Llegué a Atenas a las cinco de la mañana. Me acompañan un vago y tres perros callejeros. Afrodita a mi derecha, al frente la montaña de piedras de la Acrópolis y sobre nosotros la constelación de Orión. Es la Plaza Monasteraki. La vista de los templos paganos fuera más bella si no me los tapara una mezquita, pero entonces yo no estaría sentado en este muro que rodea a una deprimida iglesia bizantina. Durante la ocupación de cuatro siglos estuvo prohibido construir iglesias que sobrepasaran la cintura de un caballero otomano montado en su corcel — me lo explicó María—. Así funcionan las órdenes sagradas. Con una mano escribo, con la otra paso las páginas de la tragedia de Prometeo Encadenado y dibujo el Pártenon. El acento en griego es Pártenon. Esencia de aire campestre, olor a leña.
El viaje fue agotador: estrechez, paradas, polizones. Anoche eran montañas de basura en la estación Neos Sidirodromikós de Salónica, a la espera. Los trabajadores llevan un par de semanas en huelga. Me bajé del metro para caminar por Sintagma, frente al Parlamento que sale en las noticias cuando hay protestas. Jazmín de noche en el marco de la plaza. Y dos soldados con trajes de falda, penacho y espada, como los próceres de los parques, pero ya sin bigotes. Los trajes recuerdan que existe una identidad, pero también una herencia compartida. Salónica o Tesalónica, capital de la región de Macedonia, pasó a ser parte del Reino de Grecia tras las guerras balcánicas (1912). Esta ciudad ha asistido durante un siglo al Imperio Otomano, la Monarquía, la invasión nazi, la democracia y la eurozona. Su región limita al norte con la Antigua República Yugoslava de Macedonia, con la cual mantiene un litigio por el uso de sus símbolos. La identidad y el derecho están en medio de la disputa por el nombre de la tierra de Alejandro Magno. El nacionalismo no es un mito en esta zona montañosa que la imaginación europea ha llamado península balcánica. Serbia, Albania y Bulgaria son los otros vecinos. Y al Oriente Estambul. Desde hace diez meses fueron cancelados los trenes al exterior, como una de las medidas de austeridad ante la crisis económica. Quizás nos encontremos en el futuro, y la belleza consista en ver una locomotora en movimiento —como canta Luis Alberto Spinetta—.
María me dijo que para hoy está programada una manifestación en contra del poder que conserva la iglesia ortodoxa en el estado, pero que no se tornará violenta. Los padres ortodoxos caminan como pájaros noctámbulos, en bandada o solos, mezcla entre magos y frailes, con sus largas barbas blancas, colas de caballo, bastones y cinturones místicos. A ellos les es permitido tener esposa e hijos, sólo de haberse casado antes de hacerse monjes. En unas pocas casas aún pueden verse izadas las banderas del Rey de Grecia; mientras el blasón del águila bicéfala de Bizancio mira hacia Oriente y Occidente en los templos. Ya hay más banderas del Paok, del Aris y de Panathinaikós. El Imperio Bizantino duró más de mil años, y el nombre de su capital, Estambul, viene de la expresión griega: "Es tin Poli – A la ciudad", —también me lo explicó María, cuya familia fuera expulsada de Turquía, entre más de un millón de helenos, tras dos mil quinientos años de presencia en el Asia Menor. Los griegos eran un pueblo de navegantes que hacían colonias, dice la primera lección de historia clásica. Todos sueñan con un puerto, una isla. Y recuerdan. Mi amiga cuenta que durante la segunda guerra mundial, los nazis deportaron y masacraron a la comunidad judía de Tesalónica. Luego la represión se volcó sobre los intelectuales y la izquierda. La República Helénica no fue lograda si no hasta 1974, gracias a un referendo popular. La conciencia de su agitada historia ha conducido a los griegos a la resistencia civil desde hace décadas. En sus argumentos se percibe la soberbia del titán que, encadenado por orden de Zeus, grita la verdad para irritarlo. Es normal, por ejemplo, escuchar en las discusiones que Gresecia es el único país de Europa al que Alemania no pagó por los perjuicios de la segunda guerra mundial —hasta a Turquía—. Y añade María que si algo tienen los helenos es que han sido generosos. Al bajar por el empedrado de la calle de Ermou pensé en La Playa con Junín. Luego llegué a Monasteraki, frente al Pártenon. —¿Hace cuánto estuve aquí? ¿Hace cuánto me esperabas?
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He caminado por el barrio de Plaka, bajo la Acrópolis. Campanarios agitados, uno tras otro, y ronquido de motores. Las señoras a la iglesia los niños a la escuela y tiendas de souvenirs junto a las ruinas de la Librería de Adriano. Bandadas de turistas y palomas neuróticas abren los restaurantes. En una banca frente al Ágora Romano desayuno un pastel de espinaca y queso, que acá llamaremos spanacotyropita. Me asombra que usen espinacas y varias hierbas silvestres en tantos platos populares. La cocina helénica es femenina y herbolaria, cada vianda tiene historia y algoritmos inexpugnables en su preparación, como fórmulas de alquimista. Mañas que logran sabores como el de las dolmadas: envueltos de hojas de parra, propios de la comida balcánica. O el de la Retsina, vino de apariencia dorado y destilado con resina de pino desde hace más de dos mil años, con designación de origen. El Ouzo, bebida fermentada de uvas y anís, cuyo aspecto es similar al aguardiente, pero de gusto más dulce. O el tzatziki, una salsa hecha con yogurt, pepino y esencias, que puede acompañar cualquier plato o comerse sola, como el queso feta.
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Según María, Mac Donalds no funciona en la Hélade como en el resto de Europa porque, aparte de querer productos frescos, a los griegos les gusta comer papitas fritas en aceite de oliva. Esto es y no es una ironía. Los giros y las pitas —compartidos con la cocina turca, como tantas otras cosas— son la primera opción en comida rápida. El postre casi siempre es cortesía de la casa. Y usted ve a las gentes sentadas a la mesa, durante varias horas, hablar de política, fumar y tomar un denso café griego, que llamaremos café turco en Estambul.
Montañas de basura y turistas. Los griegos discuten sobre política y se agitan. Sus argumentos recuerdan la época de progreso que vivió la nación a finales del siglo XX, a la cual deben derechos como el que la educación sea gratuita desde la primaria hasta el doctorado, tanto como los libros de texto. El restaurante de la Universidad Aristóteles de Salónica, de 70 mil personas, también es gratis. Durante estos siete meses he sido descrestado por una ciudadanía que ejerce su condición de manera activa. Es la huelga. Los perros y los gatos esparcen las montañas de inmundicia por las calles. Pañales, revistas, tijeras, peluches, mortecina. Algunos hombres buscan cosas allí. Hay jóvenes y viejos. No son inmigrantes. Luego vienen los vándalos y chamuscan las canecas. —¿Cómo controlar la rabia de ochenta mil personas? NO todos son anarquistas —dice María—, hay guardias de la seguridad nacional entre la gente, infiltrados. —¿Es necesaria la policía para que exista una violencia de hecho que colme la frustración colectiva? He visto filas de manifestantes encabezadas por madres y abuelos que no olvidan qué es lo que está pasando, ni cómo se reclaman los derechos. No son anarquistas, es la democracia que aúlla como los perros callejeros frente a los escuadrones de robocops de la polis ateniense.
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Ramón Irigoyen, el traductor al español de esta versión de la tragedia de Esquilo de Prometeo encadenado, critica a la academia europea por habernos enseñado a pronunciar la lengua helénica de la manera erasmiana, o sea contraria a la pronunciación de los propios griegos. María, estudiante de filología, afirma que no sólo se han apropiado de esto. He entrado al Museo de la Acrópolis dos veces y ahora estoy en la cafetería del Museo Nacional de Antropología. Los tiquetes han sido gratis porque soy estudiante. Solo conté dos estatuas con nariz, el resto han sido mutiladas. El paso demoledor de la brutalidad cristiana e islámica sobre la belleza de Atenas es más escandaloso que el tiempo que me separa de su esplendor. Me impresiono al imaginar estas estatuas perfectas, y el brillo de sus colores. He visto ángeles anteriores a los que grabaran los etruscos, cruces macedonias, mosaicos con las flores de Eleusis, vergas aladas. Secretos de Keops en los rincones de los templos. Y el baile de la musa pánica en las fuentes y los plátanos. Las maquetas de cómo ha cambiado la Acrópolis desde hace 2000 años demuestran que estamos en su época más oscura. Lo que mejor quedó se lo llevaron los ingleses cuando ayudaron a independizar al país, y está exhibido en el Museo Británico — aclara ella.
En la cafetería del Museo miro un mosaico de Atenea: tiene cuatro flores en forma de corazón en las esquinas. La diosa de ojos de lechuza, la de mirada de vaca. El arte reivindica la experiencia de la eternidad en el instante en que el placer del presente se evapora. Pienso en lo que decía María sobre la generosidad. Ella, que va a emigrar con el novio a otro país de Europa. Al fin y al cabo hablamos de puertos y de islas. Al fin y al cabo siempre estuvimos en movimiento. Tomo una cerveza Mythos, parece que va a llover. Debo ir al hotel. Nadie quiere salir de Grecia. En el cielo alumbra el planeta que acá llamamos Afrodita.
A María Chrysopoulou.
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