Nunca había hablado con Pingüi, sólo lo había visto de lejos. El man tenía como diecisiete años y era uno de los duros de la Unidad Residencial. A veces llegaba en motos prestadas y descrestaba a las peladas haciendo piques en las calles de la ciudadela, lo suspendían semanas del colegio y tenía amigos misteriosos en López de Mesa y Castilla. Como él había otros tres o cuatro, compinches entre ellos, que peleaban con gente de otras Unidades, con papás de muchachos más pequeños, con los porteros a punta de correazos y hasta le reviraban a sus madres en público.
Fue una tarde de junio de 1986 cuando Pingüi supo de mi existencia. Él estaba explayado en las escalas de cemento que conducían, en una larga subida, a los bloques naranjados, de manga sisa, bluyín recortado y tenis blancos. El hombre se fumaba un cigarrillo, tenía la bicicleta en el suelo y parecía esperar a alguien. Yo no llegaba a los diez años y recién había salido a la calle para jugar fútbol con Loquillo, uno de los pocos amigos que había conseguido. Llevaba un mes viviendo en la Jorge Robledo, Unidad Residencial con una veintena de edificios de cuatro pisos construidos a lo alto y ancho de un cerro, al occidente de Medellín. Eran como 220 apartamentos donde vivían familias de todo tipo, gentes de todas las edades, un pueblito entero donde la iglesia y la discoteca funcionaban en el mismo salón comunal.
De pronto, de uno de los bloques salió Alex, un moreno de labio grueso que le pegaba cada rato a su hermanito. Iba con el brazo enyesado, las orejas enrojecidas y los ojos llorosos. Al lado caminaba su papá con cara de ogro, era un señor ancho, de camisa por fuera y dueño de un taxi pequeño. En silencio se montaron al carro, que antes de arrancar estuvo detenido un par de minutos con el motor prendido. Alex era un arquerazo, él decía que era el mejor arquero del Pascual Bravo, un colegio que quedaba al lado de la Unidad y que cada rato salía a paro, a guerra de piedras lanzadas por los estudiantes. Lo único que jugábamos nosotros era fútbol y nos dio mucha curiosidad el brazo enyesado de Alex, que era arriesgado para tapar porque le ponía el pecho a los riflazos de la Jirafa —un poste que jugaba de central y era enfermo por el DIM—. Alex no le temía a nada cuando iba al arco, volaba de palo a palo y sacaba su valla con pocos goles (porque los partidos quedaban 12-5, y así).
¿Será que se lo quebró en una pelea? ¿Tirando piedra en el Pascual? ¿Sería aquí mismo en la Unidad y no nos dimos cuenta? ¿Un balonazo de la Jirafa? No podíamos quedarnos con esa duda y Loquillo, que se había amedrentado para ir a preguntarle a Alex por la presencia áspera y anfibia del papá, me dijo que lo acompañara a averiguar el chisme con Pingüi. Era la primera vez que iba a relacionarme con ese emblema del mal, era mi presentación ante uno de los líderes juveniles, que ya se emborrachaba, uno de los más famosos, tratado como héroe por la horda de pelaos púberos y como villano por las amas de casa que le prohibían a sus hijos juntarse con él.
Subí las escalas con el balón en las manos. Pingüi seguía ahí sentado. Cuando llegamos saludó a mi amigo y me miró a los ojos pero no se interesó en saber quién era yo.
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Loquillo le preguntó y el hombre, sin mirarnos siquiera, empezó a contar la historia de cómo Alex se había quebrado el brazo: "Ese man se compró un afiche de Natacha Kinsky y lo pegó en la pieza", dijo, y aspiró el cigarrillo con los ojos entreabiertos. Era flaco y ya tenía pelos en el sobaco. Se fumaba un Royal, expulsaba el humo con fuerza y quedaba en silencio, miraba al suelo y tiraba escupas agrandando poco a poco un charquito de babas entre sus tenis LA Gear sin medias. Alrededor del tobillo tenía un escapulario de hilo verde amarrado a dos vueltas.
"Entonces se empezó a voliar la paja mirando el afiche y comenzó a salir humo, humo", continuó Pingüi, que tenía la nariz puntiaguda y los ojos redondos, como el pingüino que insinuaba su apodo. "Y seguía haciéndose la paja y seguía saliendo humo, saliendo humo hasta que se le quebró la mano", remató el man. Hubo silencio. Yo no entendía muy bien qué era eso de la paja y el humo y un afiche de una mujer empelota abrazando a una culebra. Y que todo eso revuelto hubiera terminado con la mano quebrada del mejor arquero que yo conocía después de Lorenzo Carrabs.
Loquillo, que me miró a través de sus lentes gruesos, tampoco decía nada. Pingüi, con su bozo insípido, tiró de un papirotazo la colilla del cigarro a la manga. En mi mente se recreaba la imagen difusa de Alex sin camisa en su pieza, el afiche de la mujer y la culebra, un morro de paja incendiada, el humo. Eso se me mezclaba con la sensación de estar siendo burlado, con la angustia de no dar la talla y comprender el chiste, el trabalenguas absurdo de una ficha envalentonada, de otro mundo, donde el miedo no existía pero sí la crueldad y la pelea.
Pingüi ya se había montado en la cicla para irse, y a pesar de que me daba susto hablarle, no aguanté la confusión y mi cuerpecito de quince kilos y un metro de estatura se llenó de valor para dirigirle la palabra: "Ey, Pingüi, en serio, ¿qué le pasó a Alex?". Y él, que ya nos había dado la espalda, giró el manubrio de la bicicleta, se paró en los pedales haciendo equilibrio, me miró fijo con sus ojos bien abiertos, como para decirme una cosa muy importante, una sentencia, y vociferó: "¡Pingua güevón, Pingua!". Pedaleó. Esa fue la primera vez que me dijeron güevón, mi bienvenida a la adolescencia.
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