Sale al ruedo con un traje de flores bordadas en el pecho que a uno le recuerdan los atuendos de Ana y Jaime o de Mercedes Sosa. Pero unos minutos después nos damos cuenta de que ella no es una representante de la canción protesta latinoamericana, aunque tiene el genio y la figura, incluso el tono brioso y emotivo de una manifestante de los años setenta. La sorpresa viene luego cuando nos anuncian que es una conferencista, no “una” sino “la conferencista de Historia Universal más aplaudida de Colombia”. Y digo aplaudida, cosa que un profesor de Sociales de colegio no logrará jamás, por más ayuda que tenga de un papelógrafo o un nintendo sobre el Pantano de Vargas. Dianita apenas tiene su voz que hace eco de Celia Cruz cuando dice: “No sé qué tiene tu voz que fascina, no sé qué tiene tu voz que domina”. Y esa misma voz es la que ha hecho que sus discos se vendan tanto como los de Ricardo Arjona. Se los ve en las vitrinas hasta de Yopal en estuches de lujo como las series de Los Soprano, aunque ya no sé Diana en qué temporada va.
La ubicuidad es un don de la fama o tal vez su causa. Por eso a Diana se la puede oír hasta en la radio, las mañanas de domingo, mientras derrochamos agua lavando el carro o el perro. Diana habló esta semana sobre Martin Luther King, pero la próxima entrega puede ser sobre el Hombre de Cromagnon, el Estrecho de Bering y luego la cadena de invasiones y cruzadas hasta llegar a la bomba atómica. Para rematar un suceso como este último, Dianita sabe amenizar las charlas con frases de costurero, tipo: “Ese Truman no era ninguna perita en dulce, fue el que mandó a tirar la bomba”. Entonces la mamá, que obliga a su hijo maqueta a que la oiga, apenas codea al adolescente para decirle: “¿Sí vio? ¡La bomba atómica! ¡Escuche, en vez de estar chateando todo el santo día!”.
Media humanidad caerá sobre este hereje que abjura de alguien tan bien preparado como Diana, a la que nadie le ha regalado nada; y antes se le nota el esfuerzo que ha hecho para llegar donde está una historiadora y filósofa, casi con los mismos puntos que Los Reencauchados.
Está bien que la Historia hable de cosas pasadas, pero la visión que tiene Diana ya es demasiado retro y antes que ilustrar ayuda a reforzar todos los lugares comunes que se han dicho sobre héroes, sucesos y heroínas, con los que la Historia oficial nos engatusa y hasta nos somete, una carreta impulsada por anécdotas como las que cuentan los cocheros de Cartagena a los turistas. Pero no con la misma modestia sino con la pretensión académica que muestra Diana en congresos y ferias del libro, bajo el supuesto de: “esta es la versión de los hechos”, “así sucedieron las cosas”, “¡la verdad histórica!”. Diana está ni mandada a hacer como guía turística para acompañar giras como las que ella organiza al Lejano Oriente, flor de recreacionista o culebrera, como la llaman ofendidos o preocupados otra clase de historiadores, más serios, pero aburridos para los medios.
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Yo me la imagino en el colegio cuando la profesora la sacaba a recitar los nombres de los presidentes de Colombia, sin fallar ni siquiera en Aquileo Parra, una niña prodigio de la memoria: ¡Habrase visto!
Y es que los datos e ideas que ella anuncia, como si los revelara por primera vez al mundo, son los que el mismo adolescente remiso puede encontrar al poner cualquier nombre en gúgol. Que no en vano unas tías mías le decían “Diana gúgol”. Se trata de una historia simplificada, reduccionista, que sirve para entretener en el circo masivo; otro stand up comedy, pero ahora pedagógico, con una sabihonda que nos instruye con la supuesta verdad histórica, tan polémica y difusa.
La historiadora de marras, como cuentera, luce con honor sus laureles. Nos despierta con sus énfasis supremos para decir que Armstrong fue el primero en poner su pata en la Luna (y digo “pata” porque calza 44, según averigüé en Wikipedia). La voz de Diana es impetuosa, por momentos, como el de una congresista en pleno debate; pero otras es casi un susurro que nos musita una cifra, un dato para ganar en Quién quiere ser millonario. En ocasiones, Uribe parece que se pone furiosa, haciendo honor a su apellido de tuiteador, ¡pero no temáis!, es apenas un efecto dramático y didáctico, porque unos segundos después ella misma está hablando como un ñero del Cartucho para decir que: “Gadafi es un chino atravesado y que no come de nada cuando lo provocan, así esté amurado en su cambuche.” Diana también se sale de sí cada que pronuncia algo en inglés, lengua en la que aprendió con los gringos a hacer fast food, incluso de un discurso difuso y polémico como el de la Historia.
Que lo de Diana pertenezca al género de cuentería vaya y vuelva; pero que pase como “la Historia” creo que es un despropósito. Es preferible la recreación en minúscula a la supuesta verdad latosa del pasado “tal como sucedió”. Prefiero cerrar con una frase de Ludwig Wittgenstein, filósofo judío del que seguramente hablará Dianita el próximo domingo: “La verdad es a veces un cierto tono de voz”.
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