Juan Manuel Santos es una ficha demasiado maleable, un repuesto tan útil que resulta dudoso, un político tan versátil, o sea tan antojadizo, novelero e incierto, que es imposible no verlo siempre siguiendo un libreto escrito por él y sus ambiciones. Está bien, eso podría decirse de todos los políticos. Pero Santos ha usado tanta utilería, ha cambiado tanto de bando y de tono y de sombrero y de discurso que evoca siempre a un estratega algo cínico o a un esquizofrénico. ¿Cómo diablos será el Presidente de Colombia en el tras escena, oculto todavía por el telón que lo separa de nuestros ojos de espectadores, un minuto antes de que su edecán de turno le indique que es hora de enfrentar al mundo?
Lo he visto vestido de marinerito en su primera juventud como cadete, de periodista combativo contra el Chavismo incipiente, de economista de cartones y postín al frente del Ministerio de Comercio Exterior recién creado por Cesar Gaviria, de conspirador contra Samper en compañía de Víctor Carranza, de guerrero del Uribismo, frente a la tropa, imitando los aspavientos de su jefe de entonces; y se vistió de hombre de paz y reconciliación, con una corbata azul Naciones Unidas, para la firma de la Ley de Víctimas en compañía de Ban Ki-Moon, y de turista multicultural en la Sierra Nevada para abrazar a los Mamos desdentados. Ah, y se me olvidaba que como conocedor de todas las haciendas, incluida la pública, también fungió como ministro del ramo. Pastrana era el Presidente y es seguro que se detestaban como dos niños biencriados y vanidosos.
Pero Santos tenía una virtud, es necesario reconocerlo: nunca se había disfrazado de candidato. La única votación la había ganado en el Congreso del 8.000 donde fue elegido como Designado, un cargo público que era apenas una dignidad, una medalla dudosa a la espera de la desgracia dudosa. Sobra decir que sus estrategas de campaña parlamentaria terminaron en la cárcel por haber recibido plata desde Cali. Hasta las elecciones de Junio de 2010 sus papeles se interpretaban en las oficinas públicas, el teatro sabanero, el emporio familiar y la cháchara de las relaciones multilaterales. Su llegada a la gresca electoral supuso el comienzo de sus desvelos: era más gago y más torpe de lo que mostraba la hoja de vida, tenía peores amistades de lo que creían los amigos del Gun Club y no logró soltar una idea propia durante toda la campaña. No solo quedó la impresión de que era un actor, era una especie de muñeco con algunos defectos de articulación. Uribe jalaba las cuerdas y la marioneta se enredaba. Pero su rival, un ventrílocuo de sí mismo, se enredaba más y todo terminó como ya sabemos.
En la presidencia las cosas no han marchado mucho mejor. Santos está más envarado que nunca, aunque logra reírse de vez en cuando y demuestra que le encanta ser protagonista. Hace poco un holograma suyo presidió el Simposio Mundial de Reguladores en Armenia. Los asistentes no sabían si reírse de la pequeña farsa o del pequeño farsante. Un poco antes había impostado su alegría por un triunfo de la selección Colombia con un pueblo del Cauca destruido a sus espaladas. Cree que puede ser el Mandela de Invictus, incluso organizó una sesión con jugadores y cuerpo técnico para ver la película. De verdad falta autocrítica: alguien debió sugerirle El discurso del Rey.
Sin embargo esas son fantochadas menores, bobadas de Presidente y Santos se pretende Estadista. Así que asistamos a sus farsas mayores: algunas en forma de drama, otras de sainete y unas más de monólogo introspectivo. No hace mucho varias autoridades del gobierno alertaron sobre un gran desfalco a la salud de los colombianos. De modo que Juan Manuel preparó un acto solemne que los maledicientes han comenzado a llamar La última cena: Presidente en el centro, sin aureola, ministros a lado y lado, Contralora a manera de virgen, Procurador como acolito invitado y General Naranjo como supernumerario. Santos le dijo al país que el robo se contaba por billones. Dos meses después las cifras no están claras y algunos expertos dicen que oficialmente no se puede hablar de más de 5000 millones de pesos perdidos en los famosos recobros de las EPS. Ruido y no mucho más. Un año largo después el gobierno no ha logrado ni siquiera actualizar el Plan Obligatorio de Salud. La medida más urgente según la voz impaciente de todo el sector salud. Santos ha inventado una nueva consigna: si es imposible mover al Estado, se hace necesario ponerlo a posar.
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Pero hay muchas simulaciones para exhibir. En medio del invierno del año anterior el Presidente dijo que el desastre sería una oportunidad para mejorar la vida de algunos pueblos que se debaten entre la eterna disyuntiva polvo-lodo, habló incluso de trasladar el casco oxidado de algunos municipios a zonas seguras y fértiles. Guiaría a los habitantes de Campo de la Cruz y Manatí con un cayado de pastor y los oficinistas del Estado como centinelas. Ya se incuba otro invierno en las aguas del Pacífico y el gobierno acaba de darse cuenta que las 3745 casas que iba a construir en el sur del Atlántico no tienen contratistas adecuados. Santos había nombrado un banquero para organizar la reconstrucción, le encantan las prácticas de buen gobierno corporativo, pero nunca se imaginó lo mucho que hay de Colombia a Bancolombia.
Verlo descalzo en la Sierra durante la mañana de su posesión fue un pésimo augurio. Un sainete elaborado en clave juvenil. El hombre estaba de novelero o estaba sobreactuado o creía que la posesión se podía convertir en un comercial de marca-país. Desde el principio pensé: el riesgo es que se quiera quedar. Y ahora resulta que es un gran entusiasta de la construcción de un hotel tailandés de 7 estrellas en la zona de Arrecifes. No, pero eso fue hace 15 minutos, ya es un enemigo declarado del proyecto. No por razones de fondo sino porque su hermano y su primo empañaron el proyecto. Habían hecho alguna gestión hace unos años y Santos decidió tapar con ellos su culiprontismo frente a un hotel seductor. No solo se cubre, también se esconde.
La más original actuación de Presidente puede resultar la más peligrosa. Desde el comienzo cortó los hilos con que Uribe pretendía moverlo, o al menos eso hizo creer a Uribistas fanáticos y antiuribistas maniacos, acabó con las gazaperas, tendió manos que parecían imposibles, habló de conflicto y de pulir llaves para la paz, acogió propuestas del partido Liberal y estuvo cerca de ponerse la máscara de Angelino para que los demócratas votaran el TLC. Se habló entonces de su talante liberal y su supuesta traición a los principios que lo había elegido sobre los hombros de Álvaro Uribe. Pero Santos es un gran simulador, sabe agacharse para que pase el temporal del Uribismo y quedarse con los réditos liberales y las reformas conservadoras. Por la vía del silencio calculado y la búsqueda de un supuesto futuro armonioso, el Presidente puede terminar, bajo la máscara del liberal renacido, llevando a cabo reformas que ni el propio Uribe logró. Ya estuvieron cerca con la prohibición del aborto en los tres casos extremos que permitió la Corte. Ahora trabajan en un nuevo estatuto antidrogas que pretende llevar a la cárcel incluso al consumidor de puertas para adentro, y está lista la propuesta para ampliar el fuero militar por medio de una presunción que haría casi imposible develar casos similares a los falsos positivos.
Pero hay una buena noticia. Los niños antojadizos se prendan del disfraz del vecino a la mitad de la fiesta. Sus amigos siempre han dicho que Juan Manuel Santos se preparó desde infante para ser presidente de Colombia. Ahora según dicen quiere ser Secretario General de las Naciones Unidas. El país tiene que apoyarlo, un gran impostor debe dirigir la más prestigiosa impostura del planeta.
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