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     Número 40 - Noviembre de 2012


ARTÍCULOS
Paisajes / Retrato de lluvia urbana
Joaquín Mattos Omar. Ilustración: Mónica Betancourt

Mi ventanal
El Porce
En los interiores de Buenos Aires
Retrato de lluvia urbana

A la 1:45 de la tarde –tal como lo hacía presagiar el tiempo nublado que había sustituido el esplendor del sol desde mucho antes del mediodía–, empezó a llover en el norte de Barranquilla. Al principio fue solo una llovizna, pero muy pronto tomó el cuerpo de una lluvia intensa, voluminosa. El embate del viento la inclinaba tanto que por momentos era casi horizontal. Yo la observaba a través de mi ventana, desde el tercer piso en el que vivo: era una multitud de agujas que volaban a toda prisa hacia el sur; una ráfaga de proyectiles de cristal disparados desde el avión artillado del temporal.

La calle, de ordinario atestada de vehículos y peatones, se hallaba casi desierta. Había nueve personas sorprendidas allí por el feroz ataque pluvial y se refugiaban debajo del alero del edificio de enfrente, alineadas contra las vitrinas de un almacén de telas. Dos de ellas –una pareja de mujeres– llevaban un gran paraguas negro desplegado, que añadía una nota lúgubre más a la tarde.

A pocos metros de las personas, abandonada sobre la bahía de estacionamiento, próxima a un poste de la red eléctrica y junto a unas bolsas de supermercado llenas de basura y cerradas con un nudo en el extremo, había una gran y abullonada poltrona, vieja y desvencijada, que parecía, sin embargo, una duquesa solemnemente sentada, con brazos tan opulentos como los de una modelo de Rubens. Soportaba en silencio la inclemencia de la lluvia.

A mi derecha, por la calle que formaba una encrucijada con la vía sobre la que estaba mi ventana, corría, en dirección al río Magdalena, un arroyo todavía inofensivo, cuyas aguas, sin embargo, se encrespaban espumosas al paso de los automóviles que avanzaban contra su corriente. Un cielo gris plomizo que se tornaba cada vez más oscuro a lo lejos del paisaje, lo cubría todo.

Entonces se escuchó el sonido bronco de un trueno, al que siguió el ladrido asustado e inconsolable de un perro, uno que debía ser frágil y pequeño, sin duda algún perrito faldero que vivía en uno de los apartamentos del edificio de enfrente.

Poco después de ese enfurecimiento, la lluvia amainó de pronto, pero solo para arreciar en seguida con más fuerza. Fue en ese momento cuando me sorprendió aquella imagen: la del rostro fotografiado en primerísimo primer plano de una muchacha que reía con la boca abierta desde una valla publicitaria que se recortaba en lo alto, más allá y más arriba de la azotea del edificio de enfrente.

Con el renovado vigor de la lluvia, que danzaba en rápidos movimientos delante de él, aquel enorme rostro parecía haberse animado, cobrando súbita y verdadera vida, de modo que la suya se volvió una trémula y explosiva risa que traicionaba la felicidad que, a ojos vistas, experimentaba aquella bella mujer a causa del agua que se precipitaba y chorreaba por su cabello y sus mejillas.

La lluvia volvió a ceder y las mujeres del paraguas negro aprovecharon para meterse apresuradamente en un taxi, que se las llevó vía abajo. Fue un momento providencial para ellas, pues no bien hubieron desaparecido, el agua recrudeció, sonora, potente, todavía diagonal.

La poltrona, es decir, la duquesa, empapada hasta el fondo, ofrecía ahora un aspecto más desvalido. Se escucharon dos truenos más, pero lejanos y sin la estruendosa detonación del primero: apenas dos sonidos guturales (tal vez por eso el perrito, que ya se había callado, no volvió a ladrar; o estaba ya paralizado por el terror). Más estrepitoso fue el sonido que hicieron dos cortinas metálicas al ser cerradas, una tras otra, en algún almacén cercano que yo no alcanzaba a ver.

Ilustración: Mónica Betancourt

A las 2:20 de la tarde la lluvia desfalleció de nuevo y se estabilizó por un rato en una llovizna vertical, tan vertical como el hilo de una plomada. Incliné la vista hacia la superficie de la calzada y vi que las gotas formaban al estrellarse un nervioso hormigueo. A las 2:33, como si jugara un juego de acometidas y retiradas alternativas, volvió a aumentar su ímpetu y se tornó otra vez diagonal y tupida. El castigo que recibía la duquesa era intenso, brutal; más envilecida que nunca, inspiraba ya una profunda lástima.

Con el correr de los minutos, el chaparrón empezó a disminuir en forma paulatina, uniforme, sin más cambios bruscos, como si una mano hubiera empezado a apagarlo gradualmente desde un tablero de control. A las 3:01 de la tarde, me di cuenta de que ya era solo una mansa garúa, casi imperceptible. Apenas unas gotas silenciosas que formaban un leve temblor en el aire.

Pero cuando ya me había instalado en el sentimiento seguro y confortable de que la calma había retornado por completo, escuché por la radio, en un reporte de última hora, que en ese preciso momento caía en el otro extremo de la ciudad un tremendo aguacero que había provocado inundaciones en un barrio tugurial y mantenía en estado de emergencia a cinco vehículos que eran arrastrados por la fuerza tempestuosa de los arroyos.UC