"Soy el mejor de los escritores entre los escritores de segunda línea". Hay que tener huevos. Saber dónde está uno parado. Maugham sabía. En los veinte y los treinta del siglo pasado William Somerset Maugham era el autor más vendido de Europa, y el peor considerado por la crítica. Cayó un poco en desuso, pero no ganaron los críticos: se siguen leyendo, silenciosamente, sus novelas hermosas como La luna y seis peniques, como El filo de la navaja. O como su biografía novelada, Servidumbre humana.
Desde antes de cumplir 20 comenzó a escribir diarios, donde apuntaba sus pensamientos y reflexiones al comienzo, y que luego fueron convirtiéndose en la base para la creación de escenas y la caracterización de personajes en sus obras de ficción. En el 49 se decidió a publicarlos bajo el título Cuadernos de un escritor. "No lo publico porque sea lo bastante vanidoso como para suponer que toda palabra mía merece ser perpetuada. Lo publico porque me interesa la técnica de la producción literaria y el proceso de creación, y si un volumen como este, escrito por otro autor, cayese en mis manos, me arrojaría sobre él ávidamente". Si lo ve por ahí, haga lo mismo.
–Una solterona es siempre pobre. Cuando es rica, es una mujer de una cierta edad que no se ha casado.
–La gran mayoría usa innoblemente la porción de inteligencia de que dispone, después de preocuparse por su propia conservación y la propagación de la especie.
–Pueda la muerte cubrir mis años con la noche.
–Cuando una mujer de cuarenta años le dice a un hombre que es lo bastante vieja para ser su madre, la única salvación del hombre está en la huida. O se casará con él o lo arrastrará al tribunal de divorcios.
–Habría que cultivar siempre los propios prejuicios.
–No hay como el amor para que un hombre cambie de opiniones. Porque nuevas opiniones son casi nuevas emociones. Son el resultado no de un pensamiento, sino de una pasión.
–No hay hombre que en el fondo de sí mismo no sea tan cínico como una mujer bien educada.
–Hablándome de una palabra muy larga que alguien había empleado, me dijo: "Una palabra tan aristocrática, ¿sabe usted?, que parece que a uno tienen que dolerle las mandíbulas con sólo pronunciarla".
–¡Cuán sentenciosos somos! Creo que nuestras observaciones deberían ser puntuadas con polvos de rapé.
–Una mujer puede ser tan perversa como se quiera, pero si no es bonita no le servirá de nada.
–Los tres deberes de la mujer: el primero, ser bonita; el segundo, ir bien vestida; el tercero, no contradecir jamás.
–¿Soy acaso un poeta menor para tener que exponer al vulgo mis sangrientas entrañas?
–En una cena de compromiso hay que comer con prudencia, pero no demasiado bien; y hablar bien, pero no con demasiada prudencia.
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–En el hospital. Dos hombres eran grandes amigos: comían juntos, trabajaban juntos y se divertían juntos. Eran inseparables. Uno de ellos se fue a su casa a pasar unos días y en su ausencia el otro, al efectuar una autopsia, sufrió un envenenamiento de la sangre y cuarenta y ocho horas después murió. Había citado a su amigo en la sala de autopsias. Cuando entró lo encontró sobre la losa, desnudo y frío. "Me produjo cierta impresión", me dijo cuando me lo contó.
–No concibo disposición de espíritu más cómoda para la conducta en la vida que una resignación teñida de humor.
–El resultado habitual de la cohabitación del hombre con la mujer, por sancionado que esté por la sociedad, es hacerlo un poco más insignificante, un poco más mezquino de lo que de otro modo hubiera sido.
–No hay características femeninas más acusadas que una pasión por la minuciosidad y una memoria infalible. Una mujer es capaz de darnos cuenta minuciosa de una conversación insignificante sostenida con una amiga unos años antes; y lo que es peor, la dan.
–Pocos infortunios pueden caer sobre un chiquillo que ocasionen peores consecuencias que tener una madre verdaderamente afectuosa.
–Un código moral es tan sólo aceptado por las mentalidades débiles; las fuertes se forman el suyo.
–Los lectores no se dan cuenta de que el pasaje que leen en una hora, en cinco minutos, se ha desarrollado fuera de la sangre del corazón del autor. La emoción que los impresiona como "tan verdadera" la ha vivido durante noches enteras de amargas lágrimas.
–Hay personas que dicen "Muy bien, muchas gracias", cuando se les pregunta cómo están. ¡Cuán vanas deben ser para imaginarse que a uno pueda importarle lo más mínimo!
–Y, accidentalmente, en un desgarrón de rápidas nubes, aparece la pálida estrella tiritando de frío.
–Se sumergió en un mar de trivialidades y, con el poderoso pecho de un nadador del canal de la Mancha, emprendió su confiado paso hacia los blancos acantilados de lo obvio.
–Timidez: mezcla de desconfianza y vanidad.
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