Era de madrugada. Navegábamos sobre la Amazonía el piloto del helicóptero, el silencioso joven alto, mono y de ojos claros —hombre de confianza del presidente Pérez de Venezuela— y yo. Lorenzo Muelas viajaba en otro helicóptero, quién sabe por dónde y hacia dónde. En nuestra nave buscábamos, desde las alturas, la "aguja en el pajar": una sábana azul que ondeara en algún ojo de la selva infinita, tupida, imponente.
A las 4:45 a.m., la hora exacta convenida, habíamos llegado Lorenzo y yo al hangar como dos diplomáticos ingleses, cada uno por su lado, yo en taxi y él en Jeep. "Buenos días Lorenzo", "Buenos días Iván", y nos sentamos sin más palabras en dos sillas verdes de plástico atornilladas a un tubo, las primeras que encontramos en el lugar. Hacía hielo, la neblina invadía las pistas del aeropuerto y se extendía hasta el enorme galpón donde, puede decirse, estábamos al aire libre. Lorenzo vestía sus atuendos tradicionales guambianos, y yo, pantalones y chaqueta de dril. Mirábamos al frente, a la nada, en silencio, a la espera de que algo sucediera. En pocas horas, nuestros colegas de la Asamblea Nacional Constituyente reanudarían las tareas sin nosotros, mientras cumplíamos esta misión en su nombre.
Estábamos así, elevados, cuando apareció el misterioso hombre de la cachucha. Me hizo una seña discreta para que me le acercara. Caminé tres metros hacia él y, sin más que un "hola" de ida y vuelta, puso en mis manos una hoja de cuaderno garabateada con el lápiz rojo de algún niño de kínder. El trazo infantil mostraba dos ríos que confluían para formar uno solo. Sobre las líneas en "Y" estaban los nombres de los afluentes y del río principal. "Vayan hasta esta desembocadura y sigan el curso del río hasta que encuentren una sábana azul. En ese punto bajen. Cuando recojan a las personas diríjanse al aeropuerto de Flandes, donde deben estar a más tardar a las tres de la tarde." Luego me pidió que lo siguiera. Diez pasos adelante estaba el piloto parado, mirando para el techo, también esperando a que algo sucediera. "Usted va con el capitán, doctor", dijo el hombre de la cachucha, elevando un poco el volumen de la voz para que el piloto escuchara. Hasta ahí supe del personaje.
"Capitán, mucho gusto: Iván Marulanda", dije al piloto y le extendí la mano. "Mucho gusto señor. Vamos", respondió. Sin más protocolos lo seguí hacia la pista. "Usted dirá, doctor", me dijo. Entonces le entregué nuestro "mapa" y le di las señas. Mientras caminábamos uno al lado del otro estudió el papel y a poco andar llegamos al aparato camuflado en la neblina, bajo el crepúsculo. Al pie estaba nuestro fantasma venezolano de ojos claros. "Encantado: Iván Marulanda". "Qué tal, señor Marulanda... Vengo en representación del presidente Carlos Andrés Pérez. Estoy a sus órdenes". "Gracias, ¡y para adentro!", invité a nuestro acompañante. Se sentó al fondo del largo asiento y yo me hice en el otro costado, al lado de la puerta. Sentado en su silla, adelante, el capitán sacó sus libros de mapas, tomó notas a lápiz, cuadró los instrumentos y… ¡para arriba! Caí en cuenta de que no me había despedido de Lorenzo. No supe cuál sería su destino.
En el aire, después de volar buen rato sobre la selva, el piloto se dio vuelta y me dijo, señalando con su índice a la espesura: "La desembocadura". Vi el encuentro de dos enormes ríos entre la espesura. Entonces, sin perder altura, remontamos el cauce del río principal y clavamos los ojos sobre el espacio de selva que alcanzábamos a cubrir con la vista. Escrutamos kilómetro a kilómetro, metro a metro, en busca de la sábana azul. Recorrimos largo trecho sin ver nada distinto al colchón infinito de copas simétricas de árboles milenarios, parecido a una descomunal coliflor verde. De pronto, el piloto detuvo la marcha del helicóptero y, suspendidos en el aire, se giró y me dijo: "Debajo está la señal". "Listo, descendamos", le respondí.
Nunca vi la famosa sábana. Presumo que los guerrilleros observaron que el aparato se detuvo y la recogieron. Descendimos lentamente, bamboleándonos como colgados de una manila. Impresionante ver las copas de los árboles a la altura de la vista. Escruté con mis ojos de asombro la espesura de la selva, el tamaño gigantesco de los árboles. Bajamos, bajamos, bajamos… despacio, despacio, despacio... Observaba desde mi ventanilla el espectáculo imponente, impresionante: iba montado en la burbuja de un inmenso helicóptero y nos sumergíamos en las entrañas de la selva más extraordinaria del planeta. Estaba absorto, casi sin respiración, concentrado en el escenario y en el momento, escrutando milímetro a milímetro lo que tenía delante de mis narices. Todo era verde: follaje y bejucos entreverados entre los troncos y las ramas descomunales de los árboles. De pronto, cuando el aparato empezó a acomodar los patines para nuestro aterrizaje en el piso del claro abierto por las Farc, en las entrañas de la Amazonía, los vi. Agucé mi visión como quien ajusta los lentes de los binóculos: los vi nítidos, preciso cuando la máquina dio vuelta en la especie de danza que hace para asentarse.
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En el anillo de selva estaban camuflados, de pie, expectantes, centenares de guerrilleros y guerrilleras armados hasta los dientes. Parecían parte del paisaje: solo resaltaban sus caras, sus manos y el brillo de sus ojos curiosos; de resto, eran selva.
Bajó poco a poco la velocidad del rotor de la máquina y las aspas se detuvieron. En ese suspenso, caminó hacia nosotros un hombre alto y armado; su torso estaba cruzado por dos enormes cananas, a su espalda el fusil y al cinto la pistola. Se detuvo a 20 metros de nosotros y se quedó atento, parado en sus dos largas piernas abiertas en compás, la cabeza en alto. Detrás suyo venía una guerrillera que filmaba el acontecimiento. Concentré mis sentidos en este hombre... Me sorprendí: ¡claro, era él!, y comprendí que esperaba a que yo bajara para asegurarse de quién estaba allí. Abrí la puerta y descendí. Cuando puse pie en tierra y me incorporé, observé que se quitó uno a uno sus arreos de guerra, los entregó a la guerrillera cineasta y avanzó hacia mí en actitud relajada y amable. Nos encontramos con cierta emoción, la mano extendida. "Bienvenido, doctor Iván", me dijo. "Hola Iván, gusto en saludarlo", le contesté, sin salir del asombro: no sabía a quién encontraría en esa aventura y no había vuelto a saber nada de él.
A Iván Márquez lo conocí en 1986, cuando fui Senador de la República. En el capitolio compartí tareas con los congresistas de la Unión Patriótica, y él era Representante a la Cámara, no sé bien por qué departamento, quizá por Caquetá. Estuvimos juntos en foros, y recuerdo en particular una mesa redonda en la Universidad de los Andes sobre la paz, que por aquella época era el tema preeminente en la agenda política nacional. A Luis Carlos Galán y a mí, compañeros en el Nuevo Liberalismo, nos interesaba sobremanera y era punto central en la agenda de la UP. Nos veíamos a menudo con ellos en distintos escenarios y todos los días en el propio parlamento, y casi siempre hablábamos de la paz. Aquellos fueron tiempos tenebrosos, en los que empezó el exterminio de las fuerzas progresistas del país. A dos compañeros senadores de la UP los asesinaron: Pedro Nel Jiménez, estupendo joven del departamento de Meta con quien compartía asiento en la Comisión VII, y Pedro Luis Valencia, médico elegido como yo por Antioquia y egresado de la Universidad de Antioquia, en donde estudié economía. En ese mismo período mataron a Galán. De la bancada de la Unión Patriótica hacían parte varios miembros desmovilizados de las Farc, entre ellos Iván Márquez, quien siempre me llamó la atención por su juventud, su contextura enclenque, su timidez, el color verdoso de su piel —piel de monte— y el color amarillo de sus ojos —ojos de monte— que nadaban detrás de gafas de nácar con lupas. También por la fuerza de sus convicciones políticas y su inteligencia. Hablaba poco y directo. No supe en qué momento evadió la matanza y regresó al monte; lo cierto fue que salvó su vida y estaba ahí, delante de mí, fuerte y rozagante. Compañeros suyos de bancada en la Cámara de Representantes, como Bernardo Jaramillo, fueron asesinados.
"Gracias por venir por nosotros, doctor Iván. Acompáñeme por favor, vamos a llamar al comandante Manuel Marulanda que quiere expresarle personalmente la gratitud de las Farc", me dijo, mientras caminábamos hacia la espesura. Los guerrilleros nos rodearon. "Buenos días", les dije; "Buenos días", contestaron en coro. Eran, creo, mitad hombres y mitad mujeres, y no pocos parecían jóvenes de ciudad. Mientras tanto pasó de largo, como Pedro por su casa, un campesino que arriaba su mula cargada de leña y en la que iba encaramado un niño. Un guerrillero gigante, que cargaba en la espalda una planta eléctrica, la descargó y la puso a funcionar conectada al radioteléfono. Intentaron comunicarse varias veces con Tirofijo, pero no entró la llamada. Era hora de marchar: "Alfonso Cano nos espera en otro lugar", dijo Iván Márquez para mi sorpresa. Un guía subiría con nosotros al helicóptero, luego regresaríamos al sitio con él. Esta etapa imprevista nos obligaba a salir cuanto antes, y partimos con nuestro guía guerrillero a bordo... Ese viaje será otra crónica, si los directores del periódico nos dan espacio para contarla.
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