialización estaba eliminando el carácter residencial del centro. La proliferación del espacio comercial, el aumento del tráfico vehicular y la inseguridad en ascenso distanciaban del Club a las familias que habían migrado a barrios más tranquilos. Los pocos socios que aún tenían su oficina cerca iban a almorzar o, cada vez menos, a tomarse unos cuantos tragos, porque la manejada hasta El Poblado o Laureles se hacía peligrosa. Las señoras que ahora "bajaban" al centro a una cita médica o a cualquier vuelta ineludible, lo aprovechaban para entrar al baño, refrescarse o tomarse un tinto. Los parqueaderos se volvieron el servicio más solicitado. El pero de agua dejó de recibir las atenciones de los niños y sus frutos pasaron a ser manjar exclusivo de aves y murciélagos. Ciertas fiestas –primeras comuniones, quinces y cualquiera otra que requiriese de algún grado de solemnidad–, se seguían celebrando en sus salones, para molestia de muchos de los invitados, quienes veían como un percance el desplazamiento por la ciudad. La disminución de ingresos precipitó la quiebra y la única opción para salvarlo consistió en vender la valiosa propiedad. Varias propuestas se presentaron, entre ellas adquirir uno de los edificios Carré o Vásquez, o alguna de las casas viejas de El Poblado. Se pensó en Catay o Villa Lucía, pero la división entre los socios que querían la disolución y aquellos que pretendían trasladar la sede dilató la decisión por varios años.
Al momento de la venta algunos de los objetos emblemáticos del Club, por un descuido en la negociación y por la ley que dicta que todo aquello que esté adherido al edificio hace parte del mismo, dejaron de pertenecerle. Así, el pero vio desfilar las puertas del Salón Dorado, las dos arañas de cristal de bohemia cuyos prismas reflejaban y multiplicaban la luz hasta cubrir sus setecientos cincuenta metros cuadrados, y los desnudos tallados en cristal que le imprimían la personalidad al Salón Baco, patrimonio que terminó decorando las bibliotecas y salas de los promotores del proyecto. Salieron también los Gómez Campuzano, los Cano, las acuarelas, los óleos de Georges Brasseur y demás obras que conforman la exquisita colección de arte del Club. Hoy se exhiben en la sede construida en el Centro Empresarial San Fernando Plaza, sobre la Avenida El Poblado a la altura de la Milla de Oro. El pero de agua, por el contrario, debió quedarse a ser testigo de los cambios que se avecinaban.
El antiguo edificio, acervo arquitectónico de la ciudad, se transformó en el Centro Comercial El Unión. Observo cómo la fuente permanece intacta: los azulejos no han perdido sus colores y las figuras de inspiración morisca aún se distinguen con claridad. Frente a cada columna, sembrados en materas de Ráquira, unos pino vela enmarcan la plazoleta. Los arcos de estilo republicano del patio central se han conservado, y en él se exhibe un Chevrolet Aveo, premio mayor del Gran Sorteo Navideño en el que se participa con las boletas entregadas por cada veinte mil pesos en compras. Al fondo, un aviso sobrio anuncia el balcón de comidas. Sigo la flecha de bronce y me topo con la escalera que conducía al Salón Dorado. El hierro forjado y la madera torneada de su pasamanos han adquirido el esplendor que solo la pátina del tiempo puede conferir. Los vitrales que rodean el vano que da al patio de comidas refulgen con geométricos destellos rojos, morados y amarillos. La piscina ha sido rellenada y sobre ella hay mesas repletas de personas comiendo pollo frito. Del balcón desde el cual los jóvenes se lanzaban a la piscina, desafiando la altura, la distancia y la profundidad, cuelgan carteles en tonos neón que anuncian descuentos en ropa y calzado y afiches de una aerolínea que promete destinos paradisíacos. Hay fila en el McDonald's que hoy ocupa el espacio de la barra en la que antaño se servían tamarindos batidos con sánduches de queso derretido, Bloody Mary a los señores enguayabados y vodka con gotas amargas a los más animados.
El jardín en el cual fue sembrado el pero se ha reducido a su mínima expresión, pero la tierra sigue siendo fértil y despide un aroma húmedo. El árbol también ha cambiado. El tronco grueso, bifurcado, ya no tiene el musgo que se le aferraba cuando la lluvia podía bañarlo más a menudo. Algunas de sus ramas han sido cortadas, sus hojas se encuentran revestidas de polvo, y noto las heridas recientes que la corteza apenas empieza a recubrir. La copa se ha estirado más allá de los cielorrasos en busca de luz. Desciendo por unas escaleras que conducen a un corredor con almacenes variados como Accesorios Aquamarinka, Boutique Zednareh y El Mundo de las Fragancias, desde donde es posible observarlo a la altura de sus ramas. Estamos en octubre, época de cosecha. Los gajos exhiben la exuberancia anunciada por el olor a tierra, y el peso de las frutas las acerca hasta hacerlas parecer asequibles. Me inclino sobre la baranda mientras los comensales de las mesas de abajo me observan sorprendidos, e intento alcanzarlas. Tarea imposible sin palo, escoba o piedra. Saco el celular, enfoco el racimo más cercano y disparo. Será resignarme con una mala foto.
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